En mi próxima vida quiero ser actor (porque en esta ya soy actriz)

Leticia Huijara ha ganado un Ariel como mejor actriz, ha sido nominada a ese premio en distintas ocasiones y recibió también el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda. Es una actriz que escribe y una escritora que actúa. Narra aquí cómo descubrió los prejuicios que hay en México en torno a las actrices y a lo que vemos. Su historia es una que inspira porque define, en parte, la transformación de las mujeres que saben crear mundos en escena.

Texto de 03/11/20

Leticia Huijara ha ganado un Ariel como mejor actriz, ha sido nominada a ese premio en distintas ocasiones y recibió también el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda. Es una actriz que escribe y una escritora que actúa. Narra aquí cómo descubrió los prejuicios que hay en México en torno a las actrices y a lo que vemos. Su historia es una que inspira porque define, en parte, la transformación de las mujeres que saben crear mundos en escena.

Tiempo de lectura: 13 minutos

Acto I

Prólogo

¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?

No fui una niña que soñó con ser actriz. Antes, deseé  ser astronauta, dueña de una papelería o clavadista en la Quebrada. Quería ser marimacho. Así le decían a las mujeres que se atrevían a realizar las actividades divertidas reservadas para los hombres. Anhelaba ser prieta para que nadie me criticara por ser amiga de Práxedis, mi compañero de la escolta al que mis tíos apodaban Benito Juárez cuando yo presumía su gran inteligencia. Vaga: en mi infancia atesoré  la libertad de escaparme todos los días con los chamacos de la cuadra para hacer excursiones peligrosas a la playas de mi natal Acapulco o a las vías del tren cuando el destierro del trópico nos llevó a vivir a un rancho en el estado de México. No veíamos televisión porque la vida real era más emocionante que las telenovelas; en el pueblo no había un cine y lo más cercano al teatro que pudimos apreciar en aquel entonces eran las representaciones de las batallas entre moros y cristianos.

Mamá Lola, mi bisabuela, nos repetía, durante la comida, las historias que venían a contarle en las horas que atendía su puesto de revistas. Algunas tardes o en días feriados, mi hermana y yo la acompañamos y leíamos las historietas que publicaba la editorial Novaro. Desde Rarotonga, una mulata de ojos verdes que  reinaba en la selva y se vestía siempre con bikinis, hasta las aventuras de la pequeña Lulú, pasando por Kalimán,  Fantomas y la familia Burrón.

Mi bisabuela era una mujer empática que intentaba ayudar a los demás aunque sólo fuera escuchando. Algunas veces hacía pequeños préstamos de dinero y, muy pocas, se atrevía a dar consejos. Mamá decía que había sufrido mucho y a mí me gustaba alegrarla haciendo parodias de los personajes imperfectos del pueblo —el padrecito de la iglesia que oficiaba misa totalmente alcoholizado, entre ellos— y bailándole cumbias. Adoraba mirar sus mil arrugas que tenía alrededor de sus ojos mansos si lograba hacerla reír. Aplicaba la misma fórmula con mi madre para distraerla cada vez que se ponía sería y pretendía advertirme de los peligros que corría escapando de la casa mientras ella estaba trabajando. Sin embargo, esas representaciones se llevaban a cabo en estrictas condiciones de privacidad. En cualquier evento social me comportaba en extremo tímida. Tendía a aislarme a grado tal que los adultos creyeran que no me encontraba a gusto en medio de bautizos, primeras comuniones, bodas o funerales. O que “sufría por el abandono de mi padre” (aunque no era así, porque en realidad fueron ellas, la madre y sus dos hijas, quienes una noche abandonaron el puerto).

Resting bitch face. Esa podría ser la tardía respuesta a la expresión que adoptaba el rostro de nuestra antagonista cuando le daba por ausentarse de su presente. Ahora sabemos que existe una explicación de orden morfológico para entender que la adopción de ciertas gestualidades no viene necesariamente acompañada de un sentimiento específico. Pero estamos en los años setenta, esa información no existe y a la niña vaga y marimacha se le agrega el estigma de malhumorada. Las princesas suelen ser agradables y sonrientes. Las actrices también. A las niñas de gesto adusto y/o reconcentrado no se les augura un futuro siendo el centro de ninguna historia. Ni de las trágicas. Los altísimos niveles de desinhibición emocional, que se le atribuyen a las comediantes, no formaban parte de los atributos sociales con lo que podría contar esa niña cuyas mejores, sensibles y cercanas relaciones eran las que entablaba con las plantas de la huerta.

