Crónicas: Salomé reloaded

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

Texto de 14/02/19

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

Tiempo de lectura: 9 minutos

No sólo el mar Muerto está muerto, también casi todo lo que se encuentra a su alrededor. Las razones para ello son de naturaleza geológica y simbolizan con un tino inopinado la profundidad insalvable que divide a la región. La frontera natural que separa a Israel de la península arábiga, esa larga falla que comprende el mar de Galilea, la cuenca del Jordán y la extensión del mar Muerto, hasta desembocar en esa otra falla más profunda que es el golfo de Áqaba, no es sino la expresión superficial de un abismo más hondo, el corte en donde chocan sin descanso las placas tectónicas arábiga y africana. Ambas se desplazan hacia el norte, contra la placa euroasiática, pero la arábiga lo hace con mayor rapidez. Por eso entre una y otra se ha venido formando al correr de los millones de años una depresión inmensa, a lo largo de cuyas orillas todo es piedra derretida por la fricción geológica. El punto más bajo de esa hondura en tierra firme es el mar Muerto, un lago sin salida donde se acumulan los minerales que acarrean sin cesar sus fuentes. De ahí le viene la salinidad extrema, que alcanza casi el treinta y cinco por ciento (unas diez veces mayor que la de los oceanos), lo cual vuelve imposible que sobrevivan en su interior sino algunos organismos minúsculos, imperceptibles para el ojo humano. Eso propicia también su inusitada transparencia, que se suma a la profundidad de sus aguas y a las peculiares condiciones atmosféricas de la zona para producir una amplísima gama de colores en su superficie, que va desde el azul profundo hasta el amarillo claro, dependiendo del punto de vista y de la inclinación de la luz. Todo esto lo aprendí en un informativo parador ecológico donde nos detuvimos en el viaje anterior, atinadamente ubicado en mitad de un paraje de bizarras formaciones rocosas, de dimensiones y coloridos descomunales, que ilustraban de manera por demás dramática las derivaciones concretas de sus lecciones de historia natural.

A pesar de su interés científico, lo cierto es que en el mar Muerto hay muy poco que hacer. El agua es demasiado salina, así que no te puedes marinar en ella más allá de unos veinte minutos antes de que se te empiece a cocinar la piel (los esfínteres expuestos comienzan a picarte desde mucho antes). Y si te cae agua en los ojos no te la vas a acabar. Los deportes de playa resultan impensables a esas temperaturas y por aquí también abundan las moscas. El mayor atractivo, para mi gusto, es mirar desde una tumbona las colinas de Judea, una presencia espectral, vagamente extraterrestre, que por momentos parece fundirse con el agua o con el cielo o con ambas y por momentos adquiere una concreción impactante y majestuosa. Entretenimiento sólo apto para espíritus contemplativos, que se deja acompañar por la ingesta continua de cervezas o cocteles de ron, si te animas a mantenerle el paso a los diez o doce dólares que te cuesta cada uno.

Bajo tales circunstancias, lo que distingue al lugar y trae a la gente hasta aquí es el ángulo cosmético y medicinal. Desde tiempos remotos, se han atribuido propiedades regenerativas y embellecedoras a las aguas de este mal-llamado mar y a los diferentes compuestos minerales que abundan en sus orillas, así como a su clima, condiciones atmosféricas y fuentes de aguas termales que brotan a su alrededor. Se dice, por ejemplo, que Herodes el Grande tenía un palacio en algún lugar de su rivera, que hacía las veces de spa.

No me siento capaz de opinar sobre la validez de tales afirmaciones terapéuticas y rejuvenecedoras, pero el hecho es que tienen su fama y que han dado pie a una industria considerable. En su variante más elemental (y accesible), la práctica obligada consiste en caminar hasta la orilla del agua, cubrirte el cuerpo con una capa del lodo (siempre disponible en este tipo de hoteles), esperar a que se te seque sobre la piel hasta formar una costra, luego meterte al mar a que se te diluya, comprobar que resulta imposible hundirse en esa sopa salada, salir en cuanto todo comienza a picarte y darte de inmediato un duchazo de agua dulce. Todo lo cual se consuma en menos de una hora y te deja con la piel más suave que jamás hayas creído posible. En su variante de lujo las terapias y masajes no tienen fin, y su precio puede ser exorbitante. También pueden comprarse cremas, sales, cataplasmas, mascarillas y exfoliantes locales en las tiendas para turistas.  

