Allá, allá lejos. Un recordatorio del breve futuro de los restaurantes

La pandemia de este 2020 que se acaba ha traído muchas lecciones y ajustes: los que se dieron en el terreno de la gastronomía y el disfrute no son menores. Aquí, nuestro amigo y colaborador Alonso Ruvalcaba narra una odisea local que va de tacos, vino, chilaquiles, sándwiches, mole madre, cerveza, tachas, amor y amistad.

Texto de 18/12/20

La pandemia de este 2020 que se acaba ha traído muchas lecciones y ajustes: los que se dieron en el terreno de la gastronomía y el disfrute no son menores. Aquí, nuestro amigo y colaborador Alonso Ruvalcaba narra una odisea local que va de tacos, vino, chilaquiles, sándwiches, mole madre, cerveza, tachas, amor y amistad.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Donde habite el olvido: en los vastos jardines sin aurora. Donde esto sólo sea memoria de pandemia sepultada entre ortigas. Donde ir a comer fuera sea igual que comer en restaurantes. Donde vivir sea lo mismo que estar vivo. Allá, allá lejos.

Ese lejos está aún muy lejos. Ese lejos es el lugar de la normalidad sin comillas, la normalidad sin adjetivos. En cambio, lo cerca está bien cerca. Está en el pasado inmediato y el presente amediato. La pandemia está aquí encima o abajo de nosotros, en el aire, matando gente a diario. (El gobierno dice y se desdice, opina o mantiene su opacidad, alza el estandarte de la virgen de los milagros o se resigna a su bobo juego de azar. Pero ni toda la erosión del lenguaje que practica nuestra naciente autocracia puede negar que el virus sigue matando gente a diario.) Los restaurantes han ido reabriendo tímidamente, temerosos, con la terrible sensación de que no va a llegar nadie. Y en muchos casos no llega nadie. Y hay que volver a cerrar, ahora para siempre.

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La verdad es que cada cosa que nace nace muerta y que todos luchamos por aplazar esa verdad. Literal y aritméticamente: todos los restaurantes van a cerrar para siempre. No importa cuándo, no importa cuántas veces cambien de administración o de gerente, de razón social, de chef; cuántas veces renueven a su RP o le den una retocada al comedor: todos los restaurantes van a cerrar para siempre. Ya lo sabíamos —el sol se extinguirá, la tierra es redonda y finita— pero la pandemia vino a ponérnoslo sobre la mesa como un gran platón de carne humana incomestible. Los restaurantes van a cerrar para siempre, más pronto que tarde, y es mejor aceptarlo y aprovechar cualquier billete que esté aún cambiando de cartera. 

Sabiamente, en el penúltimo o antepenúltimo pico de la pandemia muchos restaurantes hicieron justo eso. Nos recordaron la conmovedora posibilidad del ingenio humano, de su reinvención o su modificación. Capitalismo del mejorcito, del que ve el socavón y lo brinca, el capitalismo de estos restaurantes simplemente se negó a morir. Debe haber centenas que lo lograron. Restaurantes reinventados, reacomodados, reprovistos por ubers o rappis o la bici prestada de alguien más. 

Por ejemplo:

Pedimos de Contramar. El último día antes de que la pandemia se desatara ora sí en serio en serio (domingo, 22o día, 3er mes, año de la gran plaga) tratamos de ir a Contramar. Nos dieron un tremendo y responsable no. Contramar cerró para replantearse a sí mismo. Uno o dos meses después había reabierto como centro de ayuda —igual que en el terremoto de 2017— y también como restaurancito a domicilio. Pedimos pescado bicolor a la talla, creo que tostadas de atún, pastel de merengue con fresas. La verdad es que Contramar puede ser tan emotivo en la casa como en Contramar. (No hemos vuelto a Contramar. ¿Será que lo hagamos? Vengo de donde mi nombre dejó el cuerpo que designa en brazos de los siglos.) Pedimos de Amaya y Merotoro. No se nos va a olvidar su short rib: profundo como los despojos de un alma hecha jirones. De Jacinta pedimos cochinita pibil con un pico de gallo pura chispa de noche abriéndose en el Toms (¿ya volvió a abrir el Toms?, díganme que sí), y luego chilaquiles con pollo y chilaquiles con cecina y chocolate y pan de muerto (no pesa el aire: aquí siempre es octubre); de Sud777 pedimos una sopa de frijol que nos robó nuestra perra —se comió hasta el plato, que por suerte era compostable— y un prime rib con una salsa bordelesa que es acaso la mejor salsa que hemos probado en este maldito encierro interminable. Una vez, en la insensata juventud de nuestro junio, pedimos Pujol a domicilio. Vinieron capitana Eréndira y chef Álex y alguien más que no recuerdo. Nos sirvieron tostadas, tacos, mole madre. Se veían hermosos: ímpetus celestes en la cocina de la casa. (Nosotros en cambio nos veíamos definitivamente muertos o vivos. Perdoooón!)