Mi abuelo materno era un señor risueño y hablador, a pesar de su profunda infelicidad matrimonial, que relataba, una y otra vez , su participación como extra en una película protagonizada por Pedro Infante cuando la producción de la misma llegó para utilizar la hermosa e histórica plaza de Los Reyes Acozac, el pueblo  de origen náhuatl en el que vivíamos, como locación. Felipe Cano Villanueva, mi dicharachero abuelo, presumía que la famosísima actriz  Fanny Cano era hija de uno de sus primos. El abuelo Felipe también era alcohólico y tenía poca credibilidad entre la familia. Hasta ahí mis primeros encuentros con la farándula.

Acto II

¿A dónde voy?

Fui una alumna destacada, retenía conceptos con facilidad y poseía una extraordinaria memoria. A cambio de esas inmensas bondades mi sentido de la orientación es nulo y me pierdo aun después del invento de los GPS. Podría llenar páginas completas de los múltiples peligros potenciales e inminentes a los que esta condición me ha expuesto durante toda mi vida adulta, pero este texto va de los extravíos de una mujer que termina asumiéndose como creadora.

La línea que apuntala esta etapa del relato es académica, era mi manera natural de destacarme. ¿Califica esto como manifestación del narcicismo inherente al oficio de actriz

Obtuve el segundo lugar de un concurso de aprovechamiento de las escuelas primarias del Estado de México. El certamen en aquel entonces se llamaba Ruta Hidalgo, actualmente se conoce como Olimpiada del Conocimiento Infantil. De no ser por mi gusto por la vagancia y la necesidad de competir con los varones, mi personalidad encajaba más con la de los nerds. Mataditos, era la palabra que se usaba entonces. La escuela entera acudió para aplaudir mi proeza. Subí al estrado luchando por esconder el enojo profundo que me producía haber perdido el primer lugar por décimas de punto y por mantener en su lugar una pesada diadema de margaritas plásticas que mamá encajó en mi cabeza y malamente sostuvo con un puñado de pasadores metálicos que horadaban mi cráneo y nublaban mi cerebro.

Por aquel entonces mi madre se casó, abandonamos el pueblo y a Mamá Lola; a mis trece tíos, mis madrinas, las viejitas rezanderas; las ferias, las fiestas del día de Reyes. La barbacoa y los cocoles. La infancia se acabó.  Mi dirección ahora se ubicaba en un novísimo fraccionamiento residencial suburbano y mi escuela secundaria en la inmensa, desconocida y aterradora ciudad de México.

El cargamento con el que mi  padrastro llegó a nuestras vidas incluía:

-Una abuelastra católica de carácter agrio. (Dos cosas a su favor: hacía las mejores tortillas de harina y me enseñó a prepararlas; nos obligaba a acompañarla a la iglesia (esto no suena nada bien, pero continúen leyendo y verán…)

-Una biblioteca en la que se distinguían la Enciclopedia Salvat de los Grandes Temas y una colección de cuentos y novelas de los más destacados exponentes del llamado boom latinoamericano.

“Las princesas suelen ser agradables y sonrientes. Las actrices también. A las niñas de gesto adusto y/o reconcentrado no se les augura un futuro siendo el centro de ninguna historia. Ni de las trágicas.”

La prohibición absoluta para salir de la nueva casa tornó mis vagancias callejeras en vagancias literarias. A los trece años sabía bastante del mundo y sus misterios gracias a Vargas Llosa, Cortázar o García Márquez. A la suma de mis pérdidas se agregaba la libertad de movimiento de la que gozaba tanto en el puerto como en el pueblo. Para compensarlo, participaba en todas las   actividades físicas que la nueva escuela ponía a mi alcance: atletismo en todas sus variantes,  vóley, básquet. Diplomas de primero y segundo lugar que el subdirector de la escuela ponía sobre las mesa cuando la histeria de la maestra de Civismo exigía mi expulsión definitiva. Mi tendencia a juntarme con los niños malos me hizo participar en aventuras peligrosas que irremediablemente eran descubiertas y castigadas con severidad. No obstante, la niña flaca a la que se le demoraban la aparición de los caracteres sexuales secundarios, no paraba. Hablaba en clase, interrumpía a los maestros, los contradecía. La psicóloga de la escuela recomendó la practica de actividades artísticas. ¿Qué querría hacer si eso fuera posible? Volar dando giros interminables como las bailarinas. Estallar el mundo en pedazos con las notas emanadas de mi voz. Pero las mamás trabajadoras no tienen tiempo ni dinero para procurar a sus hijos clases de arte. Y, en el suburbio, lo más cercano a la expresión artística era la pista de patinaje.

