Ciudad Juárez es “la number one”, canta Juan Gabriel

En esta crónica, Antonio Moreno lugares inusitados en Ciudad Juárez.

Texto de 28/02/25

En esta crónica, Antonio Moreno lugares inusitados en Ciudad Juárez.

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Para don Enrique Martínez

La frontera como identidad— 

Yo no sé con exactitud lo que significa “ser fronterizo”. Pero, hasta cierto punto, puedo intuir lo que implica. Me suena a algo que está incompleto, que vacila gramaticalmente y se define por lo que le falta, como su mismo y reiterado predicado incompleto. Quizá es mejor así. Cualquier intento de fijarlo, toda identidad exige afortunada o desafortunadamente una consabida etiqueta, termina alimentando ese esencialismo que fagocita todo para sostenerse. Pero está ahí, a la vista; y, como es tan obvio, no puede evitarse de un plumazo, porque eso con lo que se nutre es también arraigo: la raíz de un árbol cultural. El paisaje compartido, pero no sus bonanzas; la promiscua mezcla de los idiomas, la vida fayuquera y el coyotaje, la comida, el muro y los puentes internacionales. Genera un modo de ser que, mal encausado, puede transformarse en un aldeanismo ramplón con el que nos topamos todos los días, en todos lados. 

A medida que nos acercamos a uno de los barrios más antiguos y emblemáticos de Ciudad Juárez, La Chaveña, René Nava, que me sirve de guía porque aquí nació hace más de sesenta años, aquí creció y aquí, con los ojos cerrados, puede moverse sin ninguna dificultad por sus calles atestadas de puestos ambulantes, con olor a fritangas, a lonches de colita de pavo, de mercancías de segunda mano, de gente que va y viene con el típico ánimo decembrino, de vehículos que se hacen notar por el estruendo de los bocinazos, y, especialmente, por la cantidad de perros en condición de calle.

Luego de caminar tan solo dos cuadras, a paso lento, como no queriendo la cosa, le comento que he contado más de veinte perros callejeros; pareciera que Ciudad Juárez quisiera autoproclamarse como la perrera más grande del mundo. Uno lo sabe, o por lo menos eso creo, cuando se está en esta frontera porque percibes el ladrido de los perros en cualquier parte, sin importar dónde te encuentres. Me gusta que esto ocurra porque me da cierto norte y seguridad, dado que refuerza esa sensación en mí que los estudiosos llaman identidad (porque nos identificamos con ese algo que define y complementa); contrario a lo que ocurre en los Estados Unidos, donde los perros no ladran, como si estuvieran dopados, o quizás sea yo, en todo caso, quien no los ha escuchado ladrar nunca.

Los perros son los amos de la calle, y mientras avanzamos como inicio de nuestro recorrido, se nos entrecruzan sin que eso represente un riesgo. Tienen hambre y quieren apañársela a como dé lugar. Uno de ellos, de lindo pelaje, me lanza una mirada con intensidad, pero no se la sostengo (no es miedo sino por vergüenza), y parece decirme, no seas canijo, déjate caer con algo. Hemos dado inicio con esta expedición urbana y, al alcanzar la calle Javier Mina, le digo a René Nava, en términos de impacto cultural, que ya nos encontramos en la zona cero de Ciudad Juárez. 

La zona poniente de Ciudad Juárez vista desde El Paso, Texas: corresponde a los límites entre las colonias Altavista, Paso Del Norte, Francisco Villa, Felipe Ángeles y Anapra

