Newseum: fin de año, fin del periodismo

Paul Antoine Matos hace una crónica de uno de los últimos recorridos del Newseum, que cerró a finales del año pasado.

Texto de 27/01/20

Paul Antoine Matos hace una crónica de uno de los últimos recorridos del Newseum, que cerró a finales del año pasado.

Tiempo de lectura: 7 minutos

El Newseum, el Museo del Periodismo en Washington D.C., cerró sus puertas el 31 de diciembre de 2019. El año nuevo 2020 marca el fin de un monumento único en el planeta dedicado al periodismo y a los periodistas. Una década después de su apertura, en 2008, ha sido vendido a la Universidad Johns Hopkins. Su final es sólo un síntoma más de esta enfermedad de la mentira que se contagia sin que país alguno pueda evitar su propagación.

Políticos estornudan y las esporas infectan a cientos de ciudadanos. Los bots que controlan son los que propagan la enfermedad más rápido. Hay una contingencia intelectual. La gente cae en esas mentiras y las replican, contribuyendo a la pandemia de falacias. El cierre del Newseum es un grave indicio de esa crisis por la que atravesamos en todo el mundo y, en este caso, en el país que reinventó las Fake News tal como las conocemos hoy en día. A tan solo dos kilómetros del museo está el hogar de quien podría ser el científico que incubó ese patógeno de mentiras. En la Casa Blanca, tan cerca del Newseum, habita Donald Trump.

La visita que realice, como parte del programa Edward R. Murrow, del Departamento de Estados Unidos para periodistas latinoamericanos, es una de las últimas que se hicieron a este lugar. Solo le quedaba un semestre de vida, es el segundo día de junio y para finales de 2019 cerraría por siempre. Tras recorrer los monumentos más famosos de la ciudad, el Newseum es la última actividad del día a la que nos trajeron durante el programa.

En la planta baja había un ala dedicada al FBI y sus investigaciones encargadas de desmantelar actos terroristas antes de que sucedan. Es un homenaje a los agentes que han capturado a famosos atacantes como Theodore Kaczynski, el Unabomber, y a quienes investigaron los ataques con bombas en la maratón de Boston, así como crímenes cibernéticos, los cuales aparecen en la de ocho columnas de los medios estadunidenses.

—Para que te vayas preparando para saltar —me dijo el colega chileno señalándome un fragmento del Muro de Berlín, derruido hace treinta años. Me quedé sin palabras ante su burla. Tampoco tenía argumentos para rebatirle, capaz que me recordaba el 7-0 que Chile le metió a México en la Copa América de 2016. Mejor callé.

El muro y la torre que lo acompañan tienen grafitis en alemán. Esta caída fue uno de los momentos cumbre del periodismo en el mundo. En una habitual conferencia de prensa, de esas que los reporteros cubrimos todos los días y pueden convertirnos en los seres más apáticos de la existencia, Riccardo Erhman, de la agencia italiana Ansa, le preguntó a Günter Schabowsky, portavoz de gobierno de la República Democrática Alemana (RDA) si la Ley de Viajes, (recién introducida) fue un error.

—Hemos decidido hoy la creación de un marco que haga posible que todo ciudadano de la RDA pueda viajar fuera de las fronteras —respondió el funcionario.

–¿Cuándo entra en vigor? –preguntó el periodista. La conferencia de prensa se retransmitía a la Alemania occidental en directo a través de la televisión.

–En mi opinión entra en vigor… –dijo nervioso Schabowsky– inmediatamente. Sin retrasos.

El muro había caído. Al escuchar la noticia, miles de personas en los dos Berlines, del este y del oeste, lo derrumbaron la noche del 9 de noviembre de 1989.

Lo ideal era recorrer el Newseum del cuarto piso para abajo. En lo más alto estaban las portadas de periódicos del mundo: El País, el New York Times, The Guardian, hasta los medios principales de casi cualquier país con una prensa libre. En las pantallas digitales encontré la edición del día de El Diario de Yucatán: en la portada aparece el Liverpool cargando el trofeo de la Champions League. Los medios de Estados Unidos no tenían esa imagen del evento anual más importante del soccer.

Un pedazo de una antena de 360 pies (casi 110 metros) se elevaba por varios pisos. Es un escombro de un edificio mucho más alto: la Torre Norte del World Trade Center de Nueva York. Un sobrante de una de las Torres Gemelas. Doblada, con los fierros quemados y retorcidos, es el símbolo del día más oscuro para este país. Decenas de portadas de todo el mundo publicaron la misma imagen del Apocalipsis en Nueva York, el Día del Juicio en los Estados Unidos: los aviones estrellándose contra las hermanas del mismo óvulo de hierro, las explosiones, la oscuridad en plena mañana.

TERROR, ACTS OF WAR, AMERICA ATTACKED

Las portadas de los diarios repitieron las mismas palabras el miércoles 12 de septiembre de 2001. La Jornada de México se pintó de gris con el polvo alrededor de dos edificios caídos en Manhattan, y solo preguntó: ¿Quién?

Sobre una pared había nombres que se agregaron recientemente. Los de periodistas asesinados. México, claro, tiene un lugar de deshonor. Eran varias páginas las que hay que pasar en la lista de periodistas asesinados. Somos el país con más crímenes contra periodistas del mundo, con niveles de homicidios sólo similares a Siria, una nación que ha estado en guerra civil durante la última década. Javier Valdez, Miroslava Breach, Rubén Espinosa son los más conocidos, pero hay más de 150 desde el 2000 y casi cada mes se agregaba uno nuevo. Sus nombres duelen, son como clavos directo al corazón. La pregunta incómoda surgió en mí: ¿qué debo hacer para evitar ser el siguiente?