En la secundaria existía el taller de artes plásticas. Aunque la inversión inicial en telas, óleos y pinceles —adquiridos en una hermosa tienda del centro llamada Casa Serra— resultaba onerosa para Mamá, podíamos estar tranquilos porque eso materiales durarían los tres años de la secu. Eso, las clases de matemáticas y de español, fueron los espacios de fuga en los que la adolescente rebelde logró volar y hacer estallar el mundo. También las trincheras desde las que se termina en estallar el mundo.

Mientras tanto en el suburbio…

Prohibición de salir, a menos que fuera a la iglesia. Bueno, pues ni modo. A misa. A tocar la mandolina y a cantar “…una espiga dorada por el soool…” a la hora de la comunión en la liturgia de los domingos a las doce. Ensayos todos los sábados a las cinco. Venga, con alegría, que nos escuché dios nuestro señor:  “el racimo que corta el leñadooor…”

Un sábado. Saliendo del  ensayo. Atrio de la iglesia.

Muchacho melenudo se aproxima:

Hola… (Mira hacia abajo y hace rayitas en el suelo con la punta de su zapato), me dijeron que te preguntara si quieres participar en una obra.

Yo:

¿Una obra? (Miro para todos lados buscando a mi hermana Laura que, como siempre, se quedó a platicar con la monja del catecismo.)

Muchacho melenudo:

Sí. Necesitamos gente que cante. ¿Estás en la estudiantina, no?

Yo:  (Asiento, dudosa, sin dejar de buscar. Esa monja quiere llevar a mi hermana por el camino aterrador de la religión.)

Muchacho melenudo:

¿Sabes bailar?

Yo: (Dudo pensando si bailar cumbias cuenta.)

Sí.

Muchacho melenudo:

En este papelito está la dirección. Nos vemos el próximo sábado a las siete.

Domingo por la mañana, después de desayunar. Comedor de la casa.

Mamá:

¿Teatro? ¿Cómo teatro?

Yo:

Es una obra sobre la vida  de Jesucristo.

Abuelastra: (Deja la gordita a un lado.)

Ay, qué bonito. ¡cómo los misterios!

Yo:

Sí, algo así.

Mamá:

¡Ah, bueno, pues participa!

Consumatum est.

La obra sobre la vida de Jesucristo (Súper estrella) se estrenó una noche gélida de diciembre en el atrio de la iglesia. A Mamá le gustó mucho, sobre todo el muchacho que hacía de Judas.

Mi abuelastra opinó que todos gritábamos demasiado y no entendió por qué usábamos  tan poca ropa estando en la iglesia. Mi padrastro no dijo nada.

Me subí a la Rambler verde que arrancó de inmediato para regresar a casa sin despedirme de mis compañeros que iban a una fiesta para celebrar el estreno.

Ya no hubo más comentarios. El auto se perdió de vista hasta el…

Oscuro total.

Acto III

El sí mágico

Si yo fuera…

Literatura dramática y teatro. Así se llama la carrera que ofrece la UNAM a la gente que sueña con hacer teatro desde la dramaturgia, la dirección y la actuación. Cuando llegué a mi primera clase, tenía claro que quería ser actriz pero me entusiasmaba la idea de seguir leyendo y de escribir. Contar historias. Estudiar en la bellísima Ciudad Universitaria fue un sueño que heredé de mi padrastro y mi mamá (aunque ellos creían que iba a la Facultad de Biología y no a la de Filosofía y Letras, y que me convertiría en Química farmacobióloga y no en bataclana.) El engaño terminó seis meses después cuando, como en la canción de Serrat, les dejé sobre la mesa un adiós de papel y partí, veloz y ligera.

Conseguí un trabajo de modelo de pantalones. Me fotografiaban de la cintura para abajo y de espadas para anunciar diversas marcas de esas prendas en catálogos de moda. Eso me alcanzaba apenas para comer mal y pagar el alquiler de un cuarto de huéspedes, pero me permitía atender sin falta a las clases y los ensayos. Leía una o dos obras al día, escribía ensayos sobre ellas y participaba en todos los exámenes a los que me convocaban los compañeros de dirección que estaban por titularse. Veía todas las obras de teatro que podía conseguir con el descuento de mi credencial de estudiante y me colaba a las que me era imposible pagar. Caminaba mucho para ahorrar lo del transporte y en las clases de actuación, voz y movimiento corporal, hacía ejercicio por horas. Estudiaba textos para después memorizarlos. Investigaba todas las formas posibles de encarnarme en otra, de crear ficción, de contar historias. Los griegos, los romanos, los románticos;  el surrealismo, el dadaísmo, el expresionismo. Jarry, Artaud, Chejov, Beckett…

Reviso esa mi vida mía de entonces y trato de recordar alguna noción de cansancio sin que logre ubicarla.

