Del plato a la boca: la actual lucha anticorrupción

La lucha contra la corrupción ha sido uno de los principales postulados del gobierno de Andrés Manuel López Obrador y en ella ha fundamentado varias decisiones políticas. A partir de entrevistas con especialistas como Edna Jaime, Jacqueline Peschard, Luis Carlos Ugalde y Emilio del Carmen, el autor de este reportaje nos muestra cómo, en contraste, sus tácticas para pelear esta batalla muchas veces no apuntan en el mismo sentido que sus estrategias.

Texto de 06/06/19

La lucha contra la corrupción ha sido uno de los principales postulados del gobierno de Andrés Manuel López Obrador y en ella ha fundamentado varias decisiones políticas. A partir de entrevistas con especialistas como Edna Jaime, Jacqueline Peschard, Luis Carlos Ugalde y Emilio del Carmen, el autor de este reportaje nos muestra cómo, en contraste, sus tácticas para pelear esta batalla muchas veces no apuntan en el mismo sentido que sus estrategias.

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Durante sus primeros seis meses en el cargo, la corrupción ha sido un tema constante en el discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador, al que se ha referido en al menos mil 600 ocasiones durante sus conferencias de prensa matutinas y en sus giras de trabajo por el país. La corrupción es, según el discurso presidencial, fuente de la pobreza del país, de la inseguridad y de la violencia, y así como en su origen yace una visión “tecnócrata”, la clave de su erradicación está en un cambio a nivel personal, un cambio interno, el tránsito de la tecnocracia y el “saqueo” hacia una nueva moral en el servicio público, basada en la “honestidad” y en la “austeridad”. Esta concepción de la ruta que seguirá el gobierno mexicano en el combate a la corrupción fue resumida en pocas palabras por Irma Eréndira Sandoval, secretaria de la Función Pública, quien en abril pasado aseguró que en la presente administración “nuestra aspiración más grande es la generación de una nueva ética pública, que auspicie la honestidad, la efi cacia, la profesionalización, la transparencia y la austeridad republicana”. Pero, ¿con eso es sufi ciente para abatir la corrupción en México? ¿A qué niveles ha llegado la situación en el país?

En 2006 México se ubicaba en el lugar 70 del Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), de Transparencia Internacional, una ONG internacional que impulsa medidas contra la corrupción. Cuando finalizó el sexenio de Felipe Calderón el país había descendido al lugar 105. Durante la administración de Enrique Peña Nieto continuó la caída hasta llegar al sitio 138, de una lista de 180 países. Según el más reciente IPC, publicado en enero de 2018, la población mexicana reportaba una percepción de la corrupción tan elevada como la de Irán, Líbano, Guinea y Rusia. Según este índice, la percepción del problema entre la población de México es mayor que en países como Brasil o Perú, que recientemente han enfrentado crisis que han llevado a expresidentes a enfrentar procesos penales; como Egipto, que hace poco sufrió confl ictos sociales y el derrumbe de sus instituciones; o como Honduras, El Salvador y Sierra Leona, que viven fuertes problemas de pobreza, gobernabilidad y violencia.

En su análisis regional de la corrupción en América, Transparencia Internacional destaca que México ha reportado caídas en el IPC durante seis años consecutivos y que los escándalos vinculados con líderes políticos y con “muchos gobernadores” proliferaron, en mancuerna con los atentados contra derechos políticos básicos de la población, como la libertad de expresión y la libertad de prensa. ¿Basta, entonces, con sólo un un relevo de funcionarios deshonestos por otros honrados y austeros para cambiar la realidad en México?

Crónica marciana

“Si a México llegara un extraterrestre —ejemplifica Edna Jaime, directora general de México Evalúa, centro de estudios dedicado al análisis del ejercicio de gobierno—, viera lo que se ha hecho para crear instituciones contra la corrupción y escuchara el discurso del presidente López Obrador, pensaría que estamos en el momento más afortunado de la historia para derrotar este fenómeno, porque ya tenemos las instancias para enfrentarla (la Auditoría Superior de la Federación, la Secretaría de la Función Pública, el Instituto de Nacional de Transparencia y la Fiscalía Anticorrupción) y también existe la voluntad expresa del presidente para inaugurar una nueva era en el país. Sin embargo, lamenta la especialista, las perspectivas en realidad no son halagüeñas, por la manera en que el presidente entiende la corrupción”, y por su consiguiente respuesta ante el fenómeno. “El presidente entiende la corrupción como un problema de personas deshonestas, de un modelo económico en el que la corrupción fue traída por los neoliberales, los políticos deshonestos, una mafia del poder, una alianza explotadora entre los poderes público y económico, y que quitán dolos a ellos cambia todo”, advierte. Pero el problema con esta visión, detalla, es que “López Obrador no ha puesto atención en cómo fortalecer las instituciones que se encargan de atender el tema”.

