¡Qué nochecita!

La poeta Anne Carson leyó un poema (en ese entonces inédito) en la Feria Internacional del Libro de Oaxaca y tenemos el honor de publciarlo: “Debe ser una especie de belleza por completo distinta de la tuya, / una especie infrecuente, extraordinaria: / ¿entonces lo que me estás proponiendo / es un trueque, belleza por belleza?”

Texto de & 03/11/20

La poeta Anne Carson leyó un poema (en ese entonces inédito) en la Feria Internacional del Libro de Oaxaca y tenemos el honor de publciarlo: “Debe ser una especie de belleza por completo distinta de la tuya, / una especie infrecuente, extraordinaria: / ¿entonces lo que me estás proponiendo / es un trueque, belleza por belleza?”

Tiempo de lectura: 7 minutos

Mi alabanza de Sócrates, aquí les va:

empiezo con una comparación

para que se hagan una imagen en la cabeza.

(Las imágenes son verdaderas):



esas estatuas de Sileno

que venden en los negocios,

ya saben,

las que se parten en dos



y oh sorpresa adentro tienen

estatuillas de dioses:

él es así. También se parece un poco

a Marsias el sátiro.



Tiene los labios de Marsias,

salvo que para encantar a su auditorio

Marsias se lleva la flauta

a la boca.



A Sócrates le basta con hablar.

Hablar, aquí, es de lo más común.

En Atenas, los oradores son famosos.

Pericles, por ejemplo.

Pericles es bueno, pero



al escucharlo se vuelve bastante predecible.

En cambio, cuando habla Sócrates,

me pasa algo extrañísimo,

no sé bien



qué: es una sensación arrebatadora

parecida a un ataque al corazón, parecida a bailar:

las noches que uno baila como en trance

y al verse en el espejo se descubre llorando.



No estoy borracho.

Esto es distinto.

Ya sé que parece

la letanía de siempre,



pero el tipo te puede sacar de tu cabeza.

Sus palabras me hicieron lagrimear.

Salí corriendo.

No puedo vivir así.



Me dice (y es verdad) que 

mis valores están equivocados: que soy palenquero.

Mi vida entera, dice,

es de papel maché.



No me quiero quedar sentado al lado de esta sirena hasta morir de viejo.

No poder superarlo me deja perplejo.

El porqué es muy sencillo: son los remordimientos.

Es el único tipo que no se cree mis cuentos. 



Pero en verdad,

si desapareciera

mi pobre corazón 

palideciera.



Volvamos

a mi primera analogía:

Sócrates,

un sátiro.



Le gustan los hombres hermosos, como todo el mundo sabe.

Se enciende en su presencia, empieza

a burbujear 

como un vapor gasificado.



A la vez,

dice no saber nada,

ser ignorante,

lo contrario de un sabio.



Es bastante buen disfraz:

pero al romperlo,

por dentro tiene algo muy distinto:

que no se parece al oro, ni a los dioses,



ni a ninguna otra belleza:

alcancé a verlo una vez.

Y después de eso, tuve

que obedecerlo en todo.



Mi cálculo era este: digamos

que se prende con mi pinta y mis encantos,

y yo no hago otra cosa que complacerlo,

me va a decir todo lo que sabe.



Tenía en alta estima mi pinta y mis encantos,

despaché a todo el mundo y lo vi a solas.

(Sócrates, dime

si falto a la verdad).



Yo daba por sentado que enseguida

íbamos a enfrascarnos en una de esas charlas que tienen los amantes cuando se quedan solos.

Pero no, nada de eso.

Habló como habla siempre. Después se fue a su casa.



Me lo llevé al gimnasio.

Hicimos ejercicio.

Luchamos cuerpo a cuerpo

los dos solos.



No pasó nada.

Sócrates 2, Alcibíades 0,

pensé yo.

Así que me dejé de timideces



y lo invité a cenar.

Hmmm, dijo él, renuente, pero al fin aceptó:

¡como si yo fuera el amante y él

el muchachito codiciado!



La primera vez que vino, comió y después se fue.

La segunda, pensé una estratagema.

Lo entretuve charlando

hasta la madrugada. 



Cuando se levantó para irse le dije:

Ya es tarde,

estás cansado,

sin duda un poco ebrio:



quédate. Se acostó en la camita al lado mío.

