Taberna: Elogio del agua

En esta columna, Fernando Clavijo rinde un homenaje al agua y reflexiona sobre su importancia para la vida y para el arte de la cocina.

Texto de 20/06/25

agua

En esta columna, Fernando Clavijo rinde un homenaje al agua y reflexiona sobre su importancia para la vida y para el arte de la cocina.

Para A.V.

Recientemente empecé una relación epistolar con el cosmos. Es una especie de diario, en el cual principalmente felicito al universo por lo bonitos que están los árboles, lo agradable de la brisa de la otra tarde, o lo bien que huele cuando llueve. Todavía no se me ha ocurrido reclamarle algo, pero supongo que podré llegar a ello. Lo empecé después de leer El Emisario, la novela imperdible de la genial Yoko Tawada. En esta novela, un personaje —la dueña de la tienda— tiene una relación con la naturaleza que la lleva a saludar al pasto y a escribirle cartas de amor al cosmos. Suena cursi, y lo es, pero decidí copiarlo recordando la recomendación de Woody Allen: “If you have to steal, steal from the best”.

Releyendo lo poco que he escrito en un cuadernito que antes usaba para llevar cuentas de apuestas de juegos de póker y backgammon, veo que lo más común son felicitaciones por elementos, o más bien por cómo estos elementos se sienten o me hacen sentir: aire, sol, olor a tierra y, sobre todo, agua. Esta última es parte cotidiana de la vida de todos nosotros, y mi caso no es la excepción. Al nadar, por supuesto, me dejo envolver por ese líquido que, sin oponer resistencia, ayuda a sostener mi peso. La experiencia me ha permitido medir su densidad relativa al empezar la brazada con la mano y el antebrazo en lo que se conoce como “el apoyo” en español o, en inglés, “the catch”, una sensación de complicidad con el agua. A veces oscura, si llego de madrugada, me recibe como un abismo íntimo de líquido amniótico que invita a la introspección.1 Si voy cuando el sol ya ha salido, la luz se bifurca en miles de astillas a mi alrededor que brillan como disco ball en esta fiesta increíble que es estar vivo. Aunque el frío excesivo puede ser incómodo, cuando el agua está un poco fresca su efecto estimulante es mayor. Resulta incluso un remedio muy eficaz contra el dolor de cabeza de una noche un poco larga.

Pero esta columna trata sobre lo que se ingiere, y el agua se come tanto o más de lo se bebe. No es solo que los alimentos contengan agua, sino que la propia forma de almacenarlos requiere de ella. El glucógeno, que es la sustancia con la cual llenamos “la alacena” que son el hígado y los músculos, y que es lo más cercano a la “gasolina” con la cual nos movemos, requiere agua para su almacenamiento y consumo. Estrictamente es un polisacárido de reserva energética, formado por cadenas ramificadas de glucosa y, en promedio, cada gramo de glucógeno se guarda con aproximadamente 2.7 gramos de agua. Por ello, cuando los atletas hacen “carbo loading” un par de noches antes de una prueba particularmente extenuante (un triatlón, por ejemplo), es tan importante el consumo de agua como el de carbohidratos complejos.

En Cocinar hizo al hombre, de la colección “Los 5 sentidos” de Tusquets Editores, se plantea que el alimento es básicamente un intercambio de energía química celular entre alimento y consumidor, quienes, dicho sea de paso, son muy parecidos químicamente. Esto es especialmente comprensible cuando se toma en cuenta que el agua forma una parte preponderante de todos los seres vivos. Escribe Faustino Cordón: “A este respecto de la composición química, todo ser vivo contiene un altísimo porcentaje de agua, tanto extracelular como intracelular, y, en esta última está suspendida una estructura dinámica y sutil —el protoplasma, constituido fundamentalmente por proteínas— cuyo papel es gobernar continuamente la incesante transformación, unas en otras, de moléculas disueltas en el agua intracelular —los metabolitos— para aprovechar en beneficio propio (esto es, del protoplasma) su materia y energía. Ni que decir tiene que moléculas, en estado de perpetuo cambio por una parte, consumen en él su energía y terminan convertidas en moléculas químicamente inertes y han de ser repuestas; y, por otra parte, no son unas moléculas cualesquiera, sino moléculas adecuadas y con carga de energía química que son proporcionadas al ser vivo por su alimento, sin el cual, como es obvio, todo ser vivo perece pronto.”

