Exclusivo en línea: Culiacán necesita de Atena, o de cómo recuperar la esperanza frente a la zozobra

Alexis Herrera disecciona el reciente “Jueves negro” en Culiacán

Texto de 30/10/19

Alexis Herrera disecciona el reciente “Jueves negro” en Culiacán

Tiempo de lectura: 11 minutos

Una vez más los dirigentes de México —entre los que se cuentan, en primer lugar, los integrantes de la clase política, pero también los altos funcionarios federales del aparato de seguridad y los mandos superiores de los servicios armados— han dado cuenta de los costos en los que puede incurrir un país cuando se subestima la complejidad de su paisaje estratégico. Así, en el transcurso de unos pocos días la realidad pareció desmentir las mejores aspiraciones del gobierno de la República. Alimentada por fuerzas estructurales que históricamente han sido cobijadas al amparo del régimen de prohibición que priva en el hemisferio occidental, por la debilidad de las autoridades locales y por procesos de larga duración que vieron transitar a Sinaloa del escenario de la Guerra Sucia al del surgimiento de un inestable orden criminal amparado por el poder corruptor de los dineros del narcotráfico, la lógica de la violencia armada desplazó el discurso oficial a un segundo plano. Por primera vez desde el inicio de su administración, el presidente de la República pareció renuente a aceptar lo sucedido sobre el terreno, para insistir en una lógica discursiva ajena al desasosiego de quienes vieron a la ciudad de Culiacán convertida en rehén de un grupo armado al servicio del poder criminal. Se trata de un precedente peligroso, que no ha pasado desapercibido dentro y fuera de nuestras fronteras.

Los hechos son ahora conocidos, y todo ellos dan cuenta del paisaje de la violencia en México: el lunes 14 de octubre el gobierno de la República dio a conocer un informe de seguridad pública que ofrece un punto de contraste revelador con lo que habría de suceder a lo largo de una semana que fue dominada por la incertidumbre. Ese mismo día trece policías murieron en una emboscada perpetrada presuntamente por integrantes del Cartel Jalisco Nueva Generación en el municipio de Aguililla, Michoacán. Así, la lógica estremecedora de lo sucedido en Aguililla pareció ser dictada por la continuidad con el pasado, y no por la expectativa de cambio generada por el nuevo gobierno. El martes 15 de octubre, un enfrentamiento armado en la localidad de Topochica, Guerrero, se saldó con la muerte de catorce civiles y un soldado. Dos días después, Culiacán quedó a merced de grupos armados al servicio de una de las organizaciones de tráfico de drogas más formidables de México: el —así llamado— “cártel” de Sinaloa. En el transcurso de las horas siguientes la nación vivió una zozobra que creía haber olvidado. Posteriormente, Aníbal Santiago señalaría que lo sucedido en apenas cuatro días parecía ser una insólita confirmación de lo indecible. Y aunque lo cierto es que los días nublados nunca se habían ido del todo, eso que un destacado periodista dio en llamar como la “batalla” de Culiacán pareció señalar que la buena voluntad no es un ingrediente central del arte del gobierno. 

Letalidad en tiempos de guerra y paz —utilidad divergente, ambigüedad creciente

Lo sucedido en Culiacán no debe hacernos olvidar que la lógica de la violencia presenciada en el país a lo largo de las últimas semanas no puede ser explicada sin prestar atención al modo en el cuál el Estado mexicano ha articulado su política de seguridad durante los últimos años. Los debates y las omisiones en esta materia no son menos relevantes que lo que acontece día a día sobre sobre el terreno. Tal es caso de las controversias suscitadas recientemente en torno al concepto de “letalidad”, necesario para ponderar el comportamiento de las corporaciones de policía y las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública que les han sido encomendadas desde hace más de una década. 

El 14 de octubre, en el marco de la conferencia de prensa en la que fue presentado el informe de seguridad pública ya citado, el secretario de la Defensa Nacional dio a conocer un índice de letalidad definido por la relación entre el número total de “agresiones” a las Fuerzas Federales y el número de civiles detenidos, heridos y muertos en el marco de dichos enfrentamientos a partir de 2006. Los estudiosos que han dado seguimiento al tema muy pronto destacaron las inconsistencias de las cifras oficiales, haciendo notar que los datos ahora presentados no coincidían con los dados a conocer hasta antes de 2014, año en el que la Secretaría de la Defensa Nacional dejó de rendir cuentas en esta materia. Es loable —apunto posteriormente Catalina Pérez Correa— que las autoridades hayan decidido volver a publicar datos con relación a este tema. El problema, sin embargo, es que las cifras simplemente no cuadran.