Creo que era feliz.

Muy feliz.

Acto IV

¿A dónde voy?

Hice mi primera y única audición para participar en una obra de teatro institucional cuando aún no terminaba la carrera. Gracias a que en De la calle, célebre montaje de Julio Castillo, el ochenta por ciento de los personajes eran jóvenes, pude colarme al mundo del teatro artístico. La actriz que hizo el rol protagónico no compitió por él. Llegó para el primer ensayo. Muy pronto entendí que en ese teatro, al que aspiré a pertenecer, los personajes y proyectos se asignaban de manera directa. Me desconcertaba la naturalidad con la que una comunidad informada y sumamente politizada, aceptaba que novias, esposas, amantes o hijas fueran protagonistas o cabezas de reparto de compañías y proyectos teatrales auspiciados con el dinero del Estado.  Alrededor de estas prácticas la costumbre era el silencio, la complicidad o la resignación que terminaban por normalizarlas. Al día de hoy, cuando de manera urgente y necesaria se denuncian abusos y acosos, la práctica del  nepotismo entre nuestros creadores es un tema que sigue siendo tabú.

Como no era novia de ningún director, no tenía ganas de serlo, ni tampoco de ser comparsa de la actriz “primera dama”, y el teatro que en ese entonces llamamos de manera despectiva “comercial” no me interesaba, empecé a contemplar un plan B: escribir era la segunda cosa que más me entusiasmaba además de actuar, y quienes leían mis textos me alentaban de forma constante para que no dejara de hacerlo. Mi maestro de teatro documental había intentado que un ensayo mío sobre A sangre fría, de Truman Capote, fuera publicado en la Revista de la Universidad. No lo logró, pero me dio alas. Escribir, autogenerar proyectos, escaparme de un estado de cosas que me irritaba y con el que sabía que no podía ni quería convivir.

“Las telenovelas contaban historias de mujeres rubias y hombres blancos de ojos azules en un país en el que la mayoría de la población era de mestizos e indígenas. Los morenos y los pobres eran unos seres difusos y chatos imposibles de reconocer.”

La televisión tampoco era una alternativa en esa época. Las  telenovelas contaban historias de mujeres rubias y hombres blancos de ojos azules en un país en el que la mayoría de la población era de mestizos e indígenas. Los morenos y los pobres eran unos seres difusos y chatos imposibles de reconocer. Con el tiempo descubrí que, en el teatro y el cine, estos prejuicios también se ponían en práctica, aunque ahí la variedad de personajes era más amplia y se notaba menos.

Así que terminaría mi compromiso con la obra y empezaría a trabajar en mi futuro. Quizá regresaría a la universidad a estudiar letras hispánicas, intentar publicar pequeños textos. Mi novio hacía documentales y yo escribía para él algunos guiones o textos extras que le hacían falta en el proceso de edición. Buscar también por ahí.

Algo se me ocurriría.

De la calle fue un suceso escénico que me trajo infinidad de regalos.

A saber:

Trabajar con un director-artista.

Hacer más de doscientas representaciones en el bellísimo Teatro del Bosque, hoy conocido como teatro Julio Castillo en honor al genio. Nunca me volvió a suceder.

Dar funciones en el Public Theater en Nueva York.

Comprar mi primer auto.

Abrir una pequeña cuenta de banco.

La última noche en Nueva York, mi amiga Pilar Boliver y yo, embriagadas literal y metafóricamente, abrimos la ventana de nuestra habitación del piso dieciséis de nuestro hotel del Village y arrojamos nuestros vestuarios para despedirnos de nuestros personajes.

En la madrugada del 19 de septiembre de 1988, Julio Castillo murió. Ese mismo día, por la mañana, desvelada y con los ojos hinchados de llorar, María Novaro me abría la puerta de su casa para hacerme una audición. ¡Una audición! Existía un mundo en el que no tenías que ser pariente de alguien para obtener un personaje. Y me lo gané. Tres meses después de esa primera cita supe que sería Lola. Mi primer personaje protagónico en la película del mismo nombre.

No regresé a la universidad. Cada cierto tiempo lo pienso. Me encantaba estudiar. A cambio, recuperé la posibilidad de retomar el gozo de esa niña a  la que le gustaba hacer reír.

Dar cariño entreteniendo a los demás.

