Conferencia sobre el dolor

“Aunque pertenezcamos a diferentes culturas o a diferentes épocas, los seres humanos no somos tan distintos unos de otros. La literatura es un código muy sutil que logra abrir, aunque sea por un momento, las conciencias y los corazones más cerrados.·

Texto de 10/08/20

“Aunque pertenezcamos a diferentes culturas o a diferentes épocas, los seres humanos no somos tan distintos unos de otros. La literatura es un código muy sutil que logra abrir, aunque sea por un momento, las conciencias y los corazones más cerrados.·

Tiempo de lectura: 9 minutos

Hay pocas cosas tan difíciles de expresar como el dolor físico. Si buscamos ejemplos en la literatura, veremos que son escasas las descripciones largas y detalladas de este. En general faltan las palabras para contar esa vivencia: se suele hablar de un dolor sordo o agudo, de un dolor tenue, uno que late o que lacera, un dolor agazapado o abrumador. Hablamos de una punzada, de un ardor, de una irritación en la piel. Sabemos si acaso señalar el lugar donde comienza: el brazo, la cabeza, el vientre, pero en general a los escritores nos falta el vocabulario igual que a los enfermos que intentan describirle al médico cómo se sienten. Joan Didion, quien sufría de migrañas desde la infancia, describe, en un ensayo muy poderoso que lleva por título “En cama”, los síntomas visibles e invisibles de su tormento. La migraña, “cuando llega, viene con escalofríos, sudor, náuseas y una debilidad que parece poner a prueba los límites de la resistencia.” También María Luisa Puga, en su Diario del dolor, hace un esfuerzo inusual por describir la constante inflamación en las articulaciones que le ocasiona su artritis reumatoide. En ese libro su dolor es una compañía que posee una personalidad bien definida y también un aspecto: “es untuoso, delgado, oscuro y está al acecho siempre.” Tanto Puga como Didion nos dejan clara una cosa: hay pocas experiencias tan aislantes como el dolor, porque, por más que nos esforcemos, es muy difícil que nuestro interlocutor entienda o imagine lo que estamos sufriendo. Por otro lado, resulta difícil encontrar a alguien, ya sea un lector, un familiar o un amigo, con la disposición de imaginar nuestras sensaciones. Se necesita una gran apertura y una gran empatía para aceptar recibir el dolor ajeno. Con el propio ya tenemos suficiente. Por lo general ni siquiera hacemos el esfuerzo de imaginarlo, nuestros mecanismos psicológicos de protección nos lo impiden.

En cambio, hay otro tipo de sufrimiento al que nos cuesta menos trabajo abrirnos. Ese que solemos llamar dolor emocional, dolor moral o anímico. Y ese no sólo ha sido tocado una infinidad de veces por quienes se dedican a la literatura, sino que es uno de los grandes motores del arte, uno de sus principales ingredientes o materias primas.

Hace más de veinte años, cuando empezaba a escribir y aún no tenía mucha idea de cuáles serían mis temas, asistí a un discurso del EZLN en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. En él los miembros del Comité Clandestino Revolucionario Indígena dijeron algo que me marcó particularmente: “Sólo cuando nos atrevamos a mirar de frente aquello que más nos duele y aquello que más nos avergüenza de nosotros mismos, seremos capaces de recuperar eso que perdimos hace 500 años y tanta falta nos hace como país: la integridad.” Al escuchar aquello, “Mirar de frente aquello que más nos duele…”, me pregunté cómo sería hacerlo a nivel personal. En lugar de negar el sufrimiento, en lugar de tratar de ocultarlo de mi propia mirada, darle toda mi atención, permitirme vivirlo, paladearlo. Empecé a practicarlo. Al principio con muchísimo trabajo y poco a poco con un umbral más amplio de tolerancia y fue así como empezaron a llegar los temas de mi escritura. En mi caso la ceguera, mi infancia con problemas visuales, las burlas durante la niñez y adolescencia. Así fue como nació mi novela El huésped (Anagrama, 2006), una novela en la que hablo de mi miedo a la ceguera, pero también a ese tipo de ceguera que no nos permite ver a los demás, especialmente a la gente que ha caído en desgracia, a los marginales, a la gente con capacidades diferentes. 

Toda la vida me ha fascinado la figura de los seres marginados, por sus taras físicas o psicológicas, por la gente entre comillas normal. En un libro llamado En el corazón de los fantástico (1965), Roger Caillois asegura que el monstruo es un ser cuya fragilidad lo vuelve subversivo. Transforma la realidad con su sola presencia, sobre todo porque los demás no soportan que sea diferente. Esta idea está en el origen de mi libro de cuentos Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama, 2008).

“Si después de aquel discurso zapatista comprendí que debía mirar de frente aquellas experiencias dolorosas de mi vida, el budismo me proporcionó un método para aceptarlas, para verlas de frente, incluso para permanecer en ellas.”