Ésas fueron las seis veces que por ventura del trabajo nos logramos lucir. Pero lo normal ha sido aprender a pedir acá en cortito. Sándwiches de Enomoto –el de vegetales aguanta un piano; también solemos pedir la limonada de limón fermentado que no sé si aguanta un piano pero sí varios días en el refri–; sándwiches de pollo frito de Corazón de Pollo para comerlos en infinitas discusiones con Luis, que es la única otra persona que ha entrado a nuestra casa. (Discusiones de pandemia: la “prosa” de tres o cuatro horribles escritoras chilangas; la respuesta tuitera a nuestra serie, que se llama Pan y Circo y salió en agosto; el graffiti y la edición, que son la misma cosa; el ensayo ufológico; los libros robados de mi librero; la certeza de que Antonio Alatorre y David Bordwell son los mejores sherpas para guiar la mente de uno mismo.) Pollo feliz de Pollo Feliz: al carbón, como con medio kilo de tortillas y un cuarto de cebolla. Pizza de Domino’s, de Félix y de Los Canallas. De Biwon pedíamos algún guisado: kimchichige o yukejang y una botellita de soju. Como siempre en restaurantes coreanos, la orden llegaba con amabilidades y banchanes, esos platitos preciosos para acompañar la comida: kimchi, pepino picante y fermentado, espinacas curadas en chinga, otras cosas que he olvidado… Uy, kimchi! kimchi es una de las grandes ¿guarniciones? de nuestra historia y en el confinamiento nació @_mamapark, una pequeña empresa hacedora de kimchi que ahora tiene ya su cocina en la Doctores. Un montón de pequeñas empresas nacieron para alimentar empresarixs en este desgarriate compartido: Tremenda Macha, S1ATodo (ambas de salsa macha) y Fermentos, que es de vinos y chelas; en nombre de nuestra santa virgen de Guadalupe, pídanles la chela que quiso ser vino: se llama Farsante y nos salvó un sábado de sana distancia. (Jair, chef y socio de Fermentos, nos dijo al final de abril: “Yo no sé si tengo o tenía restaurantes. Por ahora, soy vendedor de vinos.”)

Comimos un montón de tacos: tacos de bisted de Los Parados, de chuleta de Parrilla Leonesa, de trompo de Orinoco. Tacos del Hueco, que están tan cerca que llegan como recién bajados del comal. Tacos árabes del impar Hayito. Tacos árabes poblanos del impar Baltazar.

[Momento. ¿Ustedes también identificaron la muy particular pesadumbre pandémica de que súbitamente muriera un lugar querido? A mí me ha pasado varias veces. Ver el letrero de “se renta” en la Vaquita me dolió, claro. Pero hay otra cosa, un como susto muy particular. Déjenme ver si me explico. Por ejemplo, ver cerrado Baltazar, que estaba en Bolívar y San Jerónimo. Llegamos Mariana y yo un domingo por tacos para comérnoslos en las jardineras de Regina y simplemente ya no estaba. Nos sentamos en la esquina y lo despedimos. A mí se me salió una lagrimilla, lo acepto. Es que todo se estaba derrumbando dentro de mí y por todos lados. Mariana nomás me hacía patpat en el omóplato como diciéndome así es la pandemia bo. 

Otro ejemplo: encontrar cerrado Jugos María Cristina un viernes que iba yo por nuestros dos litros de jugo de naranja y un agua de limón. Iba yo solo, así que después del shock de esa enorme pérdida nomás me fui al jardincito afuera del Claustro de Sor Juana a decir: pinche pandemia we ya deja de llevarte a la banda.

