Libros: Nuevas instrucciones para vivir en Mexico

En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. «Si Ibargüengoitia no hubiera muerto» es uno de los textos que conforman Nuevas instrucciones para vivir en México, la sexta antología de la editorial Gris Tormenta en su colección Disertaciones, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces. En este libro se recopilan las narraciones y reflexiones de veinte autores mexicanos y extranjeros —que viven o vivieron en México— sobre los rasgos de nuestra sociedad actual. La interrogante parte de la mirada satírica del escritor Jorge Ibargüengoitia, quien, a partir de una columna periodística que publicó entre 1969 y 1976 en el periódico Excélsior, criticó y perfiló al mexicano de entonces. ¿Qué dicen los autores contemporáneos sobre nuestro territorio e idiosincrasia? ¿Sigue habiendo espacio para el humor y la sátira en la literatura de un país impregnado de violencia?

Texto de 27/11/19

En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. «Si Ibargüengoitia no hubiera muerto» es uno de los textos que conforman Nuevas instrucciones para vivir en México, la sexta antología de la editorial Gris Tormenta en su colección Disertaciones, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces. En este libro se recopilan las narraciones y reflexiones de veinte autores mexicanos y extranjeros —que viven o vivieron en México— sobre los rasgos de nuestra sociedad actual. La interrogante parte de la mirada satírica del escritor Jorge Ibargüengoitia, quien, a partir de una columna periodística que publicó entre 1969 y 1976 en el periódico Excélsior, criticó y perfiló al mexicano de entonces. ¿Qué dicen los autores contemporáneos sobre nuestro territorio e idiosincrasia? ¿Sigue habiendo espacio para el humor y la sátira en la literatura de un país impregnado de violencia?

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Fragmento de Nuevas instrucciones para vivir en Mexico. Antología alrededor de Jorge Ibargüengoitia, varios autores, ©2019, cortesía otorgada bajo el permiso de la editorial Gris Tormenta.

Reza un popular danzón —y digo reza porque en estos asuntos más que nunca es cuestión de creencia—: «Juárez no debió de morir, ¡ay!, de morir / Porque si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría / ¡Otro gallo cantaría! / La Patria se salvaría / México sería feliz / ¡Ay, muy feliz!». Qué tan indeleble llevamos la sombra del Benemérito en nuestros sueños nacionales es algo que se renueva cada sexenio como una promesa siempre incumplida. Supongo también que el asunto se ha colado hasta en la floricultura local, pues cuando se visita el mercado de Jamaica es posible comprar unas rosas cultivadas, color rojo oscuro, casi negro, que llevan el sugerente nombre de «luto de Juárez». 

Pero más allá de asuntos musicales, políticos y florales, el estribillo del no morir, más que verdad de Perogrullo, puede situarnos en el terreno de las posibilidades, esa dimensión desconocida, hipotética, promisoria del hubiera que, me temo, los mexicanos ejercitamos con particular ensoñación. Un botón de muestra del pasado es la afamada frase de la historia patria que impidió que las armas nacionales se cubrieran de gloria frente a las francesas —pero dicha, eso sí, con particular solemnidad y elegancia militar—: «Si tuviéramos parque, usted no estaría aquí». Otro botón de unos años más recientes: si el candidato a la presidencia hubiera leído tres libros en su vida antes de convertirse en uno de nuestros mandatarios más desastrosos, ni usted ni yo estaríamos aquí como burros castigados, porque, al parecer, la cultura mata o engorda y siempre hace daño.

Bueno, ya instalados en el hubiera soberano, nada me cuesta imaginar dentro de los muchos saldos con que la vida nos ha quedado a deber como sociedad contemporánea que el autor de la recopilación póstuma Instrucciones para vivir en México, el escritor Jorge Ibargüengoitia, fallecido en 1983, no hubiera cumplido su cita con el destino. Residente entonces en París, ¿qué tal que hubiera perdido el avión que lo iba a llevar, con escala en el aeropuerto de Barajas, en España, hasta El Dorado, en Colombia, a un encuentro de escritores? «Caracho, Joy, debiste levantarme más temprano…», le dijo a su esposa, la pintora Joy Laville, a la que también se le pegaron las sábanas después de una tertulia trasnochada que pasaron con un par de escritores mexicanos —bien podrían ser dos de sus estudiosos— que aparecieron de la nada, como venidos del futuro cercano, y a quienes Joy y Jorge agasajaron con la habitual calidez que los caracterizaba. Jorge, que era muy bueno en la cocina, se esmeró en un platillo arriesgado de su invención. Y corrieron el vino y el whisky, aunque en esa época don Jorge ya casi no bebía. Pero uno de los visitantes, muy insistente, le rellenaba el vaso mientras parecía pensar: «Beba, Jorge, que si no voy a tener que reunir muy pronto sus artículos periodísticos y buscarles un título a su estilo. Y francamente yo lo prefiero a usted crudo mañana que cocido en un avionazo». Y el otro, que en realidad ya no tomaba, le pasaba también sus vasos al maestro. De modo que la culpa no fue esta vez de los tlaxcaltecas, sino del alcohol. Y así, la mañana del 27 de noviembre de ese año en que parecía tener un encuentro con la Parca, Ibargüengoitia no llegó a tiempo al avión…