Un ejemplo claro es la política penal anunciada en materia de corrupción e impunidad. En agosto de 2018, con la elección presidencial ya ganada pero aún sin asumir el cargo, López Obrador informó que preparaba una iniciativa de reforma legal, con el propósito de “que no se permita en el gobierno la corrupción, y que se elimine por completo la impunidad”. Esta reforma, concretada gracias a la mayoría legislativa de su partido político, implicó elevar a la categoría de “grave” los delitos de corrupción. No obstante, advierte Edna Jaime, “el presidente habla de que va a acabar con la corrupción y la impunidad elevando el castigo, sin que haya presentado una agenda para fortalecer la investigación criminal: ¿cómo le va a hacer la Fiscalía Anticorrupción si no tiene recursos, ni un buen modelo de investigación, ni buenos equipos, ni sufi ciente personal, ni buenos peritos? ¿De qué sirve que haya mayor castigo, si en el tema de justicia vamos atrasadísimos? El aparato de justicia mexicano no cuenta con capacidades para procesar casos complejos y muchos casos de corrupción son muy sofi sticados, como pudimos ver con los esquemas de triangulación expuestos por la Auditoría Superior de la Federación, conocidos como La Estafa Maestra”.

En ese caso, destaca la especialista, la auditoría no sólo halló indicios de desvío de recursos, también presentó pruebas concretas de dicho desvío, “sin embargo no estamos viendo que los responsables enfrenten la justicia”. Al contrario, las investigaciones ofi ciales y periodísticas relacionadas con ese caso fueron calificadas por el presidente como un “circo” y a los funcionarios implicados los definió como “chivos expiatorios”. De hecho, subraya la directora de México Evalúa, el actual gobierno ha dejado pasar la gran oportunidad de fortalecer el sistema de justicia, al poner al frente de la nueva Fiscalía General de la República no a una persona autónoma respecto de su proyecto y su círculo político, sino a un viejo colaborador y amigo personal, a quien coloquialmente se ha denominado “el fiscal carnal”, Alejandro Gertz Manero. Así, concluye Edna Jaime, en realidad no importa si se elevan las amenazas de castigo a la corrupción, “ya que si a la falta de voluntad política real se suma la debilidad y la falta de capacidades de las procuradurías y fiscalías de justicia, tanto federales como estatales, la pregunta que surge es: ¿cuándo lograrán aplicar esos castigos ejemplares? ¿Cuándo van a poder conducirse adecuadamente los casos complejos de abuso de poder, de abuso de la función pública, de cohecho, de peculado, de malversación, de tráfico de infl uencias, de nepotismo? Quizás no sea pronto”.

Crónica mexicana

La sustitución de una cúpula política por otra distinta, supuestamente con una moral basada en la honestidad, o la adopción de un discurso que condena la corrupción, no garantizan por sí mismas que se erradique el uso arbitrario del poder político, ni la malversación de fondos públicos. Un ejemplo puede hallarse en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, pilar de la política pública para los próximos seis años, en donde el mandatario mexicano asegura irónicamente que la cúpula política neoliberal destronada por él, cambió el nombre de la corrupción y la rebautizó como “adjudicación directa”, y que por ello su gobierno, el de la “Cuarta Transformación”, prohibirá las adjudicaciones directas, las mismas que aumentaron en los sexenios de Calderón y Peña. Si aquel hipotético extraterrestre leyera ese plan sexenal y constatara que López Obrador se comprometió a prohibir este sistema de compras públicas, no podría luego explicarse por qué su gobierno ha realizado por adjudicación directa el 77% de sus adquisiciones.