La expedición duró tres horas, pero yo anticipé, sin expresárselo, que duraría menos tiempo, tomando en cuenta los antecedentes y mi vínculo con la ciudad; aunque ingenuo de mí, pasé por alto que, si las grandes urbes, como es el caso de Ciudad Juárez, se transforman constantemente, ésta lo hace de una manera tan distinta a otras, dada sus condiciones geográficas, económicas y fronterizas; al optar por un realismo demasiado expresivo, violento, crudo y muchas veces con olor a sangre, que es el exacto delineado de su personalidad cultural a lo largo de más de cien años, teniendo como punto de partida que estas calles por las que nos desplazamos esta mañana fueron escenarios de fieros combates durante la llamada revolución mexicana; esas características son inherentes a los múltiples paisajes de Ciudad Juárez; también son atributos, matices sensoriales que, como las migas de pan de Hensel y Gretel, evitan extraviarte; pero al mismo tiempo reflejan décadas de precarización y conflicto, marcadas por el abandono de los políticos, tanto los de antes como los de ahora, donde el narcotráfico sigue imponiendo la voz cantante y el ritmo urbano a todo trapo.

René Nava se adelanta o si quiere explicarme algo se demora para que yo lo alcance. Camina con la seguridad del que conoce y no sé si lo hizo de manera deliberada, viste un pantalón táctico y una sudadera de un club de fútbol inglés. Parece un júligan dispuesto a dar pelea. Me indica con un gesto para decirme enseguida que en las peluquerías que vemos por todos lados, no sé cuántas habrá, pero he contado en un breve perímetro más de cinco, venden mota y cristal a buen precio.

La Chaveña entre ruinas—

Nos dirigimos a la ilustrísima fuente conocida por los lugareños como “La pila de La Chaveña”. Pero antes de llegar allí, en ese sitio que es una fuente sin agua, pero sí llena de basura y desechos humanos (fue lo primero que encontraron ante la dictadura de la tripa), nos sale al paso una joven mujer que surgió de un callejón de la calle Nicolás Bravo, con un vestido negro, muy apretado y corto, enseñando sus muslos carnosos, con una sensualidad actuada y de botica, como la de Roberto Benigni, pero en mujer. Relamiéndose los labios y con voz pastosa, le dice a René, acercándosele:

—Hola, papi. ¿Cuarto, mi amor?

—No, gracias, reina.

—Barato. $250. Mamada y cogida.

La Pila de La Chaveña

Ante la negativa, la joven mujer pide cincuenta pesos para unos burritos. Tiene hambre, dice, ahora con una voz sin la misma carga dramática que antes. Son las once de la mañana de un sábado 28 de diciembre, que, según la tradición judeocristiana, es de los inocentes, pero el día no está para bromas. René me aclara que ella es una “tecata”. —¿Le guachaste los brazos? —, dijo inmediatamente después de que alcanzáramos la calle Miguel Ahumada. No me percaté de las pinchaduras, aunque estaba a corta distancia, le respondo, porque vi hacia el fondo del callejón que tres damas más, vestidas con igual atrevimiento, aguardaban con discreción, pero expectantes, los movimientos de la colega y más aún los nuestros, como potenciales clientes. 

Callejón Espejo y calle Globo (Barrio La Chaveña)

Una vez capturado el estado de abandono en el que se encuentra el símbolo del barrio y, quiero ir más allá, metáforas de la negligencia y el expolio, que también es una forma de agravio visual como urbano, René, para acabarla de amolar, me explica que la fuente original, donada por el gobierno de España a inicios de siglo XX, fue a parar a la casa de un político que no es necesario recordar su nombre y ordenó poner allí una réplica. Nos dirigimos al número 697 de la calle Nicolás Bravo. Ese edificio que vemos de frente y que no puede ocultar su evidente deterioro, mas no su memoria gloriosa, sirvió de residencia para los héroes de la revolución mexicana hasta pasado el medio siglo.  

Me sorprende no ver alguna placa que diga lo que escucho de René, aunque sea un pedazo de cartulina sostenida con tachuelas; y enseguida de ahí, es decir, a un costado donde durmieron los excombatientes, él ingresa por un callejón de la calle Nicolás Bravo al 703, y me sorprende que lo haga con mucha familiaridad. Me cuenta que aquí transcurrieron sus primeros años entre la infancia y la adolescencia, su propia historia familiar anclada en este barrio. En una vecindad en forma de ele, con 10 pequeñas viviendas. Y con una palmera vieja y cansada que alguna vez ofreció una sombra apacible.  

