
Anuar Jalife Jacobo ensaya sobre el lápiz.
El lápiz es un ser vivo. Nace, envejece y muere. No crece sino decrece. Por eso la imagen de su vida es más perfecta que la de cualquier criatura. Llega al mundo en la plenitud de sus potencias y a partir de ahí todo es un gradual empequeñecimiento que lo acerca a una muerte plenamente aceptada, sin ilusiones ni engaños. Conjunción de madera y grafito, lleva la añosa memoria vegetal y mineral de que está hecho a nuestras manos. Por esta razón, su historia siempre posee algo de conmovedor. Uno puede desechar un bolígrafo sin arrepentimientos, pero no un lápiz. Los hombres que todo lo corrompen han fabricado algunos de materiales sintéticos, pero a esos los podríamos considerar seudolápices. Como cosa viva, el lápiz no está en la disposición permanente de ser utilizado. Es algo más que un instrumento. Antes de darle uso hay que despertarlo de su letargo transversal, hay que interrumpir la perfección circular de su punta sacándole filo. Afilar un lápiz es darlo a la luz; es dotarlo de nariz y boca, de mano y pie: todo ello es su punta. Este alumbramiento no es definitivo. A lo largo de su vida hay que darle nuevos cuidados, hacerlo caminar, permitirle hablar, dejarlo que se tropiece, que se quiebre un hueso, que se equivoque y luego que él mismo deshaga sus entuertos con el rabo, mientras lo tenga. No hay instrumento más noble ni más útil ni más humilde. Pequeño árbol, niñas y niños tallan sus nombres en el dorso de los lápices como signo de pertenencia, pero también de comunión; dueño de su propia ánima, los carpinteros y los albañiles, las científicas y las pintoras acostumbran a llevar uno como figura totémica entre la oreja, junto a la cien, acaso para escuchar su buen consejo; materia orgánica, resulta tentador llevárselo de vez en cuando a la boca, morderlo, saborearlo, o usarlo como extensión dactilar para rascarse la espalda o la cabeza. Como criatura oficinesca bajo nuestro cuidado, se puede medir el talante moral de una persona por la relación que guarda con sus lápices. Es prudente desconfiar de quien a la menor incomodidad cambian de lápiz. ¿Qué se puede esperar de alguien que abandona un lápiz cuando apenas lleva unos centímetros de existencia? Merecen todo nuestro respeto, en cambio, aquel que lleva la subsistencia de sus lápices al límite de lo ergonómico. Viejos lápices que apenas caben entre los dedos son la imagen de una biografía escrita con toda dignidad. El lápiz nunca desaparece del todo. Su voluntad vital lo hace conservar su parte metálica y una punta que parecería todavía dispuesta a escribir. Para honrar eso no habría que tirar los lápices a la basura sino enterrarlos y hacerles un pequeño funeral: sería una forma de reconocer una vida que ha acompañado a la nuestra. EP