Lo que viene después

nunca lo contaría

a no ser que:



A) estuviera borracho

B) me diera un ataque irrefrenable de honestidad

C) fuera como esas personas a las que las picó una víbora 

que de lo único que pueden hablar es de picaduras de víboras

.



Pero esto es peor sin duda alguna:

me habían picado el corazón o el alma o como sea que se llamen

las palabras filosóficas de este hombre:

esas palabras sí que calan hondo.



Golpean y lastiman, se meten

muy profundo

en tu sistema. 

Mi sistema, por cierto, es delicado.



Y esas palabras me hacen

hacer lo que ellas quieran.

Ahora 

que lo pienso,

aquí la mayoría ha compartido

la experiencia ¿sublime? ¿enloquecida?

de la filosofía 

de Sócrates:



si les cuento

lo que hice y lo que dije.

Caballeros,

les ruego que me tengan compasión.



Volviendo a aquella noche:

ya estábamos a oscuras, los esclavos se habían acostado.

Para qué ser sutil, pensé. Díselo y listo.

Lo zarandeé:



“¿Duermes?”.

“Eh, no”.

“Te cuento lo que decidí”.

“A ver, dime”. 



“A mi entender, Sócrates

eres el único amante digno que he tenido.

Pero tú no te animas a hacer nada.

Te digo lo que pienso:



no poder complacerte sería una locura de mi parte.

Esto [señalándose]

o cualquier otra cosa que desees –mi lana o mis contactos–

es tuyo. Tengo un solo objetivo: ser



el mejor Alcibíades que pueda.

Podrías ayudarme. Mejor que nadie.

Me daría vergüenza no entregarle a un hombre como tú

lo que quisiera”.



A esto, a su manera irónica de siempre,

Sócrates respondió: “Mi querido Alcibíades,

después de todo, no eres ningún tonto

si ves en mí el poder de mejorarte.

Debe ser una especie de belleza por completo distinta de la tuya,

una especie infrecuente, extraordinaria:

¿entonces lo que me estás proponiendo

es un trueque, belleza por belleza?



¿Es un negocio justo? ¿Tu belleza a cambio de la mía? ¿Supuesta por real?

Me parece una oferta sospechosa, cambiar bronce por oro.

Y después me habló mal de los negocios

y dijo algo acerca de los ojos del alma,



y eso fue todo.

Dije que estaba claro lo que sentía yo

y que ahora le tocaba a él. 

Él me dijo: está bien.



Digamos que había hecho mi jugada.

Estaba convencido de que era una carta ganadora.

Me levanté a taparnos con mi abrigo (era invierno),

metí las manos por debajo de su túnica y abracé a este hombre milagroso.



Y así pasamos la noche entera.

(Sócrates, dime si falto a la verdad).

Ahora, caballeros del jurado, ¿qué les parece a ustedes?

¿Acaso no me desdeñó, me despreció, se burló de mi pinta y mis encantos?



¿Eso no les parece algo insultante?

Les juro por los dioses y las diosas

que al levantarme no me había “acostado con Sócrates”

más que si me hubiera ido a la cama con mi padre o con mi hermano.



Podrán imaginar en qué estado me encontraba.

Ofendido, sin duda, pero maravillado

de cómo se podía controlar este hombre.

No tienen parangón su integridad ni su fuerza interior.



No quería ponerme histérico y perderlo,

pero no tenía idea

de cómo seducirlo.

Sabía que la lana no le interesaba. 



Y yo ya había jugado

la que creía mi carta ganadora (la pinta y los encantos).

Estaba confundido, anonadado, no sabía qué hacer.

Después nos reclutaron: el invierno



no es la mejor época para ir a la guerra.

Potidea,

el sitio,

compartimos la tienda de campaña.



A ver, para empezar, las privaciones ni le hacían cosquillas.

Podía estar sin comer,

soportaba el alcohol más que ninguno.

Pero su resistencia al frío era



lo que más nos llamaba la atención. Los inviernos allá son rigurosos: una vez

heló tanto que nadie se animaba a salir de la tienda,

salvo que se pusiera toda la ropa encima

y se envolviera los pies con fieltro y lana de cordero.



Salía el tipo en mangas de camisa, como siempre,

sin zapatos,

y atravesaba el hielo

sin quejarse.