Efectivamente, señala la doctora Jacqueline Peschard —académica de la UNAM, exconsejera del Instituto Nacional de Acceso a la Información y primera presidenta del Consejo de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción—, la misma ley obliga a usar sólo como recurso excepcional las adjudicaciones directas, pues se trata de un instrumento del que se abusó en todas las administraciones anteriores, convirtiéndolo en una fuente de corrupción. Por esa misma razón, detalla, el que ese recurso sea ahora explotado por la nueva administración federal representa no sólo una incongruencia frente al propio discurso de López Obrador, primero como candidato y luego como presidente, sino que en sí mismo significa ya una expresión de corrupción ejercida por las actuales autoridades. “El asunto de la corrupción a nivel de política pública tiene mucho que ver con la arbitrariedad en la toma de decisiones y esa arbitrariedad implica, propiamente, un desapego al marco legal e institucional: si quienes actualmente toman las decisiones públicas no se ciñen, por ejemplo, al marco legal relativo a adquisiciones, si no abren licitaciones públicas, si no lanzan a concurso público sus adquisiciones, entonces se actúa al margen de lo que establece la ley, y eso es corrupción, porque es abuso de poder”. Contra estas prácticas, advierte, las medidas anunciadas son insuficientes.

Desde agosto de 2018, por ejemplo, cuando López Obrador anunció su paquete de reformas anticorrupción, una de las principales promesas fue que se impulsaría la “austeridad republicana”, reduciendo los salarios de la alta burocracia como una medida que no sólo abonaría a la mejor administración de los recursos disponibles, sino también al control de la corrupción. No obstante, advierte Jacqueline, reducir salarios no incide directamente en el índice de corrupción. “Pensar que una persona va a quedar al margen de actos de corrupción sólo porque ya no va a ganar $100 mil pesos sino $80 mil es demasiado simplista. Esa lógica es errónea, ya que el salario que percibe un funcionario público no determina si toma o no decisiones arbitrarias”, explica la académica. Asumir que la austeridad en el gasto público va a traer como resultado la reducción de la arbitrariedad en la toma de decisiones no es una estrategia real de acción. “El presidente —lamenta la especialista— habla de que con él se inaugura la época de la ‘cero corrupción’ en México, afirma que los tecnócratas ya se fueron del gobierno, y habla de austeridad como solución automática al problema de la corrupción y la arbitrariedad en la toma de decisiones, pero nunca de cómo establecer un verdadero servicio público de carrera, que fomente el apego a las normas y la profesionalización de los servidores públicos, y eso es lo que se necesita realmente. Ante un problema sistémico hace falta un enfoque sistémico. Esta omisión no sólo me parece resultado de una visión simplista, también me parece una irresponsabilidad, porque es cierto que la corrupción se da en todo el mundo, pero la impunidad es propia de países como el nuestro, donde el Estado de derecho es deficitario”, lo que se expresa en falta de castigo penal, de vigilancia y estricto apego a las normas administrativas.

“La corrupción —detalla Jacqueline— no es sólo robarse recursos públicos, sino todo acto en el que se abusa de las circunstancias que permiten incidir en el actuar público para favorecer intereses privados, propios o ajenos, y ése no es un tema sólo de personas, sino de instituciones.” Desde los años 80 del siglo pasado, México ha venido construyendo instituciones que buscan acotar el ejercicio del poder público y permitan identificar actos de corrupción: la Secretaría de la Función Pública, la Auditoría Superior de la Federación, el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el Instituto Nacional de Acceso a la Información. No obstante, puntualiza la especialista, “hay quien afirma que en México somos muy inteligentes para construir instituciones, y también para encontrar la forma de darle la vuelta al funcionamiento de las mismas”. Así, detalla, “aunque hemos avanzado en la construcción de instituciones autónomas imprescindibles para controlar la corrupción, cuando se les analiza vemos que su funcionamiento depende de quiénes son sus titulares y que algunos de ellos, lejos de empujar el cumplimiento de las metas de estos organismos, los han detenido por compromisos que tienen con el poder”.