Si digo que también sigo siendo tímida, nadie me lo cree. Diré entonces que soy reservada, que me niego a interpretar la rutina de la actriz de tiempo completo. Que me gusta esconderme y, finalmente, después de muchos años, puedo reivindicar mi derecho de tener el rostro que tengo: fuerte, la mirada oscura, intensa. Con un ligero endurecimiento de los labios.

Yo no soy  bonita, ni lo quiero ser…

Ni tampoco dulce o vulnerable. ¿Por qué a un hombre, a un actor, no le piden nunca que suavice su expresión? ¿Qué sea menos duro?

No quiero ser una actriz que interprete papeles “de acuerdo a su edad”. Esto significa que a los cuarenta ya no eres deseable para un hombre, a los cincuenta cuidas nietos y a los sesenta estás lista para morir. Deseo que a mis personajes les sucedan cosas: que se enamoren, desencanten, ambicionen; apuesten y ganen.  O pierdan.

Exijo mi derecho a envejecer igual que los actores. Seguir actuando aunque tenga arrugas o panza o poco cabello. Me encantaría que mis parejas en la ficción tuvieran mi edad, no veinte años más. Quiero contar historias de mujeres que nunca quisieron casarse, tener hijos o cuidar a sus padres. A las que la vejez no les conculque derechos. A las que la belleza (el estereotipo de la misma) no les regale nada.

Más Jean Moreaus  y menos Cenicientas (una camiseta que diga).

Acto V

Una actriz que escribe

¿Escribe?

El gran dramaturgo Víctor Hugo Rascón fue tutor de la primera obra de teatro que escribí gracias a una beca del FONCA. En el prólogo de la presentación comparaba mi caso con el de Yasmina Reza, actriz francesa convertida a la dramaturgia y que por aquel entonces tenía fama internacional por Arte, una obra que se montaba alrededor del mundo. Juntos y Felices era el título de esta obra acerca de una familia rota que arrancó risas y una que otra lagrimilla cuando montamos un extracto en Morelia para celebrar el final de nuestras becas de jóvenes creadores. La obra durmió el sueño de los justos hasta que la presenté a un concurso y me ofrecieron una mención honorífica. Después la produje con relativo éxito en una sala independiente. Ya por entonces asistía regularmente a las sesiones del célebre taller de guion de Vicente Leñero y escribía, fundamentalmente, guiones cinematográficos. Intenté mostrar mis historias a algunos directores que aceptaban leerme entre condescendientes y divertidos. Las actrices son inteligentes para seducir, para conseguir privilegios gracias a sus atributos físicos pero: ¿escriben?

Sometí uno de mis  guiones a un concurso en el que la participación se daba por medio  un pseudónimo. Gané un estímulo económico y la posibilidad de reescribirlo con mi admirado Jorge Fons. Jorge me convenció para que buscara que el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) me ayudara a producirlo. ¡N’hombre, qué va a ser! A la muy normalizada costumbre de cerrar espacios a las mujeres se agregaba, en mi caso, el prejuicio hacia las actrices. Siempre que un proyecto mío como creadora requirió de mi nombre y apellido para ser puesto a consideración de los jurados (jurados mujeres, también)  el apoyo se me ha negado.

“María Novaro me abría la puerta de su casa para hacerme una audición. ¡Una audición! Existía un mundo en el que no tenías que ser pariente de alguien para obtener un personaje. Y me lo gané.”

Aprendí a sólo participar en las convocatorias en las que pudiera esconderme tras un pseudónimo. Gracias a esa estratagema he obtenido tres apoyo más de reescritura y dos premios de los que me siento más que orgullosa. El Premio Nacional de Dramaturgia de la Universidad Autónoma de Nuevo León y el de mejor guion de largometraje Matilde Landeta.

El plan B de mi primera juventud se ha convertido en muchas épocas de mi vida en plan A. Ha sido refugio y me ha alentado para explorar nuevos caminos. Si nadie va a montar mi obra, la produzco yo. Si nadie quiere hablar de tal o cual tema que para mí es fundamental tocar,  entonces yo la dirijo.

Empecé a escribir este texto sin saber a dónde llegaría, todos los días que me senté para completarlo, una imagen se posaba en mi escritorio: mamá Lola, mi bisabuela, al atardecer, sentada debajo de un pirul con el larguísimo cabello blanco suelto. Lo cepillaba después de lavarlo hasta que se secaba para volver a trenzarlo antes de dormir. Me pedía que le trajera cafecito y la acompañara un rato. Entonces hablaba de sus sueños, los que la visitaban cada noche.

Y entonces entiendo. Ahora ya sé.

Cuándo me preguntan a qué me dedico me gustaría contestar: yo me dedico a contar historias.

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