Un año más

Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.

Texto de 07/02/20

Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.

Tiempo de lectura: 4 minutos

*Versión modificada del texto que se publicó en el diario Contra Réplica el 15 de febrero de 2019. Aquí, el texto original.

“Los cumpleaños”, dice Alberto Barrera Tyszka, “son acumulativos e inevitables” (tal vez citando a Borges). “Sería bueno que pasaran los años”, suma mi madre, tallándose un lagrimal que no la deja en paz y que la hace parecer una Mater Dolorosa permanente, “pero mírame: se quedan”. Y mi padre decía que los cumpleaños son eso: años cumplidos. Empiezas uno nuevo y no lo cuentas por pudor. Supongo que, en general, es preferible celebrar que estás a ya no celebrar.

Lo cierto es, también, que los cumpleaños se modifican conforme pasan los años y lo que se festeja cambia según la edad y la época. Mis dos abuelas rebasaron los noventa y, al final, soplaban las velas más para los asistentes a su convivio que para sí mismas: sus deseos y sus afanes puestos ya en otro sitio. Los niños pequeños miran los globos, las velas y el merengue del pastel con un azoro no siempre feliz y comparten el entusiasmo de los otros casi por cortesía. Los festejos de la adolescencia son explosiones donde cabe la posibilidad de mezclar en igual medida hormonas y cervezas, con resultados que pueden pasar al mismo tiempo al catálogo de lo cómico, lo trágico, lo mágico o lo vergonzoso.

Es en la edad adulta que los 365 días acumulados cobran un sentido real, un peso específico. Se apagan velas o se hacen fiestas con el calendario bajo el brazo y una mirada que avanza en el horizonte conforme el futuro se vuelve presente y, más tarde, pasado. Los cumpleaños son un recordatorio constante de las promesas y las intenciones que quedaron a medias, pasaron al olvido o se cumplieron, a veces para mal.

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Los entusiastas de la vida suman aplausos como estos: “Después de los 30, todo es cuesta abajo, ya verás”; “Has llegado a la edad del nunca antes: nunca antes me había dolido la rodilla, nunca antes me había dado neumonía, nunca antes había subido de peso”; “Si pasas de los 40 ya sabes qué humillaciones te esperan en la vejez”. Casi siempre, semejantes recetas para enfrentar el cotidiano van aunadas de listas de padecimientos específicos que nadie se digna a hacer cortas: uno perdió el pelo en la coronilla a los 35, otro empezó con hemorroides acercándose a los 40; una más subió de peso sin control muy antes de la menopausia y otra dejó de caminar erguida por una escoliosis poco antes de los 50. Los años, aparentemente, generan fascinación por las desgracias corporales que se acumulan de forma natural. Nuestros cuerpos son campos de batalla en los que la enfermedad y la tristeza dejan huellas más permanentes que la dicha y el sosiego.

Ahora sí Borges: Carlos Ares entrevistó al escritor argentino para El País en 1985 con motivo de su cumpleaños. Borges le dijo: “En el transcurrir de una larga vida, uno se impacienta frente a la muerte. He aprendido a sobrevivir recordando un proverbio chino: ‘Nadie es tan viejo que no se pueda morir el año que viene y nadie es tan joven que no se pueda morir mañana’”. Ares consigna que en el departamento del autor hay gente desconocida que le quiere hacer regalos; una improvisada le lee su poesía y le ofrece trufas caseras (“Nunca me gustaron”, rechaza Borges). Ares escribe: “No espera regalos o, por lo menos, dice que no los espera. Y le molesta particularmente ‘esa gente que hace versos, que me dedica sus cosas, bien intencionadas, pero tan malogradas’”. Alguno de los desconocidos —que preocupan e inquietan al autor de El Aleph— le “recuerda nuevamente los 86 años” a lo que Borges responde, desdiciendo el proverbio chino que citó antes: “No se preocupe por saludarme, no existo. A mi edad, es una vergüenza celebrar el cumpleaños. Es injusto”.

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Los hombres y las mujeres no cumplimos años de la misma forma. Todo el mundo sabe que, con la edad, los hombres se vuelven interesantes y las mujeres nos volvemos viejas. Tal vez merezcan comillas algunas palabras: “interesantes” y “viejas”, por ejemplo. La “edad de la plenitud” es más posible si eres hombre, blanco y con cierto estatus. La cerveza Dos Equis presentó con éxito a “El hombre más interesante del mundo”: Jonathan Goldsmith —con su piel tostada, su barba blanca, sus ojos azules, las arrugas que lo delataban como experimentado— entraba a bares y restaurantes para beber cerveza con mesura y rodearse de mujeres jóvenes y guapas. Goldsmith protagonizó la campaña de los 71 a los 76 años al lado de chicas que podían ser sus nietas, pero que lo miraban con deseo. Una mujer de 71 sale en los comerciales como abuela, si bien le va. Y no es “la mujer más interesante del mundo” si tiene el pelo blanco. Sus arrugas no ofrecen una ventana a la experiencia —al menos, no una a la que un grupo de muchachitos sensuales se quiera asomar. Goldsmith podía desear y ser deseado —en los segundos que duraban los comerciales, los comentarios en redes, las pláticas de sobremesa— sin que se le ocurriera a nadie que algo similar podría hacerse con una mujer. Y para hablar de “viejas”: Sara García se mandó quitar catorce dientes a los 39 años para obtener el protagónico en una obra de teatro y a los 45 se lastimó una rodilla “para poder usar el bastón con naturalidad”. Así interpretó a doña Panchita en Allá en el trópico (Fernando Fuentes, 1940) y así se transformó, antes de los 50, en la “abuelita del cine nacional”. Sucedió, entonces, que una mujer se aceptó como “vieja” con la naturalidad que la actriz buscó al romperse la rodilla y quitarse los dientes. En el entorno, pareció normal, sensato, una movida exitosa.

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Cumplo un año más y pienso, como antes y como siempre, en las posibilidades de lo que viene. Me siguen gustando los pasteles, aunque menos dulces y sin velas. Me gustan las fiestas y la compañía que he cultivado con el tiempo. Y ya no me agobia que la gente que quiero no me llame el día exacto de mi cumpleaños o lo olvide, porque ahora mido los afectos con parámetros que no caben en fechas ni en los compromisos de la memoria. Amanezco de buenas las mañanas en que celebro un año más de estar viva, bajo el signo de Acuario. EP

Cortesía de la autora
Cortesía de la autora
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