Futbol y RuPaul: homosociabilidad y misoginia

No me gusta el futbol y, como casi nada en la vida, no fue por elección propia. Fui arrojado al mundo con un pene y, rápidamente y, sin hesitar, los dispositivos médicos, legales y familiares lanzaron mi cuerpo neonato al campo de batalla performático de las tecnologías del género masculino (pene = hombre = futbol), […]

Texto de 04/04/17

No me gusta el futbol y, como casi nada en la vida, no fue por elección propia. Fui arrojado al mundo con un pene y, rápidamente y, sin hesitar, los dispositivos médicos, legales y familiares lanzaron mi cuerpo neonato al campo de batalla performático de las tecnologías del género masculino (pene = hombre = futbol), […]

Tiempo de lectura: 8 minutos

No me gusta el futbol y, como casi nada en la vida, no fue por elección propia. Fui arrojado al mundo con un pene y, rápidamente y, sin hesitar, los dispositivos médicos, legales y familiares lanzaron mi cuerpo neonato al campo de batalla performático de las tecnologías del género masculino (pene = hombre = futbol), uno de los dos géneros disponibles en las fichas legales, en las tiendas de juguetes y en la industria rosiazul de todo lo que sucede en este mundo. Industria cultural, médica, legal, familiar, escolar, deportiva, militar e higiénica que sigue reproduciendo y perfeccionando máquinas para producir (únicamente) dos tipos de subjetividades y dos tipos de cuerpos: cuerpos masculinos y cuerpos femeninos, así como de patologizar o castigar a los cuerpos exiliados de ese binomio cuadrado perfecto: a los cuerpos desviados, enfermos, intersexuados, asexuados, feminizados, incompletos, gordos, flácidos, negros, amarillos, descolorados, indígenas, callejeros, etcétera.

Así pues, tras la consideración incuestionable de firmar mi cuerpo como varón, fui capturado rápidamente por uno de los dispositivos más violentamente aceptados que he conocido a lo largo de mi historia (masculina) de vida: el visionado y la práctica “deportiva” de futbol, ese espacio de construcción de género donde los héroes son hombres y las mujeres eran (¿son?) acompañantes, aficionadas “de segunda”, edecanes o porristas y, en el mejor de los casos, “machorras” que se atrevían a practicarlo o a pensarlo. Dispositivo a partir del cual, no sólo se fortalecía el abismo entre los dos géneros reconocidos socialmente sino que normalizaba, a mi parecer (y en mi pequeña región pequeñoburguesa), la opresión masculina sobre los cuerpos femeninos o feminizados; así como (totalmente a la par) se posibilitaba la construcción de identidad nacional, regional y hasta universitaria; razón por la cual, en parte, nunca logré sumarme a los gritos de guerra y, !oh, tristeza!, de sentirme orgullosamente parte de una universidad, una región o una nación.

El futbol fue para mí uno de los primeros espacios de sociabilidad masculina y de violencia machista socialmente aceptada (y por ende, homofóbica). Recuerdo, no con gusto, los domingos familiares, donde primos y tíos se sentaban a rehacer su masculinidad en la televisión mientras mis tías hacían de comer o entonaban con valentía los mismos gritos homófobos, misóginos y clasistas que rodeaban todo ese ambiente “festivo” y que culminaba en el juego “recreativo” donde, o jugabas “como hombre” o “jugabas como nena”. O, simplemente, como yo, eras “un marica” que le temía a los golpes o al balón. Recuerdo, pero con gusto, la polémica surgida hace unos años, y que sigue vigente, sobre la utilización del grito de “puto” en los estadios de futbol, que puso en evidencia las prácticas homofóbicas normalizadas entre “la afición mexicana”, y al que salieron varixs valentonadxs a defender como un gesto “que no tiene nada de homofóbico” y que hasta es “propio del mexicano” (eso sí que lo es, pero por machista) y cuyo cuestionamiento (dejen ustedes la censura) suponía “un ataque a su libertad de expresión”. Recuerdo, sin embargo, cómo amigos varones heterosexuales reflexionaron en torno a sus prácticas homofóbicas internalizadas que subyacían bajo lo que parecía ser algo etéreo y “desconstextualizado” (un grito) pero que tiene una materialidad sonora y corpórea que nos trazó violentamente a quienes mal-jugamos futbol o simplemente construimos otro tipo de subjetividad y corporalidad; ese insulto a partir del cuál forjamos “nuestra identidad” (los putos) y el que, como muchos han insistido, ha sido la última palabra escuchada antes de ser asesinados brutalmente quienes fueron señalados como homosexuales.