No menos importante fue la crítica realizada a la metodología presentada por el General Secretario ese día para construir el índice de letalidad al que hizo referencia durante su presentación. De acuerdo con su titular, la Secretaría de la Defensa Nacional construyó su índice considerando primero la base de los “agresores” fallecidos para restar después el número de heridos y detenidos. La práctica internacional, sin embargo, es otra. A decir de los estudiosos del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), lo que se debe hacer es dividir el número de muertos entre el número de heridos. “La expectativa es que se hiera a más personas de las que se matan. Esto es así porque toda fuerza de seguridad debe usar la fuerza letal como último recurso”. De este modo, los estudiosos recurrieron a una argumentación que encuentra parámetros claros en el ámbito de la seguridad pública: el uso de la fuerza “debe ser gradual, diferenciado, proporcional y legal. En principio [los militares] no patrullan para matar”. Desde luego, la preocupación de los estudiosos del CIDE se encuentra justificada: como lo señala la amplia y valiente investigación realizada por Daniela Rea y Pablo Ferri desde principios de 2016, el comportamiento de las tropas sobre el terreno es muy distinto. En realidad, pocos debates expresan con mayor claridad los costos en los que incurre un Estado cuando no existe claridad política y conceptual en la formulación de sus políticas de seguridad.

El silencio de las autoridades con relación a esta materia es notable y, sobre todo, pernicioso. Por más de una década el Estado mexicano ha sido renuente o incapaz de distinguir entre las exigencias de la seguridad pública y aquellas otras que corresponden a la seguridad nacional y la defensa. Así, al usar el instrumento militar en tareas de seguridad pública las fronteras entre el orden penal y la lógica de la guerra se han borrado. El resultado es un escenario de una ambigüedad peligrosa: formalmente, a los soldados mexicanos se les exige comportarse como policías, pero lo que se olvida es que los criterios de letalidad que gobiernan el comportamiento de todo ejército profesional son distintos a los criterios de letalidad que deben guiar a las fuerzas del orden público. Dicho de otro modo, la fuerza cumple con propósitos diferentes en cada caso y su utilidad no es la misma. En última instancia, la lógica del comportamiento militar—dictada por la exigencia de vencer a un enemigo en combate— es incompatible con la lógica del comportamiento policial. 

Una vez más, ha sido José Ramón Cossío quien ha llamado la atención sobre la ausencia de un marco jurídico adecuado para hacer frente a esta contradicción. Por lo demás, la indiferencia frente a este criterio también explica la naturaleza de los abusos en los que han incurrido los soldados mexicanos sobre el terreno y, al mismo tiempo, permite comprender el creciente estado de descontento que reina al interior de los servicios armados mexicanos. 

Lo sucedido en Culiacán no desmiente esta tendencia: hoy sabemos que el operativo encaminado a lograr la captura de Ovidio Guzmán fue el resultado de un cuidadoso ejercicio de planeación que tomó varios meses de preparación. Pero lo sucedido también nos hizo recordar que las organizaciones criminales mexicanas siguen siendo extremadamente competentes en términos tácticos y que son capaces de generar efectos estratégicos a su favor. En contraste, la decisión de liberar al joven lugarteniente criminal —asumida en su totalidad por el presidente de la República—, no ha sido bien recibida por un número creciente de militares mexicanos. El hecho debería ser un motivo de preocupación real para la actual administración federal, en especial por lo que dice sobre el futuro de las relaciones civiles-militares en México.

La cuestión del enemigo y el futuro del orden democrático

Por otro lado, lo vivido en Culiacán el 18 de octubre demuestra que los soldados y los policías mexicanos muchas veces tienen que enfrentarse a actores armados que hace tiempo decidieron abandonar su pertenencia a la comunidad política nacional. Actores que, en suma, ha preferido abrazar la causa de un orden criminal que busca erigirse en alternativa a los poderes constituidos. Ello explica, también, el agotamiento de los estrechos parámetros que definen las políticas de seguridad pública en México: un andamiaje jurídico e institucional que por el momento parece incapaz de ofrecer alternativas frente a grupos de ciudadanos armados que, sin ser beligerantes con propósitos políticos manifiestos, cuentan con el potencial de disolver los lazos que dan sentido a nuestra vida en común. “La política de seguridad militarizada —apuntó Falko Ernst el 22 de octubre— está a la vez viva y muerta: López Obrador ha renunciado a ella, pero sus vestigios permanecen. Entretanto, no existe una nueva estrategia de seguridad integral”.

