
En estas Líneas perdurables, Jaime Septién se adentra en los versos ardientes de Santa Teresa de Jesús, donde el anhelo de unión con lo divino convierte la muerte en plenitud y la poesía en oración.
En estas Líneas perdurables, Jaime Septién se adentra en los versos ardientes de Santa Teresa de Jesús, donde el anhelo de unión con lo divino convierte la muerte en plenitud y la poesía en oración.
Texto de Jaime Septién 25/07/25

En estas Líneas perdurables, Jaime Septién se adentra en los versos ardientes de Santa Teresa de Jesús, donde el anhelo de unión con lo divino convierte la muerte en plenitud y la poesía en oración.
“La gracia se adapta a la idiosincrasia de la persona, como el guante a la medida de la mano”, escribió Abilio, obispo de Calahorra, La Calzada y Logroño, en el prólogo a la monumental Historia de la Literatura Mística Española, de Fray José María de la Cruz Moliner.
¿Cómo se adaptó la gracia a la idiosincrasia —vale decir, a la personalidad— de Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-1582), universalmente conocida como Santa Teresa de Jesús o Santa Teresa de Ávila? Revelándole, quizá, que la materia y la forma de su cuerpo (la mano) formaban un conato de plenitud abrazado y unido con la Belleza absoluta (la gracia).
Todo esto es especulativo. ¿Qué sabemos de la fuente de inspiración de cualquier poeta, y más aún, de los poetas místicos como Teresa “la Grande”? Karl Jaspers pensaba que la cifra de la comunicación era el fracaso. Nunca se dice lo que se quiere decir en plenitud, y por eso la comunicación —sobre todo la poética— descansa en una paradoja: expresar lo inexpresable.
Donde más desgarradoramente ha quedado plasmada esa paradoja del lenguaje y de la poesía mística es en las tres célebres líneas iniciales del poema teresiano “Versos nacidos del fuego del amor de Dios”:
Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero.
Miles de páginas se han escrito para “explicar” lo que significa vivir sin habitar plenamente el cuerpo en el que se vive; aspirar a lo más alto mediante el escándalo —para los no creyentes— de la muerte. Si los contemporáneos de Santa Teresa la miraban de reojo y a veces la consideraban medio loca por andariega y extasiada, ¿cómo se la vería ahora, cuando se asume que el éxtasis es solo un efecto de las drogas?
La reformadora del Carmelo sabía bien lo que estaba en juego en estos versos: su relación con el Dios-Amor. Una relación inefable:
Vivo ya fuera de mí,
Después que muero de amor;
Porque vivo en el Señor,
Que me hizo para Sí.
Cuando el corazón le di
Puso en él este letrero:
Que muero porque no muero.
Pocas veces la mística ha alcanzado tan graves cimas. Quizá san Juan de la Cruz o, ya en el siglo XIX, santa Teresa de Lisieux. Almas perdidas en el abismo del amor divino —nostalgia de absoluto—, pero envueltas en la alegría de la contemplación de lo eterno. Poetas porosos a la gracia, olvidados del mundo. Soledad sonora. Silencio envuelto en la palabra poética de quien entrega un corazón celoso de cielo. EP