Echemos un vistazo rápido sobre lo que pudo haber escrito nuestro autor si no hubiera muerto: el temblor del 85, el robo de Alí Babá en el Museo Nacional de Antropología, la caída en el infierno electoral del 88, el saqueo de la nación llamado Fobaproa, la muerte del candidato Colosio en Lomas Taurinas, los oficios «pozoleros» del narco, la Suavicrema de Luz en el país de los hambreados, la esposa de un presidente convertida en doña Blanca, cubierta de pilares de oro y plata, la voluntad de topo de uno de nuestros próceres de la familia narco-revolucionaria…

En el recuento de daños descubro uno que, en especial, pienso le hubiera interesado a don Jorge para hincarle el diente: los oficios adivinatorios de la Paca para dar, en 1996, con la supuesta osamenta del exdiputado Manuel Muñoz Rocha, crimen atribuido a Raúl Salinas de Gortari. Un momento axial de nuestra irrealidad nacional, pues reveló el tránsito de lo noticioso a lo novelesco, o más propiamente, telenovelesco, y que encontraría una década más tarde, en el caso de la francesa Florence Cassez —condenada originalmente por la justicia mexicana a sesenta años de prisión por su posible participación con una banda de secuestradores—, un franco paso a la trama y montaje de un guion para entretenimiento de la pantalla. La prestidigitación para mover hilos y versiones hasta convertirlos en una realidad a modo: la Verdad Histórica que nos recetaría después la maquinaria de la simulación en el caso de los cuarenta y tres de Ayotzinapa y otros.

No sin razón, don Jorge hubiera podido decir: «Caracho, no vuelvo a escribir novelas, si ahora se escriben solas…».

Pero volviendo a mi cuento del hubiera y sus posibilidades. Si el hubiera existiera como presente y dejara de ser un tiempo de lamentación subjuntiva, nos encontraríamos en otro universo paralelo de probabilidades acaso menos aciagas —o incluso en una realidad por completo diferente: ya se sabe, basta que se altere un hecho en la cadena de causas y efectos para que el aleteo de una mariposa ocasione un tsunami.

En 1954, un artista respetadísimo por nuestro autor, el cineasta Luis Buñuel, dio a conocer La ilusión viaja en tranvía, una cinta en la que el azar, el juego y la ironía se entrelazan en la vida de un par de trabajadores del entonces sistema tranviario de la Ciudad de México. Ante la amenaza de ser despedidos por cumplir «exageradamente» con su deber, deciden visitar una cantina para aliviar sus penas. El lugar del que, horas más tarde, salen borrachos para robarse un tranvía que los llevará a aventurarse en episodios hilarantes y absurdos, varios de ellos cargados de una singular belleza, se llama desfachatadamente Bueno… ¿Y qué?. Una pregunta muy al estilo de ese otro de los sentimientos de la nación, el sentido de lo «irremediable mexicano», si algún rasgo jocoso hay arraigado en la manera en que nos seguimos resignando o enfrentando al destino.

Bueno… ¿Y qué? ¿Qué nos cuesta soñar? Si Ibargüengoitia no hubiera muerto, tal vez las cosas no serían como tristemente han acontecido en nuestra tragicomedia nacional. Tal vez otro México nos cantara, menos herido, menos lastimado. No de rodillas, como ahora. Tal vez no tan feliz, pero un poco más entero, menos raspado.

Pero no hay que desesperar. No siempre se tropieza con la misma piedra. Y si fuera el caso, después de muertos, ¿quién nos quita lo soñado? EP

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