En lo que parecía ser la antípoda de este tipo de sociabilidad masculina machista que normaliza los roles de género patriarcales y la homofobia, me encontré, a lo largo de mi construcción identitaria elegebetera (de LGBTTTIQ+ y que estaba, ¿por suerte?, ya a mi alcance), con otro tipo de sociabilidad prominentemente, si no es que exclusivamente, masculina, trazada por los espacios de “visibilidad” y “sociabilidad” (más bien de consumo) del capitalismo rosa, esa maquinaria del mercado que se apropió de las luchas de los cuerpos disidentes y cuyo relato culminó en la inscripción comercial de lugares “gay friendly” (pero no trans friendly y no fems friendly) o “gay exclusive” (only men súper dotados). Un dispositivo comercial que, bajo el estandarte de la “diversidad”, logró asimilar la práctica de los varones homosexuales al régimen de la heteronormatividad: cuerpos masculinos de varones cis géneros cuya última lucha, para muchos, fue (y es) sumarse y ser asimilados por la antigua institución del matrimonio civil o ser “representados” mediante cuerpos blancos, esbeltos y monógamos (cuerpos “normales”) en los espacios del espectáculo mediático.

Y es que la “conquista” de estos espacios, al salvar a muchos hombres gay cis género del suicidio y ¿darnos? un espacio “inclusivo”, expulsó a otros cuerpos no sólo de los medios, sino del espacio social de respetabilidad. Y, al mismo tiempo, nos alienó en tipos de representación masculina que nunca vamos a alcanzar, razón por la que precisamente nunca vamos a dejar de consumir para, dios mediante, un día lograrlo. Y, para el cual existe todo un despliegue de gimnasios, espectáculos televisivos, antros y aplicaciones de ligue para no perder de vista esa gran meta de vida. Y sí perder de vista, en cambio, la opresión de la que somos causa bajo la idea lovewinsera de que “it gets better” (que todo mejora) para todos y no sólo, como sucede realmente, para los que tenemos los medios para it get betterearnos y seguir oprimiendo: es decir, los grandes hombres.

Detalle de un ánfora ateniense pintada con figuras negras en el siglo V a.C

Los grandes hombres, esta construcción viril de los dispositivos elegebeteros que enaltece las virtudes masculinas del hombre hiper-sexualizado e hiper-masculinizado que se come el mundo y que, si no es empresario exitoso, participa de su representación. Basta echar una ojeada al tipo de ilustración mediática que da aceptabilidad a los cuerpos homosexuales para darse cuenta qué cuerpos son asimilados como importantes en la luchas por los derechos civiles y el derecho a no ser asesinados: el hombre que “lo logra”, “que sobresale”, “que lucha”; o más bien, que logra heteronormarse, que sobresale sobre los cuerpos minoritarios y que lucha por mantener su hombría. Desde que surgieron las aplicaciones de ligue masculino, como Grindr, se ha podido visibilizar esta constitución misógina que excluye del campo semántico de nuestro deseo y construcción homosexual (o gay) a los cuerpos femeninos o feminizados: no femsno locasno transonly masc; la reproducción del clasismo: no prietosno pobres; y la normalización y reproducción de los roles binómicos femeninos o masculinos en la práctica sexual: pasivo activo. Y, aunque la sociabilidad en estas plataformas ayudan a alienarse todavía más en los dispositivos de la sexualidad, del género, la clase, la raza y la especie; este tipo de opresiones normalizadas no es propio de ellas mismas. La misoginia en las representaciones homosexuales tiene una larga historia pero hoy es muy evidente (gracias, en gran parte, al feminismo y a las teorías queer) tanto como para quienes participamos de este deseo coptado por el mercado de cuerpos, como para quienes están excluidas del campo de visibilidad: no sólo los gordos, los prietos y los pobres sino, principalmente (desde el inicio de la construcción gay elegebetera), las mujeres, los intersexuales y las transexuales.

Desde antes de la existencia de estos dispositivos electrónicos, fui a intentar (re)construirme una identidad y hacerme de “una comunidad” a varios espacios de sociabilidad gay donde las mujeres no sólo estaban expulsadas del deseo homonormado o de la mínima posibilidad de sociabilidad, sino que incluso eran mal vistas: “huele a vagina”, escuché decir varias veces cuando algunas pocas mujeres habían logrado acceder a “nuestros espacios”. O, más aún, entre varones: “amiga, tienes vagina”, como un insulto normalizado dentro de los espacios de jotería (ese lugar en el que es permisible la feminización entre varones) al que le pueden sumar cualquier expresión insultante que, mediante la feminización del adjetivo, despliega la misoginia bajo el velo del empoderamiento o la “reapropiación” del insulto: inventada, básica, perrafichera, puta o la putería.

No entiendo dónde está la reapropiación de esos insulto por parte de varones que no construyeron su identidad como mujeres, ni son ficheras ni trabajadoras sexuales y que, aunque se vistan de dragas para parodiar la feminidad (y, raramente, el género), no viven su día a día con las opresiones que les permitiría agenciar políticamente esos insultos en términos de lucha. Veo más bien la apropiación cultural de un insulto ajeno para saciar la urgencia masculina de desplegar nuestra misoginia, inherente a nuestra educación como varones machos y, por qué no, cabría preguntar, inherente a la construcción de nuestro deseo gay; construcción que se ha servido, no sólo del mercado rosa sino del imaginario casi griego de estos dos seres superiores (hombres) que, habiendo logrado expulsar de su deseo la imperfección (el deseo por las mujeres), han conquistado la perfección. Sí, nosotros, hombres gays cis géneros, misóginos quizás desde el momento en que nos enunciamos como gays dentro del espectro del arcoiris que nosotros sostenemos con nuestros penes intocables. ¿Por qué no?

