Las repúblicas de lo salvaje: Cuando creímos que lo importante era el dominio, la naturaleza estaba ahí

“Hace años que vivo en la Ciudad de México, hace años que no veía luciérnagas, hasta apenas unos meses atrás, el último verano en Tlaxcala.”

Texto de 17/03/20

“Hace años que vivo en la Ciudad de México, hace años que no veía luciérnagas, hasta apenas unos meses atrás, el último verano en Tlaxcala.”

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Hace años, cuando era niña, antes de la interconectividad y la mensajería instantánea, cuando no éramos esa especie que llevaba dispositivos al alcance de los bolsillos en cuya fabricación se usan más de 60 metales que se extraen de la tierra; cuando la tierra era ese espacio que veíamos con ensoñación: un lugar de dominio y de posible crecimiento urbano sin sentir mucha pena por el hecho de que para construir nuestras viviendas se derribaran árboles o se cubriera el suelo con pavimento. Cuando la velocidad era una promesa y hablar con alguien al otro lado del mundo mirándose las caras mediados por una pantalla parecía un sueño del futuro. Cuando las fantasías fatalistas eran reflejadas en películas o programas de televisión que relataban invasiones de insectos gigantes cuya voracidad desenfrenada amenazaba la continuidad de la especie humana o, al menos, depositaba los huevecillos de la duda a nuestra aferrada creencia de nuestro lugar como especie dominante en este planeta. Cuando mirábamos los campos y estábamos lejos de añorar.

Cuando eso no ocurría, sucedían otras cosas.

Por ejemplo en el verano, veíamos llegar una república de insectos a un terreno baldío enorme. En aquel entonces mis padres tenían una casa en una zona recién urbanizada en una ciudad del interior del país; en esa ciudad —donde crecí mirando atardeceres en el horizonte, cuando la adolescente que fui en código con otras amistades— dábamos importancia a los espectáculos del cielo aunque no supiéramos nombrar a los fenómenos atmosféricos; desconocíamos qué era un cirro o qué un cúmulo. Entonces el horizonte se relacionaba solo como pensamiento y cuerpos, ciertos cuerpos miraban los sucesos atmosféricos, otros simplemente pensaban otras cosas. Cuando eso sucedía el mundo ya estaba cambiando o, más bien, admitamos que siempre ha estado en cambio pero en ese entonces el reloj industrial marcaba unos ritmos lejanos a nuestas sospechas. Hace unas décadas creíamos que las cosas eran como eran porque era su forma “natural” de transcurrir y estábamos lejos de sospechar que ese reloj industrial alteraría de manera irrefrenable el curso de aquello que enmarcábamos justo bajo ese delgado rubro de lo “natural”.

Y vuelvo al avistamento de los insectos, mi calle de infancia marcaba una zona límite. Mi casa, la penúltima de una cuadra cuya calle desembocaba en un terreno baldío que creaba un efecto particular, dichas de la provincia, acababa lo urbano empezaba el campo. Aquello era una verdad a medias, no es que viviera en una zona límite (aunque al mismo tiempo sí). El asfalto se perdía en tierra y unos cuantos metros más adelante empezaba esa forma de límite que son los pastizales. No era un terreno sin construir, eran dos manzanas, quizá tres que fueron mantenidas como terrenos baldíos toda mi infancia. Según entiendo, ese tipo de medida es estratégica entre los dueños de terrenos de zonas en desarrollo residencial, una estrategia económica, pues pasados unos años se espera el aumento de la plusvalía y mientras tanto se rentan fracciones de terreno para el cultivo. Como fuera, la niña que yo era no pensaba en dinero y en construcción, simplemente pensaba que todo lo que había al final de mi calle era un cápsula de campo en el que crecían flores silvestres, a donde se iban las mascotas que andaban libremente. En ese entonces los perros tenían su propio sistema, rascaban la puerta cuando querían salir y se les dejaba salir —a diferencia de ahora quiero pensar— y rascaban la puerta cuando querían volver a entrar. Como cualquier miembro de la familia, el perro de la familia (el Ruso) tenía su propio barrio: una jauría amiga que, tal cual, pasaba por delante de la casa ladrándole para aventurarse juntos por el “baldío”, como llamaban los vecinos a la zona verde y salvaje, para volver a veces hasta la mañana siguiente, posiblemente con aromas elocuentes de una noche de juerga canina.

Ese territorio verde era libre para los perros y restringido para los niños; esa zona no edificada, ese horizonte libre contribuyó también a mi libre formación entomológica. En los veranos, luego de las tormentas podíamos ver luciérnagas, decenas de ellas alumbrando mágicamente esa zona prohibada. Más de una vez las cazamos para examinarlas, como dictaba la tradición del siglo XX. A veces con crueldad curiosa nos tallábamos las luciérnagas para investigar si esa luz podía contenerse en nuestras ropas, aunque fuera unos segundos.