Los demás lo miraban de reojo.

Era “magnánimo”

como los héroes de Homero.

Los tenía preocupados.



Otro ejemplo:

un día, muy temprano, se apoderó de él un pensamiento

y estuvo desde el alba en el mismo lugar,

reflexionando. 



Como no terminaba de entender,

seguía sin moverse, seguía reflexionando.

Ya era mediodía.

Se estaban dando cuenta los demás.



“Sócrates está ahí parado desde el amanecer”,

alguien le dijo a otro compañero,

“está pensando en algo”.

Era un día de verano particularmente caluroso.



Alguien sacó su bolsa de dormir 

y estuvo vigilando si Sócrates pasaba toda la noche ahí, parado afuera.

Pasó toda la noche ahí, parado afuera.

Y cuando amaneció, después de una plegaria al sol, se fue.



Ahí les va otra anécdota. Es muy buena.

Fue el día que me dieron la medalla de honor

los generales.

A este hombre –y solo a él– le debo



la vida.

Yo estaba herido. Él se negaba a irse.

Me cargó con mis armas del campo de batalla y me devolvió intacto.

Rogué a mis superiores



que ese día te dieran la medalla,

Sócrates, sabes bien que esto es verdad.

No podrías negarlo.

Y tú la desdeñaste airadamente.



Después, en la batalla de Delio,

cuando nos batimos en retirada.

Yo montado a caballo y Sócrates a pie.

Él marchaba con otro compañero



en absoluta calma, despreocupadamente;

si me permiten, de hecho,

que me robe una frase

de Aristófanes,

“se pavoneaba como un martín pescador”,

mirando a un lado y a otro

para dejar bien claro que con él no había que meterse.



Enseñanza de guerra:

si te muestras tranquilo, nadie te pone un dedo encima.

Ay, cuántas enseñanzas, qué cantidad de anécdotas

si tuviera más tiempo.



Tantos hombres notables con los que compararlo.

Pericles, Néstor, Aquiles,

los héroes celebrados de antes y de ahora,

pero no.



No hay nadie así.

Con su forma de ser tan peculiar.

Con su forma de hablar tan peculiar.

No hay nadie parecido.



Ningún humano, al menos.

Volviendo 

a mi primera analogía:

sátiros y silenos.



Me había olvidado de decirles esto:

sus palabras se rompen

igual que esos muñecos.

Al principio, parece



que habla raro:

burros y zapateros, curtidores de pieles,

idénticos ejemplos,

misma jerga.



Pero echen un vistazo al interior:

por dentro es asombroso.

Es comparable a un dios, la perfección moral,

o una ganga increíble de oro puro:



sólo tienen sentido sus palabras.

Y ese, caballeros, fue mi elogio de Sócrates.

Lo mezclé con un poco de reproches.

Después de todo, lastimó mi orgullo.



Porque todos sabemos que un amante y su chico

no son intercambiables.

Sócrates, sin embargo, hace como si él fuera el muchachito deslumbrante

y yo el anciano que mendiga amor.



Ya les hizo lo mismo 

a muchos otros.

Agatón, ten cuidado.

No te quiero decir que es querendón.



No te quiero decir que estás pendejo.

Pero recuerda el dicho, que ya es viejo:

“Se aprende a golpes”, sí.

Ahora te toca a ti. 





Banquete: posludio

Alcibíades termina su discurso. Los demás se ríen

porque lo sienten aún muy prendado de Sócrates.

Pero Sócrates lo refuta y lo acusa de sembrar cizaña entre él y Agatón. De manera que el tradicional

triángulo amoroso asoma por debajo de los

protocolos caballerescos y las astucias del caso:

Alcibíades ama a Sócrates que ama a Agatón, que no

declara su amor. En ese momento, interrumpe la

fiesta un grupo de juerguistas. Se desata el caos. Se

bebe vino en grandes cantidades. Transcurren varias

horas pero, al amanecer, la mayoría de los invitados

volvieron a sus casas o yacen inconscientes en el

suelo. Sólo Agatón, Aristófanes y Sócrates siguen

todavía ahí, despiertos todavía, bebiendo todavía,

filosofando todavía. Cerca del amanecer, Agatón y

Aristófanes se duermen. Sócrates los tapa con sus

túnicas y se va. EP

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