Es por esto que no es suficiente apostar por la honestidad de quienes ocupan cargos públicos, es necesario que en el diseño de los organismos públicos no existan espacios para la discrecionalidad de las personas y los grupos políticos, lo que implica obligatoriamente, subraya, “terminar de construir las bases institucionales para detectar, investigar y sancionar la corrupción: sin desarrollo institucional no habrá resultados y se seguirá padeciendo o dependiendo, según sea el caso, de la voluntad personal”. En ese camino, reconoce Peschard, México ha avanzado en la construcción de un modelo que haga funcionar de forma coordinada a todas las instituciones implicadas en el control de este fenómeno, a través del Sistema Nacional Anticorrupción, cuya consolidación, sin embargo, presenta “blancos y negros”. “La única forma de hacer que todas estas instituciones actúen coordinadamente fue crear instancias de control ciudadano, es la ciudadanía la que puede conducir eficazmente ese proceso, porque por sí mismas las instituciones no lo han logrado, debido a que sus objetivos y normativas son distintas. Esa es la razón de ser del Consejo de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción.”

No obstante, afirma, desde el actual gobierno se ha desmotivado la participación social, “la parte de la sociedad civil que ha formulado críticas ha sido arrinconada y cuestionada por el gobierno de López Obrador y también se ha desprestigiado la participación social. Con resistencias institucionales tan fuertes a los espacios y mecanismos de control ciudadano, el resultado es que el Sistema Nacional Anticorrupción no termina de cuajar. Existen lugares como la Ciudad de México, gobernada por Morena, donde ni siquiera existe aún un consejo ciudadano para coordinar el sistema estatal anticorrupción. Aunque tiene a la corrupción en el centro de su discurso, parece no sentirse cómodo con el Sistema Nacional Anticorrupción, quizás por el mismo temor por el cual el anterior gobierno no tuvo la disposición de impulsarlo: el de ser el primero bajo la lupa. Ese es mi principal reclamo para este gobierno, que no apueste a que el sistema funcione, apuesta a cambiar corruptos por honestos; pero ¿quién decide cuáles son unos y otros? ¿El presidente?”.

Decreto moral

Además de elevar a delito grave la corrupción, el gobierno de López Obrador anunció como medida contra este fenómeno la centralización de las adquisiciones con recursos públicos, bajo la lógica de que pocas manos, y honestas, pueden eliminar de tajo la malversación del erario. Esta es la lógica, detalla Luis Carlos Ugalde —académico, director de la consultoría Integralia, dedicada a promover el emprendimiento, y exconsejero presidente del Instituto Federal Electoral— que explica por qué este gobierno se considera en libertad de tomar decisiones discrecionales, sin incurrir en los actos de corrupción en los que cayeron sus antecesores. “La única explicación que ha dado López Obrador sobre las causas de la corrupción —destaca el especialista— es que se trata de un problema moral de las personas y una consecuencia del neoliberalismo, por lo tanto, su respuesta ante el fenómeno es emitir un decreto moral: que desde su llegada al poder ya no hay corrupción. Esta idea de que la superioridad moral radica en él permite, también, entender por qué prefiere hacer las cosas de manera centralizada, como con el control del gasto público.”

Sin embargo, advierte, esta visión confunde austeridad, con honestidad, y gastar poco no significa necesariamente gastar bien. “Esta idea de la centralización del gasto, de que si Hacienda controla todo se van a reducir los malvados que llevan agua a su molino —afirma— de hecho puede generar otros problemas, como los cuellos de botella en las adquisiciones gubernamentales, por los cuales terminan haciéndose compras de urgencia, lo que encarece los precios, y en vez de gastar menos se gasta más.” Estos esquemas de discrecionalidad, destaca, sólo pueden eliminarse mediante el fortalecimiento de los órganos diseñados como contrapeso del poder, pero “no existe un planteamiento articulado de las actuales autoridades, y la fórmula es muy sencilla: si no se hace nada, no va a pasar nada”. La idea de que el relevo en la Presidencia es un antídoto automático para la corrupción ya fue esgrimida antes por Vicente Fox, cuyo secretario de la Función Pública, Francisco Barrio, anunció que el gobierno se encargaría de llevar a la cárcel a los “peces gordos” detrás de los mayores actos de corrupción, sin que en realidad pasara nada. “El error conceptual del presidente es considerar que la corrupción se combate con un decreto de voluntad —destaca Ugalde— y en eso es muy parecido a Vicente Fox, pero durante el gobierno foxista los indicadores internacionales revelan que la corrupción aumentó.” El problema de la voluntad personal como brújula contra la corrupción es que la voluntad no es una talla en roca, no es inamovible y aplica de forma discrecional.

