La renuncia, la memoria y el olvido

Julieta García escribió este texto hace un año, antes de la pandemia, cuando todavía estaban abiertos los panteones. Hoy, los muertos son un nuevo y triste recordatorio de lo que estamos viviendo. Valgan estas líneas para cimentar la memoria.

Texto de 04/12/20

Julieta García escribió este texto hace un año, antes de la pandemia, cuando todavía estaban abiertos los panteones. Hoy, los muertos son un nuevo y triste recordatorio de lo que estamos viviendo. Valgan estas líneas para cimentar la memoria.

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Pienso mucho en los cementerios a últimas fechas, sobre todo desde que al otoño se le puso cara de invierno en la ciudad. Me sorprendo a mí misma en el coche o al caminar bajo los fresnos pelones, dándole vueltas a las imágenes de mi mente. Conservo en la cabeza un pequeño gabinete de tumbas y calzadas, de lápidas y mausoleos que debo haber visto hace mucho, en mi infancia. Y las presencias que habitan mi mente me obligan a mirar lo que me queda cerca.

Al menos una vez a la semana, antes de las cinco de la tarde, camino frente al Panteón de Xoco, sobre la avenida México-Coyoacán. Tengo una cita muy cerca de ahí, así que me adelanto, atravieso la reja y camino por entre los monumentos fúnebres. Me protegen varios truenos, algunas jacarandas, dos palmeras que parecen súper exóticas en ese entorno de piedra, polvo y tierra. Están también laureles de hojas casi grises, que caen en rulos cuando comienza el frío, algunos fresnos que son pura vara, dos o tres ficus y unas inmensas matas de nochebuenas, cuya fronda roja alegra el espacio.

No soy la única visitante. Suele haber por ahí también novios que se hacen bromas, se corretean y se toman de la mano con precaución, porque la presencia de los idos les resulta obvia. También algún deudo que limpia con diligencia la tumba que le recuerda a alguien, le acomoda flores, reza. Pero sobre todo hay gatos.

Alguien más está por ahí, porque encuentro siempre sacos de cemento y varillas, ladrillos y blocks, arcilla, arena, carretillas, cubetas y palas. Los deudos que tienen lotes en el Panteón de Xoco deciden cada tanto dar vida nueva a sus mausoleos o crecer una lápida porque ahora alberga más memoria que la única que tuvo como origen.

La población gatuna ha crecido con los años: ellos saltan de lápida en mausoleo, de cruz en busto, se balancean en sus patitas trepados a las rejas que quitan y ponen y vuelven a quitar para separar distintas áreas del panteón. Se acurrucan en los pequeños nichos que hay en algunas de las tumbas más viejas. Donde debieron estar jarrones y veladoras, hay gatitos hechos pelota, arropados por los últimos rayos del sol.

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El Panteón de Xoco es apenas uno de los 117 que hay en la ciudad y temo por su futuro. Siento que sus 20 000 metros serían un agasajo para cualquier constructora y que, al menor descuido, pum, acabarán con él y las autoridades harán como suelen hacer. Se echarán la culpa unos a otros, se dirá en público que se resolverá pronto y se han tomado cartas en el asunto, mientras edificios crecen sobre el polvo de quienes vivieron antes. Es un panteón civil, uno de los pocos que hay en la ciudad. Ahí fue torturado y asesinado Belisario Domínguez en 1913, un muerto entre los muertos. Antes corría a un lado del panteón el Río Churubusco y los sauces se alimentaban de él. Pero antes ya no existe: en lugar del agua hay una avenida que le usurpa el nombre. Si fuimos capaces de acabar con los ríos y los lagos, con construcciones que quisieron ser ejemplares y permanentes, si acabamos con lo que le da nombre a los sitios emblemáticos de la ciudad, ¿por qué no habríamos de acabar también con los panteones y aniquilar la memoria que quieren resguardar?

“Para probar que un año se fue, quedan las promesas que se concretaron y que casi nunca son las que vislumbramos.”

La angustia que me causa la posible desaparición de los panteones citadinos, de sus tumbas y del recuerdo de sus difuntos, llega a mí por estas fechas. Cada que un año acaba, se van con él todas sus posibilidades. Así se han pasado los años en los que hemos construido el país como está. Para probar que un año se fue, quedan las promesas que se concretaron y que casi nunca son las que vislumbramos.

Pero la angustia también llega a mí porque diciembre es el mes en que murió mi padre, un día 22.

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¿Qué son los muertos?, ¿qué hay en ellos que nos hace volver una y otra vez a su lado? ¿Cuándo es que alguien ya murió de verdad? Aunque es imposible saberlo, podría decir que tal vez sea cuando se renuncia del todo a su presencia, cuando queda claro que no están suspendidos en un tiempo irreal y paralelo como el que quieren ser los cementerios (que ofrecen sitios que recuerdan a camas o casitas), sino que han dejado de existir. Que la vida que les damos depende de una memoria frágil que no siempre recuerda las diligencias pendientes del día, ese número telefónico que parecía fundamental, el sitio donde quedaron los lentes y las tardes en las que la felicidad se repartió como si fuera un manantial cotidiano.

Así que los finales son más bien renuncias: a lo que no vendrá más, a lo que pudo ser pero no será porque el tiempo no se estira tanto como los deseos, a la esperanza misma que en un punto desaparece también. El final del año se lleva todos los proyectos como un vendaval y los arroja al polvo interestelar de los sueños y las aspiraciones, los deja caer como las hojas en rulos que pueblan los cementerios. Se lleva también otros años para irlos acumulando en una pila imposible de contabilizar. Pero, aunque todo eso suceda sin nuestra intervención, y aunque estemos ciertos de que hay ciclos con finales, sabemos que nada se acaba hasta que no hacemos una renuncia real, hasta que un mecanismo interno se zafa, desarticulando lo que nos ataba al asidero que se fue. Los finales verdaderos son las renuncias auténticas, muchas veces inconscientes. La memoria de mi padre sigue en mí con una fuerza que a veces me abruma, aunque el dolor se ha transformado en una melancolía dulce, una casi alegre nostalgia. No he llegado a esa renuncia pero sí a otras que, por supuesto, ni siquiera recuerdo. Los pasillos casi vacíos de Xoco me recalcan una y otra vez que ese tránsito definitivo es  difícil de alcanzar. Incluso los muertos centenarios del panteón no han desaparecido del todo. Quedamos a su lado los gatos y yo, paseándonos por los retazos del olvido, combatiéndolo. EP

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