Consecuente con su vocación consentidora, todo por aquí tiende a lo opulento y a lo señorial, lo cual se refleja en las dimensiones desorbitadas y acumulación de lujos de los resorts de la zona, que suelen proyectar también alguna adscripción temática. El Mövenpick, donde llegamos la vez anterior, evocaba un oasis en el desierto, todo palmeras y colores terrosos. Al que llegamos ahora, el Kempinski Ishtar, reproducía de plano las amplitudes estratosféricas de un palacio babilónico. El hecho de que estuviera casi vacío le daba a sus espacios interminables un aire más bien espectral, mezcla de barco fantasma varado en un banco de arena y de versión un tanto tórrida de The Shining de Stanley Kubrick.

Impactante y hermoso, sin duda, pero también un tanto incongruente. Ajeno por un lado a la realidad social del país y a los valores de sus habitantes, enfrentado por el otro a la inclemencias de un entorno predispuesto como pocos contra la colonización humana. Como todo por aquí, la extensión del hotel tiene que soportar los embates incesantes del sol, la sal, la arena y el óxido, que un pequeño ejército de trabajadores estoicos apenas si consiguen contener. Tal vez la impresión hubiera sido diferente si el lugar hubiera estado lleno de los turistas millonarios que lo debían animar, pero en su ausencia parecía estar condenado a una muerte tan lenta como segura.

El hecho era que la escasez de visitantes acentuaba la irrealidad el entorno, contrapuesto con tan evidente descaro tanto a la costumbre como a la naturaleza. Si sus espacios dan la impresión de dilatarse hasta parecer infinitos es porque se trata de hacerte olvidar que te encuentras en un lugar circunscrito, fortificado, que nada tiene que ver con el mundo inclemente y atávico en el que está inserto. Un lugar donde los potentados locales y sus compinches extranjeros pueden ahogarse en alcohol y dejar que sus mujeres se exhiban sin pudor, cegados por el hechizo de los dioses del oro: Babilonia ni más ni menos.

Lo que el derroche y la arquitectura megalómana remarcaban de una forma acaso inconsciente, acaso deliberada, era el acendrado autoritarismo que lo sostiene todo y que parecía confirmar la naturaleza transgresiva de la empresa en su conjunto. Justo en un entorno que la tradición religiosa asocia de manera inequívoca con lo estéril, con lo maldito, con la expiación, con Sodoma y Gomorra, con Yahvé haciendo berrinches y lanzando bolas de fuego a diestra y siniestra, enfurecido una vez más por la perfidia humana. Ese ciclo que el Antiguo Testamento nos reitera hasta la saciedad, el de los reyes que llegan al trono por designio divino y luego se corrompen, se pierden, se olvidan del pueblo, traban alianza con los enemigos de la verdadera fe, dan en adorar ídolos falsos y acaban envenenados por sus propios hijos o podridos por las pústulas de la lepra, parecía estarse escenificando una vez más frente a nuestros ojos, reafirmado por el hecho de que nos encontrábamos en el montaje original de una obra de teatro.

Esa noche, mientras fumábamos shisha sobre los mullidos sillones de una espléndida terraza, con una media luna puesta como a propósito a colgar entre las estrellas, admirando a una belly dancer que contoneaba con malicia embriagadora las evoluciones más eróticamente sugerentes que haya concebido jamás el espíritu de la danza, me pareció que sólo faltaba el lancero que trajera la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Y que el corolario obligado tenía que ser ese comando suicida que podía irrumpir en cualquier momento para fulminar con su justicia divina a los infieles, a los apóstatas y a sus lacayos.

Tal vez me estaba dejando afectar demasiado por la narrativa bíblica, al cabo de ese par de días de ir y venir sin descanso por tantos lugares tocados de manera directa por la mano de Dios. O tal vez sólo fuera la forma en que una mente excitable elabora las circunstancias que determinan el hecho, a fin de cuentas irrebatible, de que el lugar estuviera casi vacío. Ya hemos constatado en repetidas ocasiones la predilección de los terroristas por los lugares de playa, lo que podría responder en alguna medida a esa clase de razonamientos. También es natural que tus ideas divaguen por rumbos extraños cuando tienes tanto tiempo para no hacer nada en un lugar en donde todo está dispuesto para que no hagas nada. Un no hacer nada que me hubiera caído mucho mejor si para ese punto del viaje no me hubiera abrumado la sensación de que, en realidad, no habíamos hecho casi nada desde que llegamos al país.