Con todo, la realidad indica que lejos de generar un orden alternativo perdurable, los criminales mexicanos son artífices y víctimas de un ciclo de violencia que no tiene término. Sus comportamientos son alentados por la lógica de los mercados ilícitos que son su razón de ser, pero no por la exigencia de crear una gobernabilidad alternativa ahí donde ejercen su dominio. Constatar este hecho permite advertir algo fundamental: el uso de armas de alto poder, chalecos tácticos y otros equipos no es suficiente para otorgarle a los criminales mexicanos el tratamiento de beligerantes armados toda vez que, en su caso, el ejercicio de la violencia no está gobernado por propósitos políticos legítimos. En ese sentido, su poder—el poder criminal que descansa en el ejercicio de la violencia— disuelve lo político y se revela como lo que realmente es: no un poder constituyente, sino un poder de muerte frente al que Simone Weil no hubiera sido indiferente. Después de todo, un asesino siempre será un asesino. 

En contraste, lo que hace a un soldado no es el mero ejercicio de las armas sino su voluntad de usarlas en defensa de la comunidad de la que forma parte. Los criminales armados que tomaron a los ciudadanos de Culiacán como rehenes durante la jornada del 18 de octubre no sirven a comunidad alguna; referirse a ellos como « soldados del narco » es alimentar el vano horror que los justifica. Darles ese reconocimiento es, también, deshonrar la memoria de las mujeres y hombres que han dado su vida por la defensa de la República.

Pero si los actores armados a los que México se enfrenta no son beligerantes con propósitos políticos manifiestos, ¿cuál debería ser la posición de una sociedad genuinamente democrática frente a ellos? Ensayar una respuesta a esta inquietante pregunta exige pensar con mayor rigor en la cuestión del enemigo. El tema es polémico, especialmente porque sugiere que la solución militar es la única alternativa frente al escenario de seguridad mexicano. Nada podría estar más alejado de la realidad: la posibilidad de dar una respuesta responsable a dicha pregunta recae en un ejercicio de deliberación democrática que corresponde a la sociedad en su conjunto. Un ejercicio que acaso demanda un retorno al pensamiento de figuras como Hanna Arendt, Carl Schmitt y Giorgio Agamben; pero que también podría beneficiarse del trabajo de juristas como Günther Jakobs, quien a lo largo de las últimas décadas ha ponderado alternativas de solución para hacer frente a dilemas similares a los que ahora enfrenta México. En cualquier caso, un diálogo amplio sobre la cuestión resulta inaplazable. La alternativa es persistir en una ambigüedad que hasta ahora ha sido la fuente de la impunidad reinante sobre el terreno.

Bajo el signo de Atena: la tarea que tenemos por delante

En los últimos meses, las mujeres mexicanas se han movilizado en diversos momentos para poner término a la violencia de género que históricamente ha segado sus vidas, atajando sistemáticamente sus derechos y sus libertades. Al hacerlo, nos han recordado que la figura que preside sobre la columna del Monumento a la Independencia es una Victoria Alada. Con su valor civil y su compromiso político ellas han sentado un precedente poderoso: la República debe ser construida al amparo de esa Niké policromada; especialmente porque su figura es la representación de la inteligencia estratégica de Atena —virtud necesaria para conducir a una ciudad de mujeres y hombres libres por los senderos de la guerra y la política. 

Hasta ahora, sin embargo, esa determinación estratégica parece encontrarse fuera de los cálculos del gobierno de la República. Lo sucedido en Culiacán evidenció el nivel de vulnerabilidad de una administración que parece carecer de un concepto estratégico que permita guiar a buen puerto la política de seguridad del Estado mexicano. 

Cuando, después de días y días de un ominoso silencio, el gobierno de la República buscó explicar las circunstancias de lo sucedido, Alfonso Durazo apuntó que un tropiezo táctico no invalida la estrategia de seguridad “en su totalidad”. Declaración notable, pero desafortunada: dada la compleja naturaleza del paisaje de seguridad mexicano, un tropiezo táctico de esta magnitud tiene efectos estratégicos perdurables. Así, las palabras de Durazo sugieren que las autoridades mexicanas parecen no advertir que toda decisión en materia de seguridad es una decisión eminentemente política. 

Como los gobiernos que lo han precedido, el de López Obrador puede presumir de contar con un discurso en materia de seguridad, pero no con una verdadera narrativa estratégica capaz de definir la relación entre los grandes propósitos del Estado en la materia, los instrumentos a su disposición y el modo en el que dichos instrumentos serán usados bajo un marco temporal específico. “Seguramente no ignora —escribió Élmer Mendoza el pasado 19 de octubre— que el beisbol es estrategia pura, cada pitcheada, la colocación del cuadro, el orden al bat, las señas. Es lo mismo, señor Presidente”.