Casi diez años después del levantamiento zapatista, mientras leía La tumba sin sosiego (1945) de Cyrill Connolly, me encontré con una cita en pali que el autor traducía así: “El dolor está por todas partes, en el hombre no hay una sola entidad duradera, en las cosas no hay una entidad duradera”. Connolly atribuía la frase a Buda y añadía: “Este responso aún suena tristemente en diez mil monasterios.” La cita me intrigó tanto que decidí averiguar más sobre esa filosofía y fue así como descubrí que está enfocada nada más y nada menos que en la extinción del sufrimiento. Cuando Buda se ilumina y decide enseñar a los demás la manera de hacerlo, reúne a una serie de personas en la ciudad de Sarnath. Ahí asienta las bases y fundamentos de su doctrina, conocidas como las 4 nobles verdades. 

La primera de ellas es: “el sufrimiento existe y lo permea todo”.

El sufrimiento o dolor del que habla el budismo se divide en varias categorías: la primera corresponde a un dolor físico y existencial intrínseco a nuestra condición humana. El dolor casi incomunicable del que hablábamos al principio. La segunda corresponde a nuestra reacción al cambio o a la pérdida, ya sea de cosas, situaciones y personas, facultades y posibilidades a las que estamos apegados. Es decir, el sufrimiento causado por la naturaleza pasajera de las cosas y las relaciones del que habla Romeo y Julieta, la nostalgia de Ulises cuando recuerda a Ítaca, pero también novelas modernas como El gran Gatsby. La tercera se refiere a un tipo de sufrimiento muy sutil y profundo, una insatisfacción que viene con la existencia misma que se puede entrever en la pregunta por el sentido de la vida, el “ser o no ser” de Hamlet o los aforismos que Emil Cioran recopila bajo el sugerente título de El inconveniente de haber nacido (1973).

Otra de las propuestas del budismo es que, excepto el dolor físico, el sufrimiento se origina en nuestra mente por el apego, la aversión y las ideas erróneas que tenemos acerca de quiénes somos. Querer rechazar o ignorar el sufrimiento no hace sino potenciarlo, pero también lo potencia engolosinarse con él.

Si después de aquel discurso zapatista comprendí que debía mirar de frente aquellas experiencias dolorosas de mi vida, el budismo me proporcionó un método para aceptarlas, para verlas de frente, incluso para permanecer en ellas.

Aunque la obra de un escritor se nutre en gran parte de vivencias y una observación minuciosa del mundo y de nuestros congéneres, se alimenta en igual medida de los libros escritos por otros. Son muchos los autores que me han ayudado a mirar de frente el dolor y tardaría demasiado en mencionarlos a todos. Andrea Bajani es uno de ellos. Su libro Mapa de una ausencia (2017) se refiere al dolor que experimenta a un niño abandonado por su madre, mientras que Me reconoces(2013), habla de la muerte de su mejor amigo y mentor, el escritor Antonio Tabucchi. Otra de sus novelas escrita en forma de fábula y titulada Un bien al mundo (2016), comienza así:

“Había una vez un niño que tenía un dolor del cual no se separaba nunca. Lo llevaba con él a todas partes. Atravesaba el campo por las mañanas para ir a la escuela. Cuando estaba en clase, el dolor se echaba a sus pies y durante cinco horas se quedaba ahí con los ojos cerrados sin respirar. Durante el receso, acompañaba al niño y a sus compañeros hasta el patio, y a la salida atravesaba el campo de regreso con el dolor a su lado. No necesitaba correa porque nunca se habría escapado, y tampoco necesitaba un bozal porque tampoco le habría hecho daño a nadie”. 

Otra novela centrada en la experiencia del dolor es Clavícula (2017) de Marta Sanz, dedicada a la frustrante experiencia de describir y diseccionar el dolor físico, aunque también aborda el dolor de la enfermedad y del envejecimiento. En ella la autora escribe: “Al enésimo médico le describo exactamente el lugar de mi dolor. Un espacio inexplicable entre el esternón y la garganta. El médico me dice: ‘Es imposible’. Señalo insistentemente un punto hueco. Trazo círculos sobre él con mi dedo índice. Es un espacio blanco en la materia, el único territorio de la masa corporal donde no hay absolutamente nada. El médico se excede: ‘Si te clavara una aguja exactamente en ese punto, llegaría limpia al otro lado’ (…) Me imagino al médico como a esos magos que cortan cajas por la mitad con una chica dentro. No puedo creer a los ilusionistas y no puedo creer al médico. Me aparto de él. Él da un paso atrás porque tampoco me cree a mí”.

