
Anuar Jalife Jacobo ensaya con ironía sobre la supremacía humana, proponiendo un giro donde los hombres ocupen el lugar de los perros en las azoteas.
Anuar Jalife Jacobo ensaya con ironía sobre la supremacía humana, proponiendo un giro donde los hombres ocupen el lugar de los perros en las azoteas.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 19/03/25
Anuar Jalife Jacobo ensaya con ironía sobre la supremacía humana, proponiendo un giro donde los hombres ocupen el lugar de los perros en las azoteas.
A Manchas
De vez en cuando, en una noche llena de estrellas o frente a un populoso hormiguero quizás, nos cuestionamos nuestro lugar en el universo, nuestra posición con respecto a las criaturas que nos rodean. Algunos ejemplos librescos me vienen a la cabeza. Muy conocida es la anécdota según la cual Platón alguna vez definió al hombre como un simple “bípedo implume”. Hace no mucho leí La disputa entre los animales y el hombre, un apólogo islámico del siglo X donde se relata la encendida y hermosamente argumentada denuncia que una asamblea de animales hace contra los humanos, a quienes acusan de arrogarse una falsa supremacía y de ejercer un dominio injustificado sobre el resto de las especies. Erasmo en el Elogio de la locura y Montaigne en la Apología de Raimundo Sabunde —ambos descreídos en muchas cosas de su propio tiempo— no vacilan en señalar la miseria de la condición humana y la ingenua soberbia de quienes se imaginan superiores a los animales. En tiempos más recientes, científicas como Francine Patterson y Dian Fossey, nos revelan la inteligencia y acaso algo de la vida interior de quienes descubrimos como nuestros prójimos: los gorilas. Sin embargo, el mundo no suele escuchar con especial atención a mulos y abejas, herejes y escépticos, mujeres científicas o no científicas, y hoy parecemos más convencidos que nunca de nuestra propia jerarquía en el orden natural.
Tan eruditas inquisiciones me asaltan al pensar en los trabajos y los días de animales tan cercanos como los perros; particularmente cuando los descubro recluidos en una azotea, atados con una cadena o proliferando al mismo tiempo en calles y aparadores. Los responsables de estas curiosas condiciones tendrán su justificación: dentro de casa el perro se sube al sillón o le pega las pulgas al niño o a la niña; la perra muerde las patas de las sillas o se pasa el día echada sin hacer nada provechoso; afuera el perro participa en riñas callejeras o huele la entrepierna de las personas; la perra orina en las jardineras vecinas o se entrega a la poligamia; por otra parte, al contrario de lo que ocurre con la tenencia de un insulso mestizo, la elegante posesión de un ejemplar de raza denota prosapia y distinción, aire de castellano viejo o de gentleman inglés. Estas y otras poderosas razones son las que han llevado a su estado actual a nuestras antiguas compañías, tan antiguas que figuran —el cuerpo terracota arqueado al acecho de un animal, al lado de un cazador— en las pinturas rupestres de Tadrart Acacus (12000 a. C.) en las montañas de la actual Libia. Sin embargo, en tiempos tan modernos como los nuestros, para muchas personas los perros se han llegado a convertir en una indeseable carga, una herramienta ineficaz o una caprichosa imposición de la moda. Pensando en liberar a esa gente de sus pesados yugos y generar un beneficio para la sociedad en su conjunto, hago una modesta pregunta ¿y si los hombres vivieran en las azoteas?
Se me acusará inmediatamente de retrógrada y reaccionario; no obstante, si se me permite exponer la idea, se verá que se trata más bien de una invitación a dar un salto civilizatorio comparable con el desarrollo del sedentarismo o la invención de la imprenta. No es este el lugar para exponer todos los problemas sociales que podría solventar un intercambio de lugares entre algunos hombres y sus perros, aunque no está de más dar una serie de ejemplos como botones de muestra. Antes de hacerlo debo señalar que esta radical reforma a las costumbres, en principio, sólo atañería a los varones, pues como señala un estudio publicado en diciembre de 2020 por el Journal of Ethnobiology, al parecer fueron las mujeres quienes, desde tiempos prehistóricos, participaron más profundamente en la domesticación e incorporación social de los perros, por lo cual considero que nos toca a los hombres dar el siguiente paso en este proceso coevolutivo.