Al mismo tiempo, lo sucedido en Culiacán también parece confirmar el desgaste institucional y la creciente disfuncionalidad de la arquitectura de seguridad mexicana, puesta a prueba desde el inicio de esta administración con la decisión de crear una Guardia Nacional que, sin ser un verdadero cuerpo nacional de policía, tampoco es un nuevo servicio armado al amparo de la Secretaría de la Defensa Nacional. Por lo demás, la aparente ausencia del presidente de la República durante los momentos más confusos de esta crisis reveló que México no cuenta con mecanismos que garanticen la continuidad en el ejercicio de las funciones estratégicas del Estado bajo situaciones de emergencia o extrema necesidad. 

Incomunicado en el vuelo comercial que lo llevó a la ciudad de Oaxaca, el Comandante Supremo no pudo disponer de un Gabinete de Seguridad que, a la luz de esa circunstancia, se vio obligado a tomar decisiones de extrema gravedad. Cuando los altos funcionarios responsables de la seguridad y la defensa decidieron dar la cara ante la opinión pública nacional por lo sucedido en Culiacán, muy pronto las inconsistencias de sus posicionamientos se volvieron evidentes. “No es de gente honorable —señaló María Elena Morera el 26 de octubre— culpar al subordinado que al menos sí se la juega. ¿Quién estará dispuesto a participar en labores de seguridad en un gobierno en el que la cadena de mando sólo sirve para trasladarle la responsabilidad a los únicos que en verdad se enfrentan a los criminales?” En cualquier caso, hasta ahora no se ha podido demostrar que las reuniones de trabajo que sostiene el gabinete de seguridad todas las mañanas suplan con efectividad las funciones de asesoría, coordinación y procesamiento de información que podría brindar la existencia de un Consejo de Seguridad Nacional facultado con la autoridad que emana de la propia Presidencia de la República. 

Por último, es necesario advertir que lo vivido en Culiacán ha sido acompañado por varios gestos discursivos de signo inquietante. El presidente de la República insiste en señalar que la violencia no es el camino y que su gobierno busca apartarse de las administraciones que lo han precedido. Profeta de un credo que se alimenta de su propia popularidad, el presidente parece olvidarse del hecho de que, como lo quiso Maquiavelo, una República bien gobernada depende a la par de las buenas armas y de las buenas leyes. Así, el mandatario mexicano también olvida aquello que Max Weber señaló en enero de 1919, bajo circunstancias no menos difíciles que las del escenario de seguridad mexicano: “Quien busque la salvación de su alma y la redención de las ajenas no la encontrará en los caminos de la política, cuyas metas son distintas y cuyos éxitos sólo pueden ser alcanzados por medio de la fuerza”. Como Savonarola, Andrés Manuel López Obrador corre el riesgo de convertirse en un profeta desarmado; un redentor sin los instrumentos necesarios para el éxito de la redención política. 

Dicho todo esto, ¿qué exigencias impone el debate sobre lo sucedido en Culiacán para el futuro de México? Por lo que toca a esa pluralidad que debe dar sustento a nuestra noción de ciudadanía, la respuesta es clara: nuestro deber es no ceder ante el miedo que nos acecha —ese “soberano doblador de cervices / procurador de esclavos / deshacedor de hombres y de pueblos” al que se refirió Miguel Guardia hace más de medio siglo. Antes bien, el miedo debe dar paso a la crítica y ésta a la construcción de soluciones para hacer frente a los graves problemas que nos aquejan. En ese sentido, los ciudadanos de Culiacán ya le han dado a México un ejemplo de valor civil que no debe ser pasado por alto: el domingo 27 de octubre miles de ellos marcharon para manifestar la determinación de reconquistar el derecho a vivir en paz en su ciudad. Por lo que toca al gobierno su deber es otro, pero también resulta irrenunciable: traducir la esperanza que concita la figura de Andrés Manuel López Obrador en un ejercicio de acción política disciplinado, riguroso y exigente que permita sentar las bases para reconstruir el orden soberano del cual depende la paz y la felicidad de la República. El tiempo se agota, la urgencia es suprema. EP

1  Esta historia, que vincula los orígenes agrarios de Sinaloa con el papel que jugaron los cultivos ilícitos en la evolución del sistema político mexicano en la región durante los años más cruentos de la Guerra Fría, ha sido estudiada con maestría por Benjamin T. Smith en “The Rise and Fall of Narcopopulism: Drugs, Politics, and Society in Sinaloa, 1930–1980“, Journal for the Study of Radicalism, vo. 7, no. 2 (2013), pp. 125-165

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