Registro | Deben de ser los tiempos

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

Texto de 16/04/25

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

A nuestro regreso, la ciudad nos arrastra con ella: el invierno, que ha sido más largo de lo habitual, nos mantiene a María y a mí en el limbo de la incertidumbre y la confusión: ¿no era primavera ya?, ¿no se supone que todos deberían estar abarrotando los parques, las fuentes y las orillas del East River y sus playas falsas?

Supongo que no.

Con todo y la primavera que no termina de llegar, me las arreglo para enfermarme una vez más. No es grave, pero la vitamina D no ha hecho su función, sobre todo porque yo no he cumplido con mi deber de comerme las gomitas que nos recomendó Paola Mexicana y que hicimos costumbre antes de irnos de viaje hace unas semanas.

María Prieto

Normalmente sé lidiar mejor con el barroquismo intenso de vivir en una ciudad como Nueva York, pero últimamente (no por culpa del viaje, sino por culpa mía, de mis distracciones y mis decisiones) no he podido con ella. Me incomoda todo, me aturde todo, me enferma todo.

—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.

Antier fuimos a la inauguración de una muestra de un artista mexicano que no vale la pena mencionar, en un lugar de Manhattan que tampoco vale la pena mencionar. No mejoró mis ánimos. La muestra, promovida en redes con solemnidad como un homenaje a los migrantes que sufren los efectos de las políticas insensatas de la administración actual, fue todo menos eso. Fue un evento social, un desfile de egos, donde ni los migrantes, ni el arte, ni mucho menos la solemnidad, fueron visibles.

Los asistentes (en su mayoría connacionales aspirantes a bon vivants, recién llegados a la Terminal 4 del aeropuerto Kennedy y cuyo conocimiento sobre Nueva York —ciudad que presumen conocer a fondo— apenas abarca dos o tres códigos postales) bebían mezcal poblano amontonados en una mitad de la galería, como si quisieran alejarse lo más posible de la obra, hecha in situ ese mismo día por medio de un performance/simulación bien documentada, por supuesto, en Instagram.

Mea culpa, mea máxima culpa.

***

Hay un recuerdo de nuestro viaje reciente al que vuelvo muy seguido:

Camino, sol, las voces soporíferas de la carretera.
El sol, de nuevo: cantamos “Todo cambia” y “Peces de ciudad”. Luego, “Vienna”.

Estamos tirados sobre una piedra. Flor lee; María tiene una llamada. Yo escribo entre que leo a Piglia, un cuento sobre una calle que no conozco todavía, en Buenos Aires.

—¿Lees mucho cuando viajas? —me preguntó Gina, después de pedirle que me recomendara un libro para el viaje.

—No —le dije.

Ahora intento demostrarme a mí mismo que estaba mintiendo.

Estamos rodeados de piedras irregulares. El mar, tranquilo, las lame.

Todo es azul; azul claro. Incluso las piedras.

Carli Crosta, el papá de Flor, se toma el tiempo de explicarnos el cielo. Son casi las dos de la mañana y hemos comido un asado que él mismo preparó. También intentamos hacer una cata de mezcal con unas botellitas que trajimos de regalo, pero no logramos distinguir uno de otro. Sospechamos que todos son iguales.
La noche ha sido única; hacía mucho que no teníamos frente a nosotros este silencio.

La Cruz del Sur. Las Tres Marías.
Es la primera vez que veo la Cruz del Sur.

Sería inútil explicarlo.

Creo que miro al sur, pero no estoy seguro.

Creo que es el sur lo que está de frente. EP

El análisis independiente necesita apoyo independiente.

Desde hace más de 30 años, en Este País ofrecemos contenido libre y riguroso.

Ayúdanos a sostenerlo.

DOPSA, S.A. DE C.V