Dicho esto, quisiera dar inicio a la enumeración de beneficios mencionando uno de los más importantes: la seguridad doméstica. Sabemos que la mayoría de los perros que se encuentran atados en el exterior de una casa, lo están para servir como guardianes ante la amenaza de algún ladrón o abonero. Desafortunadamente, basta para interrumpir la celosa guardia del cancerbero un simple trozo de carne envenenada. ¿No sería el mismísimo señor de la casa un mejor vigilante? A él no se le engañaría con embustes tan rudimentarios y, armado con un buen garrote, podría ofrecer una defensa férrea de su hogar. Y suponiendo que sucedería lo peor, los perpetradores que consiguieran entrar a la residencia, maltrechos por su lucha con el valiente, todavía tendrían que enfrentar a una perra deseosa de vengar la muerte de su amo. Apostado en la azotea, por otra parte, el señor poseería una visión estratégica de su casa y podría dar aviso de los peligros a la familia mediante lenguaje articulado y no con molestos ladridos que lo mismo anuncian la presencia de un gato, un camión repartidor de gas o un vecino llegando a deshoras. En cuestión de salud pública se conseguiría una sensible reducción de los índices de alcoholismo y obesidad, diabetes, hipertensión y cirrosis. Al no tener acceso libre a fuentes de alimentos, los hombres se limitarían a comer raciones bien balanceadas de sobras de comida perteneciente a todos los grupos alimenticios. Los refrescos y otras bebidas azucaradas serían sustituidos por una buena cubeta de agua tibia y el placer de las bebidas espirituosas se daría con moderación, pues estoy seguro de que en fiestas y ocasiones especiales las amorosas madres de familia ordenarían a sus hijos: “súbele los restos de estas caguamas a tu papá”. El cambio, como se puede anticipar, también sería profundamente ecológico. Cada casa ahorraría miles de litros de agua en descargas de excusado y duchas, pues bastaría una limpieza ocasional del patio o azotea para evitar la acumulación de desperdicios y la generación de malos olores, de igual modo sería suficiente proporcionar un baño esporádico al señor, sobre todo en tiempos de calor. Se evitaría la maquila de toneladas de ropa, calzado y todo tipo de utensilios baladíes, como encendedores, cinturones, carteras, gafas, sombreros, etc. Dejarían de circular diariamente cientos de miles de automóviles, mejorando la calidad del aire y la movilidad urbana. Habría menos escupitajos en las aceras, menos miradas impertinentes, menos basura en la calle y otros avances cívicos. La vida doméstica de las familias se tornaría más llevadera: las mujeres disfrutarían de una cama para ellas solas —con la alternativa de invitar al perro o a la perra en las noches frías—, entrarían y saldrían de sus casas libremente, y las que antes tenían prohibido trabajar ocuparían los puestos dejados por los ahora confinados maridos; las niñas y los niños no temerían sospechosas visitas nocturnas ni sufrirían abandonos o padres ausentes, pues su progenitor estaría literalmente encadenado a la casa, lo cual de ninguna manera representaría un obstáculo para ofrecerle un huesito con tuétano o regalarle una caricia ocasionalmente. Por último, la medida reportaría mejoras difíciles de cuantificar, pero igualmente importantes. Alejados de los trabajos que antes detestaban, entregados a una vida de contemplación, quienes intercambiaran lugar con los perros desarrollarían una nueva vida espiritual y los que antes eran enemigos o extraños, en repetidas tardes de ocio crepuscular, mantendrían deliciosas y edificantes conversaciones de una azotea a otra.