Pero momento: este muy particular susto tiene tres vueltas de tuerca. La primera vuelta de tuerca es que el lunes siguiente pasé frente a Jugos María Cristina y el lugar estaba abierto y la señorita chambeando, haciendo sus jugos como si nada. Yo todo airado me metí y casi le grité QUÉ PEDO??!! me asusté horrible!!! por qué no abrieron el viernes?? Y la señito me contestó: Ah, es que era primero de mayo. Y sí era. Va. Nomás no se pasen. Puentes y días festivos como que no cuentan en pandemia. La segunda es que Baltazar posteó una foto en instagram poco después de que nosotros los dimos por muertos. Decía: “Los esperamos en nuestro nuevo local en Motolinía 33.” Neta casi los reporto por spam y por culeros. Avisen antes, PTM. No se juega así con el corazón de uno. No con tacos. Menos con mis tacos árabes.

La tercera vuelta de tuerca es que Jugos María Cristina ya cerró en serio y ahora hay una manta pegada a su cortina que dice SE RENTA LOCAL.

En verdad todo lo que nace nace muerto.]

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También pedimos un montón de drogas. Alcohol, claro. A Café Ocampo le pedíamos unas botellas lindas de negroni o de dry martini y unas como de boing tapadas con corcholata pero rellenas de aperol spritz. A Ventura Vinos y a Vinos Chidos —dos négociants nacidos en el primer pico de covid— les pedimos vinos chidos. Nuestros favos: Los 3 Cochinitos, rosa rosa, juguetón, en una botella caderona y contenta que ahora usamos para el aceite; Mi Mamá Me Mima, un albariño lindísimo, como de otro mundo previo a éste; y Rocaventosa, un pinot grigio ultrafresco, como de otro mundo: uno previo a ese previo mundo. 

Y pedimos otras drogas. Cialis directo de Farmacia San Pablo, por ejemplo. Al X (no me pregunten su Whatsapp) le pedíamos mediagrapas de coca. Al Ruby (menos: les digo que cada quien sus dílers) grapas enteras de coca sabor frambuesa. A Jimi Shots (olvídenlo, ese dude sí me rompe el santo hocico si les paso su contacto) gomitas de mariguana que nos reacomodaban el cerebro algunas horas. A la Fabs le pedíamos de todo porque de todo tuvo la morra en la pandemia: tachas Armani o Supermán o Bart Simpson, onzas y onzas de mota, Pelón Ponerriko (que es mota sabor tamarindo-pelón para andar chupándole la pelona toda la noche), emes para un cumpleaños que “festejamos” por Zoom, ácidos con la cara de Jim Morrison como si ésta fuera la pandemia de 1971 o con la cara de Rick de Rick & Morty porque ibas a cambiar de dimensión en cualquier momento. El sapiens muta, busca; el mundo es ancho y ajeno para el sapiens; como está hecho de tiempo, su gran rasgo característico es el cambio y la imaginación. (Un león, en cambio, no puede mutar; el mundo es pequeño y propio para un león.) Digo esto porque antes de vender drogas a domicilio la Fabs trabajaba en nuestro restaurante: Señorita. Y antes de tener que cerrarlo para siempre, en junio, Señorita también mutó: con dinero de los cuates, se volvió una cocina que repartía comidas en dos albergues de ex trabajadoras sexuales. Vivir es ir perdiendo, sí, pero también es ir cambiando, repensando, reescribiendo. La pandemia ha sido un recordatorio de la terrible realidad de ser personas pero también del brillo de la inteligencia humana, de la imaginación de la empresa humana y del olvidado asombro de estar vivos. Lo último que le pedimos a la Fabs fueron unos rivotril clonazepam de a cuarenta y cinco peso la pildorilla que te sacaba de la mátrix por cuarenta y cinco muy buenos minutos. (Afuera de la mátrix: donde habita el olvido. En los vastos jardines sin aurora. En donde está una piedra solitaria sin inscripción alguna: donde estará mi tumba.) Hubiéramos pedido más cosas pero entonces, como a todos, se nos acabó el dinero. EP

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