
En esta columna, Fernando Clavijo escribe sobre el kéfir, una bebida láctea fermentada a la cual se le atribuyen desde antiguo propiedades vigorizantes.
En esta columna, Fernando Clavijo escribe sobre el kéfir, una bebida láctea fermentada a la cual se le atribuyen desde antiguo propiedades vigorizantes.
Texto de Fernando Clavijo M. 14/03/25
En esta columna, Fernando Clavijo escribe sobre el kéfir, una bebida láctea fermentada a la cual se le atribuyen desde antiguo propiedades vigorizantes.
Hace poco vino a mi atención el consumo del kumis, leche fermentada de yegua, a raíz de un cuento sobre Chéjov, el escritor ruso. En Mare’s Milk, de Daniel Mason, el dramaturgo, cuentista y médico Antón Pávlovich Chéjov arriba a una clínica alejada de Moscú, perdida en la pradera caucásica, para tratarse lo que el autor denomina consumption, es decir ‘tuberculosis’. Que varias de las grandes mentes del siglo XIX (e.g., Chopin, Thoreau, Emily Brontë, Keats) hayan muerto de esta enfermedad la ha vuelto casi romántica, sobre todo porque evoca parajes azotados por el frío que bien corresponden a las latitudes —y al género literario— de donde provenían dichos personajes.
“Chéjov acude junto con su joven esposa a la clínica esteparia a tomar kumis como tratamiento fortificante.”
En este cuento, Chéjov acude junto con su joven esposa a la clínica esteparia a tomar kumis como tratamiento fortificante. Él sabe que esto no es más que una creencia popular, y al ver a sus compañeros enfermos se siente un poco desesperanzado. Sin embargo, la bebida lo vigoriza y, ante su propio asombro y el de su complacida esposa, empieza a sentirse mejor. El cuento lo lleva a salir de pesca con sus compañeros de clínica y a disfrutar un par de meses de energía bucólica.
No daré vueltas: la bebida milagrosa está al alcance de todos en su forma más conocida, el kéfir, y voy a explicar cómo hacerla en casa. En términos simples, el kéfir es una bebida ácida, acética y ligeramente alcohólica (0.08 % hasta 2 %) auto carbonatada. Se produce añadiendo búlgaros —una mezcla simbiótica de bacterias y levaduras que viven en un nexo de proteínas, lípidos y azúcares— a la leche de vacas y búfalos, cabras y ovejas, e incluso caballos y camellos. Esta mezcla específica de bacterias y levaduras (hongos) funciona sobre la matriz poli sacarosa de la leche para formar dióxido de carbono y alcohol.
El proceso de fermentación es similar al del pan: los bichos se comen el azúcar de la leche, es decir la lactosa, y a cambio sueltan burbujas y alcohol, produciendo así una bebida muy nutritiva. Rica en calcio, proteína y fibra, además de vitaminas y minerales, esta bebida es más fácil de digerir que la leche porque contiene menos lactosa, aproximadamente un 25 % menos. De hecho, está comprobado que su consumo mejora la capacidad digestiva y disminuye la intolerancia a la lactosa y, por ende, la producción de gases en el estómago. Como el kéfir está lleno de bacterias conocidas como probióticos, mejora el balance de la flora intestinal o macrobiota, lo que en los últimos años se ha ligado a un sinnúmero de beneficios a la salud. Por supuesto, en la época de Chéjov no se habían descubierto los antibióticos, y el efecto antibacteriano del kumis era lo más cercano. Hoy en día recibimos, en la infancia, una vacuna contra la tuberculosis llamada BCG, bacilo de Calmette-Guérin.
Originalmente, esta bebida proviene de los pastores nómadas esteparios, principalmente jinetes que llevaban bolsas de cuero de cabra con leche que se fermentaba cuando la ponían a reposar al sol, pensemos que colgada en una yurta (turco) o ger (mongol). Es un refresco con una pequeña sorpresa, el alcohol, lo que tal vez explique el origen de su nombre, pues el vocablo turco keyif significa ‘alegría’ —la leche de yegua contiene más azúcar y produce una bebida ligeramente más alcohólica. Su consumo se extiende en todos los países del ex bloque soviético, desde los Balcanes hasta Kazajistán (e incluso se encontraron restos de esta bebida en una tumba china de 4,000 años; a fin de cuentas, la palabra tíbicos significa ‘hongos tibetanos’, y no podemos ignorar que el sabor del calpis japonés es muy parecido al del kéfir).
En América Latina, los granos de kéfir se conocen como búlgaros. Oficialmente, no hay relación entre el nombre y el origen del kéfir, pero tampoco hay que ser un genio para entender que el territorio de la actual Bulgaria es la puerta del este a Europa, a través de Bizancio. Por esa puerta se mezclaron los europeos del este y los asiáticos, primero gracias a Atila, el huno, en el s. IV de nuestra era, y más tarde gracias a Ghengis Khan (tomador de airag, que es el kumis que los mongoles le ponen a todo, hasta al yak), por ahí del s. XIII. Según el Dr. Dilip Balkrishna Wani, William of Rubruck, viajero del s. XIII, reportó que los mongoles preferían un kumis hecho de leche de yegua negra, llamado caracosmos, y daban al kumis común el hermoso nombre de cosmos. Para tomarse, se utilizan los recipientes llamados piyala.