Uno de los insultos más usados entre los varones homosexuales tiene referencia al rol sexual “femenino”: pasivo (súmese el ingrediente misógino de la jotería feminizadora: pasiva). Esa voz, que como el “puto” del futbol supone, de suyo, que ser puto es ser inferior (“aunque el grito no quiera ser homofóbico”) supone, en este caso, la inferioridad de las mujeres (“aunque…”, nada, es muy sencillo). ¿Por qué es tan difícil verlo? Porque los homosexuales sufrimos opresiones y fuimos víctimas de la homofobia no sólo por parte de hombres sino también de mujeres. Pero también porque somos incapaces de ver que la homofobia y la opresión de la que somos y fuimos víctimas tiene todo que ver con la misoginia de la que las mujeres (cis o trans) son víctimas, independientemente de su preferencia sexual, todo los días de su vida. Que la homofobia no es sino una extensión de la misoginia. Nos matan no por lo que hacemos en la cama sino principalmente por nuestro desvío político y social hacia las prácticas que nos emparentan a los imaginarios de feminidad que, desde tiempos inmemorables, han sido vistos como inferiores y cuya supresión y castigo es celebrada en nuestras sociedades patriarcales.

Antes de la invención médica del término “homosexual” (que, mediante la patologización de los cuerpos desviados logró normalizar el régimen de la heterosexualidad a finales del s. XIX); las prácticas homoeróticas o sexuales entre varones eran mal vistas más en función del rol practicado y del afeminamiento del cuerpo (el rol pasivo o el ser mujer) del varón que ejercía esas prácticas, que por el goce o encuentro entre cuerpos masculinos; si no es que, en algunos casos, antes y después de la invención médica del término, la práctica sexual entre varones era vista como la realización máxima de virilidad. Cosa que sucede incluso en los espacios de sociabilidad masculina futbolera cuya práctica erótica o sexual, mientras permanezca (medianamente) invisibilizada, exalta también en algún lugar su hombría y compañerismo futbolero exclusivamente varonil.

Pero el cuerpo de las mujeres no está totalmente expulsando de nuestra construcción gay; antes bien nos servimos de él para, si no desearlo, sí cosificarlo, ya sea mediante la licencia con la que nos sentimos autorizados para callar a las mujeres o tacharlas de “locas feminazis” y gaysplicarles que “no, mi ciela, tú no estás siendo oprimida”; licencia que nos autoriza también a tocar los senos de nuestras amigas (porque, como Diego Cruz, uno de “los porkys”, no hay elementos para comprobar que hubo “intensiones lasivas”; sí, tiene mucho que ver, aunque nos cueste); ya sea mediante la iconización de “divas pop” o para parodiar las prácticas asociadas al cuerpo femenino mediante ciertas ejecuciones del drag en los espacios varoniles gays y que, si alguna vez agenciaron una línea disidente, hoy, como toda línea de fuga que es capturada por el mercado, me parece más un perfeccionamiento del dispositivo rosa para ocultar, mediante una supuesta visibilidad de la diversidad, una misoginia silenciosa y socialmente celebrada en los shows antreros o mediáticos (véase RuPaul’s Drag Race), así como una apropiación y fetichización de los cuerpos y razas minoritarias para el regocijo del hombre cis género gay empoderado (el hombre “chacal” para el sexo y la mujer “negra” para el joteo, por mencionar sólo algunos) y que, como una hamburguesa autocomplaciente de fast-food multicolores, consumimos pero renunciamos a la posibilidad y urgencia de vomitarla. 

No me gusta el futbol y, como casi todo en la vida, no fue por elección propia; fui expulsado tempranamente de los imaginarios masculinos que me exiliaron, a su vez, de la posibilidad de construir una identidad nacional pues, en mi muy temprana infancia, bajo la furia del mundial de 1986, fue la única identidad nacional que conocimos muchos de nosotros. Y así como me quité con orgullo la camisa de México y de los Pumas, hoy me quito (por milésima vez) con orgullo, pero por elección propia y no sin tristeza y decepción, la bandera arcoiris, en medio de la furia ciega de los shows mediáticos de “la diversidad” y del despliegue de misoginia homoempoderado, homonormado y queernormante por parte de “una comunidad” en la que, si no somos capaces de cuestionar la opresión sobre los cuerpos minoritarios en el espectro de las disidencias de la que todos somos responsables, principalmente los varones blancos gays, exijo que me retiren la licencia que me constituye como “gay” o “queer” para agenciarme, si se puede, en el planeta de lo imperceptible. EP

Pintura homoerótica maya en las paredes de las grutas de Naj Tunich (El PeténGuatemala). Wikipedia
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