
En Como un canto de esperanza, Jean d’Ormesson traza una meditación luminosa sobre el sentido de la existencia, la fe, el mal y la belleza del mundo.
En Como un canto de esperanza, Jean d’Ormesson traza una meditación luminosa sobre el sentido de la existencia, la fe, el mal y la belleza del mundo.
Texto de Francisco Prieto 05/06/25
En Como un canto de esperanza, Jean d’Ormesson traza una meditación luminosa sobre el sentido de la existencia, la fe, el mal y la belleza del mundo.
Jean d’Ormesson, Comme un chant d’espérance. Éditions de Noyelles, Paris, 2014.
Hace más de una decena de años, Jean d’Ormesson publicó un libro para quienes resienten la posibilidad de un mundo sin sentido. Lo tituló Como un canto de esperanza. Se trata de una obra seria, no de esos “tratados” sobre el bienestar que sirven para serenar las buenas conciencias durante un tiempo breve. El caso es que las personas responsables se sentirán sorprendidas ante el título: ¿un canto de esperanza? —cuando todo, en este momento de la historia, remite a la barbarie—. ¿No será más bien un gesto ingenuo o incluso desesperado? Basta estar atentos a la pérdida de las buenas formas, del buen uso del lenguaje, de un control mínimo de las emociones en tantos líderes contemporáneos, tanto políticos como económicos.
Y es que la sensación de vacío no es nueva. A finales del siglo XIX, el sociólogo Durkheim retrató una humanidad sumida en la anomia —la pérdida de las señales básicas de identidad—, donde los suicidios iban en aumento. Este fenómeno se ha vuelto más alarmante en nuestro tiempo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el psicólogo crítico y psiquiatra Viktor Frankl escribió que un porcentaje mayoritario de los que acudían a su consultorio lo hacían porque no encontraban sentido a su existencia. A diferencia de lo que sucedía en todas la culturas y en todos los tiempos, en este siglo XXI la depresión es una enfermedad generalizada que afecta a niños y adolescentes conduciéndolos, en un número estadísticamente considerable, al suicidio. Entonces, encontrar razones para vivir, es decir, reencontrar la esperanza, sería el camino de salvación. ¿Pero es posible?
Sucede que Jean d’Ormesson es católico. Quiere comunicar esperanza a los demás, pero también a sí mismo, pues no ha sido ajeno al peso de la historia ni a las múltiples razones que han llevado a tantos hombres a dejar de creer en Dios, en que la vida tenga sentido o, incluso, en las ideologías. Así, d’Ormesson se puso a estudiar las obras de los científicos más acreditados de su aquí y ahora. Concluye que, si todo lo que llamamos vida cobra realidad a partir del Big Bang, ¿qué hubo antes del Big Bang? Y escribe: “Antes del mundo y su tren, no había espacio y no había tiempo. Había, desde luego, algo: la eternidad. La eternidad se confunde con el todo y con nada, la nada”.
D’Ormesson presiente que, como aquel personaje de Dostoievski, si Dios no existe, todo está permitido. Si no hay esencias ni naturaleza humana, la vida sería una lucha por la vida: entropía pura y, como consecuencia, la imposición de la ley del más fuerte; una minoría de opresores y una mayoría de subyugados. Sería un retorno a la barbarie y, como resultante, quien no sea útil debe desaparecer pues representa una carga para la sociedad; luego, los inútiles padecerán la exclusión, a saber, el descarte o incluso la muerte.
Hace catorce mil millones de años, poco más o poco menos, se produjo una explosión. Fue nuestro buen y viejo big bang, donde comienza todo lo que somos ahora… El espacio sale de la nada… Entra por una portezuela y, a pasos medidos, va produciendo una fase de expansión que continúa hoy. Inseparable del espacio, el tiempo comienza a transcurrir. Nacen las estrellas, las galaxias, el Sol y la Luna, la Tierra, la guerra del fuego, las pirámides de Egipto, la caída de Troya, la Acrópolis de Atenas, la Gran Muralla China, Las confesiones de san Agustín, El sueño de santa Úrsula por Carpaccio y El sueño de Constantino por Piero della Francesca, la Cantata del café de Bach y La vida parisiense de Offenbach. Yo escribo estas palabras que tú estás leyendo. El mundo sigue en marcha…
Un principio lleva a vislumbrar, anticipar, suponer un final. El libro de d’Ormesson tiene un subtítulo: “La única cuestión es Dios, que exista o que no exista”. Dios remite a la nada primigenia —animada, primer motor—, pero, también, al Misterio.
Desde hace tres mil años, y sobre todo después de un poco más de un siglo, desde el tiempo nuestro o el de nuestros padres, la ciencia ha descubierto que la tierra era redonda, que deba vuelta alrededor del sol, que en la Tierra como en el cielo todos los objetos se atraían entre ellos, que las galaxias se dispersaban en el espacio, que el universo se expandía y que antes de llegar a un final ineludible mucho antes había conocido un principio. Un misterio profundo se revela de este fin y aún más de aquel principio. ¿Cómo se pasó de la nada a lo que llamamos nuestro todo, de la eternidad hasta nuestro tiempo, de la nada a este mundo siempre en vías de desarrollarse hasta llegar a su final?.
A los lectores de d’Ormesson no nos extrañan las preocupaciones de un hombre creyente y, en su cualidad de cristiano, arraigado y ligado a los demás hombres, sus contemporáneos. Todos nos sabemos seres en busca de sentido, conscientes de que el sinsentido desvincula y hace indignas a la mayoría de las personas —después de todo, quien no tiene razones para morir, tampoco las tiene para vivir—. Jean d’Ormesson —miembro de la Academia Francesa, pertenecía a una familia católica e ilustrada de la alta burguesía francesa y, como Mauriac, Bernanos y sus contemporáneos Jean Raspail y Michel de Saint Pierre, entre otros— ahondó en la presencia del mal, tocado por una fe nutricia que, sin embargo, no lo salvaba de la duda, de esporádicos sobrecogimientos de angustia, de sentir como un deber el mantenerse abierto, receptivo a sus contemporáneos más distantes.
Creo que, en más de un sentido, d’Ormesson se encontraba espiritualmente cercano a Albert Camus, pese a que este moriría ateo o, en el mejor de los casos, agnóstico. Ambos han aportado algo esencial para sensibilizar la cultura contemporánea: la necesidad de desconfiar de los dogmas y mantener una sana distancia crítica respecto de las creencias. Y sin embargo, en d’Ormesson, esa distancia no anulaba la fe: un hombre tocado por la gracia de Dios, referido a un ser superior —Alfa y Omega de la creación, encarnado en Jesús de Nazaret—, se sabe protegido por la alegría de vivir en diálogo con un Tú trascendental. Un hombre así animado no teme enfrentar una sensibilidad absurda, connatural al ser humano.
Pienso —de acuerdo, creo, con d’Ormesson— que hoy, cuando el sentimiento religioso y las cosmovisiones ideológicas han dejado de ser vinculantes, es necesario encontrar la esperanza en la cultura y en una apertura radical al otro, que nos lleve a vislumbrar valores comunes y trascendentales. Al fin y al cabo, desde la cultura —entendida como un concepto análogo—, todos los hombres participamos de una naturaleza humana común. EP