
Leandro Arellano rinde un sincero homenaje a los perros, compañeros entrañables de los seres humanos, y reflexiona sobre el dolor de su partida.
Leandro Arellano rinde un sincero homenaje a los perros, compañeros entrañables de los seres humanos, y reflexiona sobre el dolor de su partida.
Texto de Leandro Arellano 16/05/25
Leandro Arellano rinde un sincero homenaje a los perros, compañeros entrañables de los seres humanos, y reflexiona sobre el dolor de su partida.
Nadie ignora que en su inquieto libro, Le Spleen de Paris, Baudelaire aborda distintos asuntos con gracia, ironía o humor y sonoro magisterio. Entre otros, contiene un breve ensayo que dedica a los perros buenos… “a los perros sucios, a los que todos echan como apestados y piojosos”.
Ese elogio, discriminatorio de la especie, se convierte en una opinión asaz debatible y controvertida. Llama “perros buenos” a los perros callejeros, libres e iconoclastas. Perros “pobres y sucios”, los designa, e invoca a la musa familiar para ayudarlo en su canto.
Como la raza humana, la canina tiene sus más y sus menos. Los animales apenas se miran o se advierten. Solo los hombres, las hormigas y los perros muestran irresistible curiosidad por su propia especie y se miran, se palpan, se huelen, aseguró Pablo Neruda.
Desde otra perspectiva se contempla al tipo de perros —llamémoslos míticos—, como el “Argos” de Odiseo, el “Carbunclo” de Pablo Neruda, o el “Hachiko” de linaje japonés, mascotas cuya fidelidad y otras virtudes alcanzó la boca de la fama. En el lejano Oriente, por cierto, se pueden hallar no pocos ejemplos y categorías. Mas no es intención de esta nota levantar un censo de los canes famosos que registra la historia, aunque es imposible no evocar algunos ejemplos destacados, como los que presiden ciertos libros y otras creaciones centrales y cuyo emblema podría ser el Colmillo blanco de Jack London, por ejemplo.
En cierta época la televisión impuso la moda de presentar programas estelarizados por perros, que en sus orígenes representaban conductas reales o cercanas a su naturaleza. Se trataba de animales con inteligencia privilegiada como Rin Tin Tin o Lassie. Más tarde predominaron los que culminarían en el bochorno o la ridiculez. Tales fueron los casos de perros con voz humana y otras extravagancias: Pluto, Scooby Doo, Snoopy y otros. El punto medio lo ocuparía, en esta clasificación veloz, Milú, la mascota del Tin Tin de Hergé.
Baudelaire, recordemos, elogia también a los perros calamitosos, ya se trate de los que marchan errantes, solitarios, por los barrancos sinuosos de las ciudades populosas, ya de los que claman al hombre abandonado: “Llévame contigo…”. Fustiga luego al perro regordete, al feliz cuadrúpedo, dogo o faldero, tan encantado consigo mismo. Del mismo modo, reniega de esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y desocupadas, que se llaman galgos.
Y adónde van los perros se pregunta al fin el poeta atribulado. Anhela que haya —para recompensar tantos anhelos, tanta paciencia y tantos trabajos— un paraíso especial para los buenos perros, para los perros sucios y desolados. No hay garantía de que los perros pobres, por esa circunstancia, sean buenos, ni que a los callejeros los torne más ejemplares su errancia sin fin.
Nosotros optamos por un modo distinto de considerar a Bruselas o a París o a cualquier otra ciudad donde las mascotas no sean destacables, sobre todo, por atributos como su nobleza, su arrojo, su carácter, etcétera. Méritos de por medio, entendemos que el paraíso es para todos, sin discriminación.
Entre tantos acontecimientos que tienen lugar en la culminación de la epopeya, ¿cómo no recordar el emotivo momento cuando, de vuelta en casa luego de veinte años de ausencia, Odiseo es reconocido por el anciano Argos, quien viejísimo y pulgoso, echado en un rincón, muere emocionado por la dicha de reconocer a su amo y la tranquilidad de saberlo a salvo? Es uno de los cuadros más emotivos de la historia y de la literatura universal. Otro episodio memorable es el que narra Pablo Neruda, quien, al volver a su patria luego de varios años de exilio, es recibido por Carbunclo, su vieja mascota que coloca, emocionada, las patas delanteras en el pecho del poeta. No es difícil echar mano de otros ejemplos como estos, pero baste con lo dicho.
Ya el vocablo chien es, con mucho, más sonoro y grato al oído que ‘perro’. Incluso el inglés dog parece menos rudo. Acaso con el sinónimo ‘can’ se gana en eufonía. Pero perro se queda en perro. Como en el principio de los tiempos y de la literatura.
En sus Memorias de un viudo, Verlaine, recordando a su maestro, hace referencia en una notita al tema canino, como otros tantos escritores. Solo lo anotamos, pues no es necesario decirlo todo siempre, aconsejaba Montaigne.
“El puente del arcoíris” se halla a un costado del paraíso, bajo la guía de los inspirados. Es el albergue donde hemos de reencontrar a las mascotas que se nos adelantan al reino de los muchos. Las almas de las mascotas se dirigen allí y aguardan el día en que se han de reunir con sus amos en las puertas de la gloria.
Hay algo de magia en el apego a las mascotas y la zozobra de su muerte terrenal nos autoriza a no ocultar la pena. La pena que, contada, se hace menor.
El nuestro no era galgo, dogo, ni faldero; tampoco era pobre o sucio. Era un ejemplar de músculos fuertes y pelo radiante, criado en Africa, de más de cuarenta kilos de peso, de nobleza sin igual y belleza refulgente. Lo quiso así la naturaleza, lo adoptamos nosotros así.
En la aflicción que provoca la memoria de su partida, nada nos puede conmover fuera de su sino: ni el pronóstico del clima, ni la evolución de la eficacia, la tasa de inflación, los resultados del fútbol o la circulación del tránsito en la calle… Su recuerdo recurrente acumula, eso sí, referencias fraternales y algún calificativo épico. EP