Aunque lo cierto era que algunos de nosotros sí habían tenido que hacer algo: viajar en autobús más de tres horas de ida y otras tantas de regreso para reportar en vivo el partido de nuestra selección en Irbid, que nosotros vimos por la tele en un desmesurado lobby bar del cual éramos los únicos clientes. México se impuso con holgura a Jordania y calificó a los cuartos de final, lo cual implicó que a varios de nuestros colegas se les multiplicara el trabajo, pues la clasificación creaba expectativas que generaban mayor demanda en sus medios por cápsulas que reiteraran a sol y a sombra lo evidente: que la selección había llegado a cuartos de final y que todo era posible.

Hasta entonces, siempre me había tocado estar del lado receptivo de tal entusiasmo, no del lado profesional en el que se fabrica. A partir de ese punto, donde quiera que llegáramos, cinco, seis o siete veces al día, las compañeras de las cadenas de televisión tenían que emplazar a su camarógrafo, retocarse la cara, agarrar el micrófono y repetir que el equipo había llegado a cuartos de final, que sus horizontes no tenían límites, que nos encontrábamos en tal o cual punto de la hermosa Jordania, escenario de nuestra gloria.

La consecuencia más lamentable de que muchos tuvieran que emprender ese sufrido trayecto mientras los demás nos rascábamos la panza y fantaseábamos con las posibilidades elásticas de la belly-dancer fue que al día siguiente, con alguna justificación, supongo, varios de ellos insistieron en quedarse a disfrutar del hotel hasta donde fuera posible, por lo que se decidió cancelar la visita programada para ese día a la mítica fortaleza de Kerak. Lo cual parecía confirmar una suerte de maldición en mi contra. En el viaje anterior, por similares desajustes en el programa, apenas alcanzamos a pasarle por enfrente y a sacarle algunas fotos desde la orilla de la carretera, mientras un sol espectacular se ponía a sus espaldas. Fue mi mayor frustración de aquel viaje y con mayor razón lo sería de éste, pues aquella vez terminamos por conocer muchas más cosas.

No puedo negar que algunos de los compañeros supieron aprovechar a fondo la oportunidad recreativa, dieron con la veta madre de las mimosas que ofrecía el bufete de desayuno, agotaron las reservas de vino espumoso destinadas al conjunto de los huéspedes y se agarraron de ahí para jalarle la hebra al desmadre, en su adscripción mañanera. Para las dos de la tarde, los empleados que nos habían recibido con tanta reverencia un par de días antes nos miraban ahora con un aire que mediaba entre lo incrédulo y lo aterrado, mientras vaciábamos a velocidades vertiginosas las cervezas camineras en la barra del lobby, entre gritos y risotadas, antes de abordar el autobús.

No parecían estar familiarizados con la variante mexicana de la alegría, menos en ese plan un tanto hooligan y en ese horario tan poco pertinente en apariencia. Aun en los lugares donde se despacha alcohol de manera habitual, como son esta clase de hoteles, algunos empleados apenas si disimulan la incomodidad que les produce, misma que tiende a traducirse en un celo excesivo por que todo se mantenga dentro de los límites del decoro, como si no supieran que el negocio del alcohol radica justamente en el exceso, o apenas lo estuvieran entendiendo y se resistieran a aceptarlo.      

De modo que salimos en dirección a Petra tocados por la mano de Baco, quien no contento con sus travesuras hasta ese punto, tuvo a bien iluminar a un colega para que aplicaran el micrófono del autobús a su teléfono celular y amenizara un largo tramo del recorrido con horripilante música para borrachos: la estruendosa marcha fúnebre de otro día tirado a la nada. Así rodamos por horas, primero sobre una autopista y después por una carretera secundaria, que terminó por internarnos en la zona montañosa, de contrastes dramáticos, que anticipa a Petra.

Llegamos a nuestro destino tarde, como casi siempre, y pasamos sin dilación a otro de esos restoranes en los que primero cocinas y luego comes, donde dadas las deshoras ya se había tenido que cumplir el grueso de la cocinada. Todo estaba delicioso, pero el hambre apenas si me dio para picar un poco. No más de un par de horas antes nos habíamos detenido en un lugar de la carretera a comer la peor comida de todo el viaje (no recuerdo que nos hayan advertido del festín que nos aguardaba).

Sea como haya sido, estábamos por fin en Petra, un lugar que siempre va a recompensar con creces lo que hayas tenido que pasar para llegar hasta ahí.    

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