Registro | Balada de hombres tristes: sobre Cormac McCarthy, The Brutalist y una navaja de afeitar

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

Texto de 27/02/25

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

No recuerdo muchas cosas de cuando viví en Francia; fue hace más de diez años. Los viajes de intercambio son, casi siempre, limbos aislados en una realidad alterna, ajena al ritmo del lugar en cuestión. Un mundo de fantasía, didáctico, sí, pero cuya gracia solo permite una visión muy limitada, en la que todo se exacerba: el amor, la amistad, las palabras, la cerveza, etcétera. Por lo tanto, nada en ellos es real.

No recuerdo situaciones precisas, sino emociones intangibles (salud, Fadanelli); sin embargo, dentro de toda esa maleza de sensaciones que duró ocho meses, hay una cosa, una sola, que recuerdo perfectamente, como si fuera una escena de teatro lista para ser interpretada cada vez que la evoco: estoy en un cuarto de paredes rosas en el Hotel Bernières, un hotelito del centro de Caen, en la Baja Normandía, preparando mis cosas para asistir a mi primer día de clases. Justo antes de llegar a la puerta, me acuerdo de la llave: antes de salir, hay que dejarla invariablemente en la administración, junto a su inútil y pesadísimo llavero de madera, para evitar el regaño del encargado. 

María Prieto

Retraso mi salida y pongo la mochila sobre la cama. Comienzo a buscar en ella. Meto la mano a ciegas hasta el fondo. De pronto, siento algo en mi dedo. Algo metálico, muy liso. Luego, ardor. Saco la mano de inmediato. Una de las navajas de mi rasuradora desechable (no sé qué hacía ahí) me ha hecho un corte finísimo, perfecto, parecido a un horizonte diminuto, justo en la mitad de mi yema, dividiéndola en dos partes iguales, como la frontera de un mapa de una región desconocida, trazada por un fraile anónimo.

Recuerdo, después, la sangre. Pero lo que más tengo grabado es ese momento, entre el descubrimiento y el principio de la hemorragia insignificante, admirando la tonta belleza de esa herida perfecta y accidental.

De entre el montón de recuerdos que tengo de Francia, esto es lo único por lo que metería las manos al fuego para decir que fue verdad.

***

Leo a Cormac McCarthy por primera vez: La carretera. De vez en cuando, saco mi libreta para transcribir uno de los tantos fragmentos que me cortan la yema del dedo de una manera tan fina y horizontal como aquella navaja de afeitar francesa, tesoro nacional de mi memoria. Otras veces, solo me quedo mirando el conjunto de letras, así como cuando, por un segundo, aprecié el horizonte recién dibujado en mi dedo índice, antes de que empezara a sangrar.

*Llevamos el fuego*

*Y lo seremos siempre. 

Sí. Siempre.

Vale.*

*¿Nos vamos a morir?

Algún día. Pero no ahora.

Y todavía vamos hacia el sur.

Sí.*

*Llevamos el fuego*

No sé si es el invierno o la luz del sol —que de vez en cuando deja entrever por un instante lo que serán los atardeceres del verano antes de proseguir con su maléfica costumbre invernal de largarse a las cinco—, pero McCarthy me ha salvado con su falta de comas, con la ternura de sus diálogos, con el vértigo humilde de cada uno de sus párrafos, piezas de un rompecabezas apocalíptico que, pensándolo bien, podría empezar mañana. 

No sé si es febrero, no sé si es la muerte de Roberta Flack (que canta “Ballad of the Sad Young Men” en la tornamesa) o solo el hecho de que me es imposible recordar mis sueños tan pronto me levanto de la cama.

Todo aquí son navajas de rasurar, cortes finísimos en forma de horizonte.

***

Vi la película de moda; pero en la fila, mientras esperaba para entrar a la sala, cometí el error de abrir en mi teléfono lo que queda de Twitter, para verme, dos minutos después, absorto en los tuits acalorados de una discusión entre un autoproclamado crítico de cine y un puñado de expertos (autoproclamados también) que me contaban, con lujo de detalle, lo que yo debía pensar y sentir antes, durante y después de verla.

Vi la película en un cine viejo de la Segunda Avenida, en el East Village, que ofrecía la versión en 70 milímetros en su función de las 9 de la noche. El sillón olía a humedad. Las palomitas estaban secas y sabían a cartón salado, igual que los tuits que, involuntariamente, me venían a la mente cada vez que alguna escena estaba a punto de conmoverme.Mi culpa, claro: uno no debe andar abriendo Twitter, Instagram o TikTok en las filas de un cine o mientras espera mesa en un restaurante. Yo, por eso, prefiero llegar tarde siempre a todo. EP

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