Exclusivo en línea: Me duelen Sonora y el feminicidio de la doctora Raquel Padilla Ramos

Sonora es de los estados que reporta peores cifras de violencia de género. El 7 de noviembre asesinaron a la historiadora, antropóloga y defensora de los indígenas, la Dra. Raquel Padilla Ramos. El presunto culpable está detenido. El 9 de noviembre el INAH le organizó un homenaje de cuerpo presente en el Museo Regional de Sonora con una ceremonia yaqui.

Texto de 12/11/19

Sonora es de los estados que reporta peores cifras de violencia de género. El 7 de noviembre asesinaron a la historiadora, antropóloga y defensora de los indígenas, la Dra. Raquel Padilla Ramos. El presunto culpable está detenido. El 9 de noviembre el INAH le organizó un homenaje de cuerpo presente en el Museo Regional de Sonora con una ceremonia yaqui.

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Hay algo en la repetición de noticias que les quita la relevancia. Leo varias veces apuñalada, asesinada por arma blanca, acribillada por su pareja, un yaqui; llevaba cinco años de relación, el hijo le avisó a la vecina que a su mamá la estaban matando. Raquel le decía “mi general” al hijo, de cariño, apodo maternal. Vivían en un pueblo en el desierto: El Sauz de Ures. Un niño sobre un toro mecánico, calles sin pavimentar, amplias, con charcos de lodo, parques sin gente, una avenida con un pabellón verde: son las fotos que aparecen en GoogleMaps. Las imágenes tampoco me dan respuesta a lo que busco. Me incrementan la impotencia. Un delito que rebasa las palabras. Es lo real lacaniano, me dijo Félix. Algo que rebasa la imaginación, que va más allá de los símbolos, de lo que tratamos de capturar en palabras como feminicidio. 

Tenía que verla. Estuve dos meses en Hermosillo y no la busqué. Pensé que habría una próxima oportunidad en diciembre. Ya la había contactado antes a Raquel, por teléfono, hace algunos años, en la carretera de regreso de Punta Chueca. Directa, concisa, con su acento norteño. Me explicó la pésima condición de los seris, de los que quedan menos de mil, de sus tradiciones que se están esfumando frente a la Isla del Tiburón, entre drogas y consumismo. Contestaba las preguntas, pero no decía más. Me sentí poco preparada ante esa mujer que había pasado tanto tiempo y estudios en los indígenas de la región. 

Esta vez quería contactarla para preguntarle sobre su tema predilecto: los yaquis. Escribo sobre mi tatarabuelo, general en Pótam en la época del éxodo sangriento. Porfirio Díaz presumía la inmigración de europeos, güeritos y civilizados: invitó a los italianos a Chihuahua, a los franceses a Veracruz, pero a los chinos los matamos y a los nativos los juntamos en una caminata por la selva mientras van cayendo muertos. Mi tatarabuelo, José González Salas, era porfirista. 

En la biografía de mi abuelo dice que González Salas logró la paz con los yaquis. Antes de ir a preguntarle a Raquel, probé la investigación de campo. Así le había hecho con los seris. Los datos de Raquel, su voz, le dieron sentido a lo recién vivido. Cuando la llamé, lo hice como periodista. Después hice una maestría en Historia contemporánea y aprendí la relevancia de los papeles. Mi plan era llegar a verla con una carpeta de lo que he recolectado. Fotografías y documentos que encontré en cajones de tías abuelas y en bibliotecas. Y unas hojas escaneadas que me dio una señora en Pótam, nieta del jefe de los yaquis en la época de mi tatarabuelo como general. Caligrafía chiquita, apretada. Combinación de mayúsculas con minúsculas y faltas de ortografía sobre el papel amarillento y unas cuantas manchas de agua o de café contaban que el gobierno, cuando vio el asunto perdido en la sierra, atacó a los yaquis que trabajaban en casas particulares. En 1904 se los llevaron al puerto de Guaymas y los encerraron o les pusieron a hacer trabajos forzados, dice la crónica, hasta que fueron embarcados rumbo a Manzanillo, Colima. De ahí se los llevaron a pie a Veracruz. La limpia de viejitos y enfermos facilitó la compra de esclavos para los plantíos de henequén, las mujeres para amasar temazcal, y el que no terminara la tarea era azotado frente a todos los trabajadores. Entre tanta violencia, en el resto de los documentos no encontré ningún argumento de paz entre las tropas porfiristas y los yaquis. Probablemente a mi abuelo le contaron un cuento de hadas sobre González Salas antes de su suicidio para resguardar la imagen del ancestro.

Raquel tenía la respuesta. Me llegó indirectamente. Ignacio Lagarda Lagarda, el cronista de Hermosillo, me mandó un WhatsApp con esto que lo copió del Facebook de la doctora: 

“La Paz de Pitahaya fue signada por el general porfirista José González Salas y los yaquis. La conferencia se dio a fines de 1908 y principios de 1909. Es muy probable que fueran los propios yaquis quienes eligieron el lugar; en aquella ocasión comandaba las fuerzas yaquis el jefe Luis Bule (o Buli). Hermanos y descendientes del Bule continuaron insurrectos”. 

Contáctala, me dijo Ignacio. Entonces la versión familiar era correcta. ¿Qué esperaba para enviarle mi investigación a Raquel? ¿Qué esperaba para agradecerle? El acontecimiento rebasó lo impensable. Ahora sólo queda agradecerle desde homenajes, con cantos y bailes típicos, capullos de mariposa atados en los tobillos, leer sus libros, reconocer sus luchas y logros como mujer que conoció a fondo su desierto. 

El feminicidio es el acto extremo de una misoginia que se nutre y crece desde lo pequeño, desde las palabras, desde el varón en la cabecera, desde el silencio. El machismo también lo sufren los hombres. La represión sentimental que luego explota. Mezcla de represión y poder. Y el poder no se sostiene solo. Necesita raíces que lo paren allá arriba. Ahí las tenemos, las raíces, bien penetradas en la tierra, firmes, vivas, culebras que provocan agresión física y psicológica. En Sonora y en el país entero. El asesinato de Raquel Padilla Ramos es una bofetada de la vida, de la muerte, de lo ancestral y de lo actual, de la misoginia que nos carcome desde siglos y que seguimos permitiendo. EP

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