Es decir, el agua permite el intercambio energético, en “la tumultuosa pero ordenada rotación de materia y energía a través del conjunto interdependiente de todos los seres vivos de la biósfera terrestre”. Es como si el agua, según esta visión, más que un elemento cualquiera, fuera tan esencial como si se tratase de piezas de Lego sueltas para la gran maqueta de la vida.

Más allá de este enfoque científico, el agua es indispensable para la cocina. Su mayor don es la estabilidad con la que conserva calor. Tiene sentido que sea un líquido que hierve —gracias a la evaporación— sin rebasar nunca los 100 grados centígrados, pues comunica esta temperatura precisa a las células de agua del alimento. Es tan útil como conservador y moderador de una temperatura estable que tanto el baño María como el sous vide dependen de esta facultad con una exactitud que se asemeja más a lo científico que a lo cotidiano. Para quien piense que hervir la comida es de ingleses, hay que notar que incluso una carne al carbón termina cociéndose no solo por la radiación del fuego, sino por la ebullición ascendente de sus propios jugos. Pareciera como si el punto de ebullición fuera una de esas constantes que, como su nombre lo indica, se nos aparecen continuamente. La infusión, por ejemplo, cuenta con la doble ventaja de que los 100 grados eliminan patógenos y disuelven aceites esenciales, pero no queman los taninos que dan lugar a un sabor amargo.

Algo sin nada en un mundo donde todo lleva saborizantes, edulcorantes, empaques y descripciones, enhancers… es refrescante. Hay quienes intentan vender “agua VIP”, en botellas de diseño, y hay también quien compra estos productos cuyo precio les ayuda a valorar lo que de otro modo no son capaces de apreciar. Lo económico, como siempre, es parte del tema. Sin embargo, en esta ocasión lo dejaré a gusto del lector, sugiriendo dos artículos que pueden complementar este escrito: uno de El País y otro del Washington Post, ambos en los pies de página. En el primero, se documenta el costo medio-ambiental enorme de envasar el agua, así como su cuestionable moralidad. Sí, la famosa Gwyneth Paltrow vende agua en su tienda Goop, pero por más que diga que esta agua, que hace traer de Ontario, tiene una supuesta alcalinidad beneficiosa para la salud, lo cierto es que este tipo de productos no son otra cosa que aspiracionales, como afirma el segundo artículo. Recordemos, por ejemplo, que en la década de los 90 se decía que Kim Basinger y Demi Moore se lavaban el pelo con Evian. Ridículo, sí, tanto como el absurdo de pensar que el agua puede llegar a ser “nuestra” solamente porque pagamos una factura, pero eso es una falsedad monumental que no logra esconder el hecho de que desperdiciarla es una aberración.

Pero más que los usos, secretos y política del agua, lo realmente maravilloso de este elemento es su estado natural. Un trago de agua un poco fría es una delicia. Casi parece raro que su definición incluya las palabras “incolora”  e “insípida”, cuando su transparencia es finísima y su gusto fuente de una de las mayores satisfacciones que existen. Tomarla es origen de lucidez y calma, tanto más si se compara con bebidas azucaradas o el alcohol. Ah, el disfrute de la sobriedad. Estar hidratado, además, da un confort y fuerza con las que uno se mueve mejor, duerme mejor y piensa mejor. Es un recordatorio de que lo básico, lo que a veces puede llegar a ser invisible, es en realidad milagroso. Aquí tal vez valga la pena recordar la anécdota que contaba David Foster Wallace, en la que un pez mayor ve a dos peces jóvenes nadando plácidamente y les pregunta: “¿Cómo está el agua?”, ante lo cual estos, sorprendidos, responden: “¿Qué es agua?”. EP

  1. Para quien quiera adentrarse en la natación, tengo solo una recomendación: no mirar a los de junto, no sirve de nada comprarse. []
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