La antigua Tracia y su vecina Dacia, o Escitia menor, parece ser el centro geográfico de los pueblos que consumen el kéfir, además de ser considerada, desde la Antigüedad, la zona ecuestre por excelencia. El Imperio escita era la región euroasiática habitada desde el s. VIII a. C. y comprendía la estepa póntica desde el Danubio hasta el Mar Negro (donde nació Chéjov) y su vecino, el Mar Caspio. Para quien, como yo, necesite un mapa para ubicar esta región, diré que incluye o colinda con los siguientes países: Kazajistán, Rusia y Ucrania; Azerbaiyán, Sarmacia, Bielorrusia y Polonia. De hecho, Herodoto habla sobre la producción de leche de yegua, kumis, por parte de los escitas:
“Los escitas ciegan a sus esclavos para utilizarlos en la preparación de la leche. Su pan es impulsar tubos de hueso, parecidos a pipas musicales, en la vulva de la yegua y luego soplar en estos tubos con la boca, de modo que unos ordeñan mientras otros soplan. Dicen hacer esto porque cuando las venas del animal están repletas de aire, la ubre es forzada hacia abajo. La leche obtenida de esta manera es vertida en profundos barriles de madera, alrededor de los cuales están colocados los esclavos ciegos, y la meche es removida. Aquello que se eleva ala superficie se retira, considerado la mejor parte; la parte restante es menos valiosa.”
Baste decir, para concluir el tema sobre el término ‘búlgaros’, que la bacteria principal para la fermentación lleva el nombre científico de actobacillus bulgaricus, y que en el pueblo búlgaro llamado Studen Izvor (más cerca de Serbia y Macedonia que de Turquía) hay un museo dedicado al yogurt. Y un último comentario respecto a la palabra ‘búlgaro’: se cree que el origen de este gentilicio proviene de la cercanía del río Volga, y que originalmente estos grandes jinetes se habrían llamado a sí mismos “vólgaros”.
El procedimiento para hacer esta bebida y recrear todo este exotismo oriental en casa es muy, muy sencillo. Según un mito ruso, la receta fue aprendida por la espía Irina Sakharova, quien obtuvo los granos o nódulos de kéfir luego de seducir al príncipe turco Karachai, Bek-Mirza Barchorov, en 1905, para llevarlos a la Rusia del zar Nicolás II. Perdón si la siguiente aclaración carece de todo el romanticismo pasado: los “búlgaros” se piden por Amazon y cuestan unos 250 pesos. Se deben lavar primero con agua filtrada (el cloro puede dañarlos) en un colador plástico (el metal también puede dañarlos), y luego se colocan en un recipiente de vidrio y se cubren con leche (la leche debe ser entera y no ultra pasteurizada). Se puede cubrir con una tapa normal, pues en pequeñas cantidades la carbonación no es suficiente como para hacer explotar un tarro, o con manta de cielo y una liga. A las 24 horas estará listo, aunque se recomienda desechar esta primera fermentación y colocar leche fresca. A las 24 horas se podrá colar y consumir (o colar y guardar en el refrigerador hasta un par de días). Es una bebida realmente refrescante y no cae pesada al estómago. A quien el sabor ácido le cueste trabajo, creo que mezclada con mango debe ser deliciosa. Para quien no quiera beberla, es bueno saber que se puede utilizar en la masa madre para hacer sourdough y para reemplazar la buttermilk que piden recetas norteamericanas como el pollo frito o los pancakes. También se puede usar en sopas, como el borscht frío lituano, o la sopa fría rusa llamada okroshka. Hay una sopa fría búlgara que se me antoja probar: tarator, una especie de tzatziki más líquido. No lo he intentado, pero debe servir para buenos aderezos con aceite y eneldo. Si en vez de 24 se deja fermentar 30 o incluso 36 horas, el resultado será más parecido al yogurt griego: ácido y apto para untarse. Creo que en un pan con miel, o con caviar, podría ser una delicia.
Yo no he logrado sentir el alcohol del kéfir, o tal vez no he bebido lo suficiente del tarrito que preparo en casa. El escritor Tolstoi declaró en Confesiones que “escapaba de las dificultades de su vida bebiendo kumis”, algo muy apropiado para un realista como él. Chéjov jamás habría confesado algo similar; él era un intelectual sofisticado. Por eso es doblemente cómico que Mason lo cure con un relato bucólico: el cuento contrapone y concilia el romanticismo refinado con la vitalidad del campo, uniendo así dos géneros tradicionalmente opuestos.
“El procedimiento para hacer esta bebida y recrear todo este exotismo oriental en casa es muy, muy sencillo.”
Parece imposible escapar del romanticismo que rodea al kéfir. Si no es por la evocación de autores tan sensibles, lo es entonces por el ensueño de lugares como el Mar Caspio y momentos históricos como el Imperio escita, mezcla de antigüedad con exotismo. Un amigo muy cercano sufrió hace un par de años de una enfermedad que ningún médico lograba detectar. Perdió más de 15 kilos y se veía delgado, demacrado y francamente triste. Cuando hablamos entre amigos, le sugerimos de todo; alguien incluso bromeó con que “necesitaba una novia”. Al final le detectaron un desbalance de flora intestinal, por lo que le dieron primero antibióticos y luego probióticos en forma de, precisamente, kéfir. Recuperó el peso en tan solo dos meses. Cuando hace poco le hablé del cuento sobre Chéjov, el kumis, su idílica estancia pastoril y el reencuentro con su esposa, reímos un buen rato. Una dosis de romance no le hace daño a nadie. EP