En enero de 2018, por ejemplo, siendo aún candidato López Obrador criticó a su rival José Antonio Meade, candidato del pri y del Partido Verde, cuando en campaña dijo que “la calle es para los delincuentes y la cárcel para los ciudadanos”, lo que se interpretó como una declaración de aliento a la impunidad. Ante esta afirmación López Obrador prefirió la mofa y aseguró que esa era una idea “extraordinaria, profunda”, y que su contrincante “seguramente la aprendió en un seminario del itam”. Diez meses después, luego de ganar las elecciones y a diez días de asumir la Presidencia de la República, anunció cuál era su voluntad en materia de impunidad y, concretamente, en materia de corrupción: “No es bueno para el país que nos empantanemos en estar persiguiendo a presuntos corruptos”, para los cuales anunció “un perdón, así, eso es lo que se está planteando, decirle al pueblo de México: punto final”.

Ese perdón para quienes incurrieron en actos de corrupción, explicó López Obrador, no era el resultado de ninguna interpretación del Derecho, no se sustentaba en ningún ordenamiento legal, no respondía a ninguna norma, sino a su voluntad personal, ya que, afirmó: “no es mi fuerte la venganza”. De todas las declaraciones en las que López Obrador ha hecho referencia a la corrupción, destaca Luis Carlos Ugalde, ésa es la que más claramente exhibe cuál es la nueva política en materia de abuso de poder y malversación: “Sí empiezas un gobierno diciendo que vas a perdonar la corrupción, porque no quieres pelearte, porque habría inestabilidad, estás dando un aliciente no sólo para que se mantenga el sistema de corrupción, sino también el sistema de impunidad.” La negativa a investigar los casos de corrupción de los que las autoridades tengan indicios, representa en sí misma una violación a la norma que obliga a todo servidor público a dar cuenta de todo acto ilegal del que cobre conocimiento. Y al decidir que no se acatará ese aspecto de la norma se prefigura un abuso de poder, una de las formas que cobra la corrupción.

Epílogo: el futuro

Emilio del Carmen es un joven politólogo, con maestría en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, cuyos ensayos sobre rendición de cuentas han sido galardonados por múltiples instituciones. Explica que, si un extraterrestre llegara a la Tierra y estudiara los marcos jurídicos nacionales en materia de rendición de cuentas, concluiría que México es el país con mejores leyes para visibilizar el manejo de los recursos públicos, así como para obligar a la autoridad a explicar, justificar y sancionar, en caso necesario, sus actuaciones. De hecho, explica: “el Centre for Law and Democracy, un instituto de investigación que analiza y evalúa los marcos normativos de transparencia a nivel mundial, hace poco identificaba a México como el país mejor calificado en la materia, y ahora nos pone en segundo lugar, sólo detrás de Finlandia”.

Pero, ¿por qué Finlandia está entre los países con menor percepción de corrupción del IPC y México entre los últimos? La diferencia, señala Emilio, es la vulnerabilidad de las instituciones mexicanas ante la politización de su funcionamiento y la subordinación de sus objetivos a los intereses de la cúpula política que las controla. “La ruta hacia una verdadera rendición de cuentas se inició ya —destaca—, pero en todas las instituciones prevalece una lógica de politización, aun en los órganos autónomos, y eso es lo que se pretendía evitar: se quería que fueran verdaderamente ciudadanos y que por esa vía actuaran en favor de la sociedad, no de partidos o de grupos; pero eso no se está materializado. Parecemos estar en un proceso de regresión al autoritarismo y hacia allá vamos. Lo que antes era oposición y defendía un discurso progresista, de derechos humanos, al llegar al poder hace tabula rasa y se olvida de todas estas consideraciones que lo llevaron a ostentar su actual posición”.

No obstante, concluye optimista, “las actuales generaciones, las juventudes, se desarrollan en un contexto de mayor exigibilidad de derechos y, sobre todo, tienen a su disposición mayores flujos de información, y es a partir de esos flujos de información que la población genera sus propios procesos de evaluación social”, de los cuales no está exento el nuevo régimen. Fue esa evaluación social, y no el mayor desarrollo democrático e institucional del Estado, lo que permitió la alternancia política en México, destaca Del Carmen, “y aún cuando hay políticos que parten del supuesto de que la ciudadanía es tonta, y aún cuando estemos lejos de ser un país con un sistema robusto de bienestar social no basado en el clientelismo político, esa evaluación ciudadana llegará, sin duda.” EP

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