Hay escritores que uno lee como se conversa con un amigo, porque nos resultan queribles, divertidos, interesantes. Y hay escritores que uno lee como se conversa con esa parte despierta, clara, lúcida, sabia que hay dentro de nosotros mismos, con la que muy pocas veces entramos en contacto. Para mí el único que pertenece a las dos categorías es Emmanuel Carrère.

Comencé a leer su novela Vidas ajenas (2009) sin saber de qué se trataba. A mi padre acababan de diagnosticarle un cáncer terminal en la vejiga y la lectura era una de las maneras que tenía para distraerme del dolor del luto anticipado, casi tan lacerante y mucho más angustioso que el del luto verdadero. La historia se anunciaba bien: el narrador estaba en Sri Lanka en el momento del tsunami cuyas imágenes vimos nosotros por televisión y son imposibles de olvidar. No se necesitaba hacer un esfuerzo para sumergirse en la trama de esa novela. Sin embargo, poco después, Carrère volvía a Francia y la historia cambiaba por completo. El tema ya no era el tsunami, sino la agonía de quienes viven acompañando a un ser amado, enfermo de cáncer. Es decir el libro hablaba exactamente de lo que me estaba pasando, aquello de lo que yo pretendía distraerme. A pesar de lo que pueda creerse, adentrarme en la historia de Juliette y el juez Étienne, de su amistad fundada en la experiencia de la enfermedad, del sufrimiento físico y de la muerte inmediata, en vez de hacer más profunda la herida abismal que me estaba ahogando, me ayudó a entender lo que me sucedía, pero sobre todo me ayudó a dejar de fijarme tanto en mi dolor y a pensar más en el de mi padre, en lo que él estaba sintiendo, en su propia angustia, en su rabia, en la historia que lo había conducido hasta allí. En ese libro se mencionan varios autores, yo me quedé con dos de ellos: Fritz Zorn y su novela Bajo el signo de marte (1975), el único libro de este escritor suizo que habla del cáncer, de su propio cáncer, como la culminación de una historia familiar y personal, y Pierre Cazenave, psicoanalista como mi padre, cuyas palabras sobre la enfermedad como método de autoconocimiento iluminaron el camino en mi intento por comprender.

Una cita de Louis-Ferdinand Céline resume la hipótesis más elocuente de De vidas ajenas. Dice así: “Quizás lo que buscamos a lo largo de la vida, sea la mayor congoja posible para por fin llegar a ser uno mismo antes de morir”. 

La muerte de mi padre sobre todo, pero también la de otros seres muy cercanos y queridos me enseñaron que en los momentos de mayor dolor la coraza neurótica detrás de la cual solemos atrincherarnos desaparece o al menos se agrieta y eso nos da la oportunidad de establecer un contacto íntimo con los demás, un contacto privilegiado. Este descubrimiento está en el origen de mi novela Después del invierno (Anagrama, 2014), en la cual cuatro personajes atraviesan momentos de pérdidas devastadoras a la vez que descubren la posibilidad del encuentro con el otro.

Si en el budismo los maestros enseñan por su forma de ser y de estar en el mundo —uno aprende de verlos, del hecho de estar en su compañía—, en el caso de los escritores esa transmisión se da a partir de sus libros. Lo que transmiten es su propia percepción del mundo. ¿Qué es lo que Carrère me ha enseñado a ver a mí? 

A los demás, antes que nada.  A mirarlos como los describe en sus libros, con empatía, con curiosidad, con ganas de entender hasta al más perturbado de los seres humanos.

“Una de las características más llamativas de la literatura es que nos permite tener acceso a la subjetividad como ninguna otra de las artes. Los seres humanos tenemos una relación muy íntima con las palabras.”

La literatura tiene el poder de conectarnos más allá de las ideologías, con nuestras emociones más primarias como el miedo, la humillación, la ternura, el sufrimiento y la compasión que puede surgir ante este. Tiene el poder de hacer que entremos en la zona de intimidad de otras personas y de otros pueblos, que compartamos con ellas su historia, su vida cotidiana, sus miedos, sus anhelos, sus perspectivas, sus experiencias.

Coincido con Amos Oz cuando dice que “leer una novela es como ser invitado al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares y en sus sueños.” 

Aunque pertenezcamos a diferentes culturas o a diferentes épocas, los seres humanos no somos tan distintos unos de otros. La literatura es un código muy sutil que logra abrir, aunque sea por un momento, las conciencias y los corazones más cerrados. Nos hace resonar con las emociones de los otros desde lo más profundo de nuestra subjetividad.

A mi parecer, una de las características más llamativas de la literatura es que nos permite tener acceso a la subjetividad como ninguna otra de las artes. Los seres humanos tenemos una relación muy íntima con las palabras. Pensamos con palabras, soñamos con palabras. Las palabras cuando están bien elegidas nos permiten construir imágenes, expresar emociones, ponerle nombre a las cosas y describir aquellas que no pueden nombrarse como el dolor. EP

1  Traducción del título de la autora

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