Crónica de un cementerio escocés

Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.

Texto de 21/10/19

Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.

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A mis padres, con quienes tuve el gusto de visitar Edimburgo

Al poco tiempo de haber leído parte del libro Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios, de Mariana Enriquez, tuve la oportunidad de hacer un viaje a la ciudad de Edimburgo, en Escocia, donde, bajo el influjo de las crónicas de la escritora argentina, tomé un tour de fantasmas que incluía una visita al famoso cementerio Greyfriars Kirkyard, supuestamente uno de los más embrujados del mundo.

Greyfriars empezó a funcionar como cementerio a finales del siglo XVI. Algunos personajes famosos ahí enterrados son el poeta Allan Ramsay (1686-1758), el arquitecto William Adam (1689-1748) y William Smellie (1740-1795), compilador de la primera edición de la Enciclopedia Británica.

El tour que tomé dio inicio en los túneles subterráneos de la parte vieja de la ciudad. Nuestra guía, una mujer simpatiquísima de unos cincuenta años que iba vestida con un disfraz de la época victoriana, y cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Agnes, nos llevó a una casa que por fuera lucía como cualquier otra casa de esa zona de Edimburgo, pero que resultó ser la entrada a los túneles, a los que bajamos por unas escaleras muy estrechas. Siglos atrás, esos túneles habían sido las calles originales de la ciudad, sobre las cuales construyeron puentes y nuevas calles en el siglo XVIII, pues la urbe había crecido tanto que se necesitaron más vías que la conectaran.

En la oscuridad de aquellos túneles, Agnes nos contó varias historias de fantasmas que allí se aparecen, como los de una familia entera que murió de cólera ahí abajo luego de que su casa fue sepultada por las nuevas construcciones y, al no tener a dónde más ir, se vio obligada a vivir en esa lobreguez nada sanitaria; o el de un niño que fue asesinado por una vecina que quería vender su cadáver a algún anatomista. También se aparece a veces el fantasma de una mujer a la que ahorcaron por ocultar a su hija infectada de peste (la ley dictaba que los apestados no podían permanecer en sus hogares y sus familias estaban obligadas a dar aviso de que estaban enfermos para que fueran aislados). Los fantasmas de todos ellos —dicen— vagan por esos túneles y hay turistas que aseguran haber visto algo extraño o haber sentido su presencia o incluso un golpe propinado por una mano invisible. Yo no vi ni sentí nada más allá de un poco de nervios al pensar que estaba en un lugar con mucha humedad y sin ventilación por el que habían pasado la peste y el cólera, añejos de siglos, sí, pero, como sea, uno nunca sabe… Así que sentí alivio cuando salimos de ahí y volvimos a las actuales calles exteriores, siempre airosas.

Camino al cementerio Greyfriars Kirkyard, Agnes nos habló de los ladrones de cadáveres. A inicios del siglo XIX, Edimburgo era una ciudad europea líder en estudios de anatomía. Según la ley escocesa, los únicos cuerpos que podían emplearse para investigación médica eran los de niños huérfanos o abandonados, o los de quienes habían muerto en prisión o se habían suicidado. Sin embargo, la enorme demanda resultó en una escasez del suministro legal; la falta de suficientes cuerpos frescos llevó entonces a un incremento en el saqueo de tumbas. Los ladrones recibían una buena suma de dinero por los cadáveres, de modo que se convirtió en un gran negocio. Por ello, era frecuente que, a las pocas horas de enterrar a alguien, sus restos fueran desenterrados y vendidos a un anatomista. Mientras más fresco el cadáver, más dinero se pagaba por él.

La gente comenzó a tomar precauciones para evitar que se robaran los cuerpos de sus seres queridos. Quienes tenían el dinero para hacerlo pusieron rejas encima de las tumbas (estilo las que se usan aquí en México para tratar de impedir el robo de automóviles). Otros precavidos encontraron la forma de evitar el robo de su propio cadáver dejando indicado en su testamento que se le entregara cierta cantidad de dinero a tal o cual familiar o conocido para que velara su tumba durante varios días tras el enterramiento, hasta que el cuerpo ya no estuviera lo suficientemente fresco como para que alguien quisiera robárselo.

Agnes también nos contó que en aquella época sucedía con frecuencia que se enterrara gente viva creyendo que estaba muerta. De hecho, los ladrones de cuerpos descubrieron muchos de esos casos, pero cuando ya era demasiado tarde para el pobrecito enterrado vivo.

Así pues, al temor de que el cadáver de uno fuera robado de su tumba se sumaba el temor a ser enterrado vivo. Uno de los “sistemas” para darse cuenta de si esto último había ocurrido consistía en colocar una pequeña campana sobre la tumba con un cordel atado cuyo extremo opuesto se introducía en el ataúd para que, en caso de despertar bajo tierra, el “difunto” pudiera hacer sonar la campana y dar aviso a quien anduviera por ahí en esos momentos para que lo sacara de ahí. Por supuesto, eran raros los casos en los que alguien alcanzaba a escuchar el sonido de la campana, sobre todo en una ciudad que se distingue por el constante casi perpetuo— soplar de un fuerte viento.

Otra de las historias que nos contó Agnes fue la de Bobby, el perrito que a mediados del siglo XIX custodió durante muchos años la tumba de su dueño, John Gray, un vigilante nocturno de la Policía que murió de tuberculosis. Bobby se negó a abandonar el sepulcro, incluso en los peores climas. El cuidador y jardinero del cementerio intentó hasta el cansancio hacer que se marchara, pero como nunca lo consiguió, terminó construyéndole una casita al lado de la tumba de Gray. Pronto, Bobby se convirtió en toda una celebridad, hasta que, tras catorce años sin separarse de los restos de su dueño, murió en 1872. Afuera del cementerio hay una estatua de él con una placa que cuenta su historia. La gente frota su nariz porque, según dicen, es de buena suerte.

Harry Potter también tiene, de alguna manera, lugar en este cementerio, pues al parecer J. K. Rowling, quien vivió muchos años en Edimburgo, se inspiró en los nombres de algunas de sus tumbas para nombrar a ciertos personajes de sus libros (a una cuadra de Greyfriars está el café The Elephant House, donde Rowling escribió buena parte de las primeras novelas de la serie de Harry Potter). Uno de esos nombres es el de William McGonagall (quien murió en 1902 y es conocido como “el peor poeta del mundo”): su apellido lo lleva una de las profesoras de Hogwarts. La más famosa es la tumba de Thomas Riddell, quien murió en 1806. Se dice que su nombre sirvió de inspiración para el de Tom Riddle (Lord Voldemort), lo que ha provocado que cientos —quizá más— de fans de Harry Potter visiten la tumba y le dejen cartas al supuesto “verdadero” Voldemort. El Ayuntamiento de la ciudad se encarga de quitar con regularidad las cartas de la lápida con el fin de preservar la apariencia del histórico cementerio.

Antes de concluir la visita guiada al bellísimo Greyfriars, Agnes mencionó que algunos visitantes que se han aventurado a ir por la noche aseguran haber salido de ahí con moretones y marcas de golpes en su cuerpo. El sol ya estaba por ocultarse cuando nos contó eso. Me hubiera encantado ver el cementerio de noche, pero para ese momento ya tenía mucha hambre y me interesaba más encontrar un buen lugar para cenar, así que no me quedé, pero no fue por miedo… EP

Fotografías de Arturo Benítez

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