Hoy ese baldío ya no existe. Se abre la calle de terranova y, aunque algunos terrenos siguen sin edificaciones, están bardeados o marcados por alambradas. Se acabó el campo en la zona y quedó la imagen de una ciudad urbanizada, cada vez más gentrificada, que señala otros cambios en los que no me voy a detener porque en realidad lo que me ocupa es la imagen de esos coleópteros (cajitas con alas) suspendidos en las noches del verano, cuya bioluminiscencia nos parecía magia pura, y me atrevo a decir que de alguna manera, todavía en lo personal me lo parece. Hace años que vivo en la Ciudad de México, hace años que no veía luciérnagas, hasta apenas unos meses atrás, el último verano en Tlaxcala. Tras dudarlo decidí, por curiosidad y nostalgia por mi experiencia de infancia, ir a Nanacamilpa a una reserva de luciérnagas, de camino por la carretera con una vista hermosa de los volcanes.

Nanacamilpa es una pequeña población que gira precisamente alrededor de la producción de pulque y del avistamiento de las luciérnagas. Cada verano llegan hordas de curiosxs a ser testigos del fenómeno bioluminicente de cientos de millones de luciérnagas. Fui, seguí el ritual, con desconfianza o llena de preguntas, pero no quiero decir en un golpe de teclado que aquello no vale la pena, que es un asunto comercial y de las consecuencias reales para el bosque, sino quiero preguntarme en qué momento sucedió que la naturaleza se volvió “espectacular”. Qué hace que la contemplación de los fenómenos que antes o que todavía en algunas partes, aunque cada vez menos, fueran vistos con cierta “naturalidad”, hechos que sucedían como parte de ciclos en los que éramos parte del engranaje o testigxs, en qué momento dejamos de ver a esxs otrxs como vecinos del verano, qué nos hace mirarlos en el presente como un show, en medio de un ritual extraño, un poco forzado e igualmente invasivo para el entorno. Esto me despierta incomodidad por todos los lados posibles. Por uno, pensé, lograr que cientos de personas entren en silencio al bosque de oyameles, pinos y encinos en plena noche sin usar linternas ni celulares, lo encuentro un suceso digno de subrayar, aunque de mi charla posterior con biólogos sé que la entrada de tantos automóviles a la zona ha causado estragos en el bosque; por otro lado, pese a todo esto, el hecho sigue siendo impresionante, ver millones de pequeñas lamparitas vivas iluminar la oscuridad en una danza de apareamiento, comprenderla como una coreografía de supervivencia, la vuelve una metáfora inquietante. Las luciérnagas brillan para aparearse, su vida, como muchos compañeros de especie, es breve. Pero la brevedad que nos aflige ahora se refiere a la cada vez más angostada posiblidad de vida de los insectos.

En la reciente reedición del libro Oriente de insectos mexicanos, Pablo Soler Frost añade un texto que funge como epílogo a esa investigación minuciosa y erudita publicada por vez primera en los años noventa: “Nunca pensé que escribiría una elegía por los insectos, innúmeros como estrellas. Hoy tristemente, veo esa amarga tarea convertirse en una realidad, la realidad”, dice Soler Frost resituando su texto en el presente, en un momento donde ocurren una serie de acontecimientos trágicos para las formas de vida en nuestro planeta, en la llamada sexta extinción masiva, los que padecemos esa forma de angustia contemporánea llamada solastalgia, entendemos que mirar el problema es tan comprometedor como pensarlo, pero algunxs —y me sumo a esta lista— no queremos permanecer mirando el cielo de manera distraída, sin distinguir un cúmulo de un nimbo o sin pensar en la nube digital como ese sistema de cables submarinos ligados a pesados y calientes servidores que guardan nuestros datos, que vamos regalando inocentemente en nuestras redes y seguir comprando la metáfora inmaterial de la nube, la tecnología y la forma de vida humana como algo que pasa sin huella. Para ahondar en esto recomiendo mirar la pieza de escritura/web de  J.R. Carpenter The gathering cloud . Mi intención no es, o no pretende ser, de entrada, llevar contra la pared a mis lectores, mi intención sería mirar el mundo no con nostalgia, aunque esos cientos de miles de luciérnagas que vi en Nanacamilpa me pudieran llevar hacia la añoranza de aquellos terrenos perdidos para los insectos y ganados para el concreto, mi intención sería más bien reconocer la importancia de las formas de vida de nuestras especies compañeras, como las nombra Donna Haraway, esas vecinas con quienes compartimos, todavía, territorio y con quienes es posible celebrar el paisaje en silencio. Quisiera hablar del arrobo de esas luces, del detalle de pensar en otros individuos, de pensar en las montañas en el horizonte, bajo los altocúmulos y los oyameles que nos escuchan escucharlos en silencio. Me interesa hablar de la forma en que Soler Frost se adentró al mundo de los insectos para desplegar un mapa de leyendas de culturas ancestrales, de hechos históricos que los sorprendidos españoles descubrieron en estas tierras, quisiera hablar de los mitos de otros tiempos, resignificándose ahora cuando vemos a un señor en Tenosique alimentando a cien venados cola blanca que viven en un ingenio abandonado ante la indiferencia de las instancias que se supone deben protegerles. Me interesa subrayar por qué pensar en este mundo de vecindades interespecie, de cuerpos contra cuerpos, cuerpos de agua, cuerpos inmensos (montañas) y porque, finalmente, como escribe la poeta Nancy García Gallegos en un pie a una foto de alguna red social: “salimos a leer para hablar del aire”. EP

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