“Ser periodista en México es tener un aguijón en la nuca”, recuerdo que me dijo alguna vez un amigo de Rubén Espinosa, el fotoperiodista de la revista Proceso que fue asesinado en la Narvarte junto con cuatro mujeres[d1] , (Nadia Vera, Mile Virginia, Yesenia Quiroz y Olivia Alejandra Negrete), fotógrafo que captó las imágenes más vivas de la corrupción de Javier Duarte, ex gobernador de Veracruz.

En el Newseum la violencia contra los periodistas en México parecía normalizada. Pero durante todo mi viaje, por medios de comunicación y oficinas públicas de Estados Unidos, apenas se sabía que ser periodista en México es una profesión de alto riesgo. “Plata o plomo”, dije un día en el Departamento de Estado, cuando nos invitaron a conversar sobre la situación del periodismo en nuestros países de América Latina, y me miraron extrañados.

Bolivia, Cuba, Venezuela… Sus realidades son similares. Colombia y Ecuador también. Y en Estados Unidos se ignora de los peligros que hay en el periodismo latinoamericano. La nación que se cree el centro del mundo ignora al resto del planeta. Los países sin libertad de expresión eran pintados en rojo en otra pared del Newseum: aparecían Corea del Norte, Rusia, China, prácticamente todo Medio Oriente y el sudeste asiático, la mitad de África, Venezuela y México. Los riesgos de ser periodista se enlistan en artículos de colección de reporteros y fotógrafos que han estado en guerras, golpes de Estado y revoluciones. Cámaras fotográficas empolvadas por la caída de las Torres Gemelas, una  pick-up blanca con decenas de agujeros de bala (acaso de ametralladoras) que estuvo en la Guerra de los Balcanes y cascos que protegían a los periodistas durante los conflictos que han cubierto a finales del XX y el inicio de este siglo adornaban un par de salas en el Newseum.

Las últimas salas eran dedicadas a los fotoreporteros que con sus cámaras congelan la historia en un momento preciso. Año por año, las imágenes que recorrieron el mundo: desde grandes tragedias como el desastre del Hidenburg hasta un suicidio en una ciudad de los Estados Unidos. Cada una representa un hecho que cambió una o muchas vidas.

La crisis del periodismo actual se refleja en el cierre del Newseum. La gente consume noticias por doquier, pero muchas de ellas son lo que el filósofo Zygmunt Bauman podría denominar “líquidas”. La información se procesa en titulares y muchas, muchísimas, noticias falsas que circulan las redes sociales. Muchas de las tendencias presentes en el periodismo, o lo que le llamamos “periodismo” que no es más que replicar las frases y los discursos de un político, empresario, activista, sin verificar ni contrastar lo que dicen, las hemos producido nosotros mismos, los periodistas. Menos que eso: los reporteros. Mucho menos: los comunicadores.

Antes, en los periódicos de hace cuarenta años, un periodista era capaz de escribir crónicas con extensiones kilométricas en una sola noche, con la prisa del cierre y con la urgencia de ser veraz y preciso al dar la información al público. Los pocos medios locales eran la única fuente de información confiable para la mayoría de los ciudadanos, aun en los poblados más lejanos, y se creó una simbiosis de respeto y confianza que hoy se ha perdido. Los medios creían en su gente, en su público, en su lector. Esa creencia, que rozaba la religión, desapareció como un proceso de ateísmo impreso y hoy los medios se burlan de quienes hace unos años eran sus feligreses. El periodismo se santificó y quiso ocupar el mismo lugar que la política, la religión y los empresarios; quisimos llamarnos “El Cuarto Poder” y perdimos el piso, olvidamos a las personas de a pie.

Con notas cortas y replicando la información oficial, el público se siente engañado y menospreciado: los medios tratan, tratamos, a la gente como si no tuviera capacidad de razonamiento. Al darle la espalda a la gente, la gente le dio la espalda a los medios y se creó un vacío aprovechado por políticos para mentir oficialmente (siempre han mentido, pero antes eran cuestionados por la prensa). Con las redes sociales, los que antes leían las largas crónicas de su medio local hoy solo se enteran mediante los titulares que se deslizan en las pantallas táctiles que sus dedos mueven.

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Es cierto que varios medios han logrado adaptarse, sobrevivir y, a veces, hasta destacar en el nuevo panorama tecnológico digital del público. Pero la mayoría se sostiene con recursos públicos y se obligan a dar su mano al gobierno en turno para pagar las nóminas. Los pequeños esfuerzos independientes, que parecen aislados pero se van uniendo a través de redes a pesar de la lejanía geográfica, nos permiten recuperar esos valores que parecían haber sido abandonados por los periodistas en ese confuso tiempo de adaptación a Internet.

Las puertas del museo cerraron en un ambiente de incertidumbre en el periodismo actual, en el cual el poder está por encima de la ética con la que durante años se han regido las redacciones.

Ahora, la gente le ha dado la espalda al Newseum, al periodismo y a los periodistas.


 [d1]Me parece sumamente importante agregar los nombres de esas mujeres. Vale, sí; pregunta: ¿nombre completo o solo nombre e inicial de apellido, para evitar revictimizar

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