Hasta aquí lo que corresponde a confinamientos y ataduras de los hombres. En lo que toca a su compraventa, las ventajas tampoco serían pocas. Para su instrumentación, se crearía una instancia paraestatal con participación de capital privado, a la que podríamos llamar tentativamente Mexican Human Club (MHC). Una Brigada Científica de la MHC comenzaría los trabajos realizando un amplio estudio en el que un grupo representativo de perros con probado pedigrí seleccionaría, mediante diversas pruebas científicas, de entre un grupo también representativo de antiguos dueños, a los mejores ejemplares. Los indicadores con base en los cuales se determinarían las características genéticas deseables en un hombre, podrían ser la rapidez con la que se acercaran los perros, la duración y el tipo de su olfateo, la frecuencia del movimiento de sus rabos, la presencia o ausencia de ladridos, etc. Establecidos estos parámetros, una Brigada Estadística se encargaría de evaluar uno por uno a los antiguos compradores de perros para determinar cuáles cumplen con estos estándares, y le asignaría una actividad acorde a su condición biológica. Así, de acuerdo con los criterios caninos derivados de la investigación, los ejemplares más singulares serían vendidos a familias adineradas que pudieran costear la tenencia de un humano pura sangre; los más hermosos se incorporarían a exhibiciones de talento o concursos de belleza; los más fuertes, finalmente, serían utilizados en peleas a muerte. Por otra parte, los ejemplares genéticamente menos afortunados, serían arrojados desnudos a la calle a la espera de contraer una enfermedad mortal o ser acogidos por una familia. Pasado algún prudente tiempo, una Brigada de Higiene haría un trabajo de identificación, recolección y control de especímenes indeseables. Se me reclamará que todo esto, de algún modo, ya sucede en nuestra sociedad; sin embargo, a partir de esta reforma y con la implementación de algo como la Mexican Human Club finalmente se haría en un marco de legalidad, trato digno y respeto a los derechos humanos.
Toda visión utópica tiene su punto ciego; el de la nuestra es qué se haría con los animales que intercambiaran lugares con sus antiguos dueños, cómo se solventarían los inconvenientes por los que en principio fueron expulsados, confinados y atados, cómo sin criaderos y vendedores de perros se podría adquirir uno. A falta de una reflexión más profunda, se me ocurre que podrían ensayarse algunas soluciones provisionales a estos inconvenientes. Quiero pensar que las perras y los perros, que suelen ser más dóciles que los hombres, a fuerza de convivencia terminarían por aprender las reglas de la casa o que quizás se podrían desarrollar métodos relativamente sencillos para educarlos; tal vez mediante mecanismos de estímulo y respuesta combinados con un sistema de instrucciones se les podría enseñar algo. En apoyo a esa educación también se crearían nuevas prácticas y dispositivos. Se instauraría, por ejemplo, una suerte de paseo cotidiano donde el animal pudiera distraerse, ejercitarse y atender sus necesidades fisiológicas. Para evitar fugas, peleas y accidentes durante los recorridos, se contaría con un dispositivo, muy similar a una cuerda, que atado al cuello de la perra o el perro permitiera controlarlo; para no dejar desperdicios en la calle se podría salir con un guante o algún material impermeable que permitiera su recolección y almacenamiento temporal. Se abriría, asimismo, un nuevo campo de la medicina dedicado al cuidado de la salud canina que pronto descubriría procedimientos y tratamientos para evitar los embarazos no deseados, la proliferación de pulgas y otros males. Quienes desearan la compañía de una perra o un perro, podrían intentar llevar a su casa a uno de los muchos que deambulan por las calles, que suelen ser recelosos, pero nunca lo suficiente como para rechazar un bocado de comida, un tazón de agua o una caricia. En este momento es imposible imaginar el horizonte completo, pues se trata de un ámbito inexplorado, pero, por ello mismo, abierto a la creatividad, la innovación y el emprendedurismo. En cualquiera de los casos, estoy seguro de que si los hombres vivieran en las azoteas, mejores soluciones que estas y beneficios más grandes a los pensados aquí serían imaginados por la más inteligente e ingeniosa de las especies. EP