La frase de Unamuno sobre Castilla aplica para esta frontera con sorprendente exactitud. Porque en Ciudad Juárez el cielo es paisaje también. Y no es que me lo parezca.

Levanto la mirada hacia el firmamento como para ordenar toda la sucesión de imágenes, relatos fragmentados, darme un respiro; y percibo en lo alto nubes errantes, una luz espesa que se deshilacha, pero hace lo posible por suspenderse y abigarrarse en ese manto azul que permite una visibilidad extraordinaria, intensa y nítida, que después de un par de horas se torna cenizo; es que se sabe paisaje.

Es deplorable que hayamos dejado de ver hacia el cielo ni siquiera para especular (ya no digamos predecir) si va a llover, nevar o si nos caerá encima la pandilla de “Los Leos” a la vuelta de la esquina. El Ricardo Sifuentes, alias Cotera, que “era bueno p’a los chingazos”; René dice que era medio sordo y que nunca ha visto algo semejante para tirar puñetazos como él.

Los Maylon, otra pandilla de la que destacaba Pepe Tavárez, alias El Diablo, porque miraba y pegaba como tal. Y los ricos del barrio, qué tal, tirando crema con las motos y los autos abrillantados de Los Galaviz o Los Olivas, que se sentían los emperadores romanos, como dueños de la barbería y los baños “El Coco”.

René sigue narrando mientras nos acercamos a la tienda de abarrotes de don Aarón Pérez, ubicada de paso hacia el mercado de las segundas (ropa clonada, zapatos que aguantan otra vida, bicicletas, ropa usada, etcétera). Nomás escucho hablar a don Aarón, con sus visajes delicados, uno que otro requiebro y voz almibarada, y de inmediato recuerdo al personaje de “don Mocte” que interpreta el actor Ernesto Gómez Cruz en El callejón de los milagros (1995), de Jorge Fons.  

Es un hombre mayor y me pasan por la cabeza otras asociaciones, pero las reprimo, diciéndome que cada uno puede ser lo que quiera. Más que tendero, fácilmente cuenta con las habilidades retóricas para haber llegado muy lejos como político, y no líder de los de su gremio o representante del barrio ante el cabildo: vota por don Aarón este 2 de junio para senador de la república. [Uh, fácil, de calle]. 

En tanto René subraya los contrastes entre la vida juvenil en la calle de hace cuatro décadas y la falta de barrio de las nuevas generaciones, e insiste en que antes era sólo marcar límites, sin miedo de irse a los puñetazos y caguamear sabroso, don Aarón, sin contradecirlo, acota para decirle que no olvide a “Paco Prodolino”, que le daba al pegarrey y a la mota con ganas. El chacoteo del que soy todo oídos se interrumpe intempestivamente. Ha llegado como una tromba la esposa de don Aarón con una olla repleta de tamales, y aunque su tono no me parece agresivo, sí autoritario, como el del personaje que está acostumbrado a poner orden y hacerse respetar. Todo cambia, y me sorprende que don Aarón (de casta le viene al galgo), por un lado, capeando el temporal con gran habilidad; y por el otro, empieza a hablar con una voz grave como de locutor de radio.

La tienda de abarrotes y el mercado de segunda mano, en términos de arqueología urbana y para lograr capturar el ritmo del barrio, son referencias obligadas del pausado e inevitable cauce del ordinario vivir; son dispositivos que ayudan a legitimar al barrio de La Chaveña como una patria chica. Sirven de embajadas plenipotenciarias, como el puesto de gorditas en el que nos detenemos porque René primero me pregunta si me gusta el mole y, después, me asegura que allí podré saborear las mejores de Ciudad Juárez. O el caso del cliente de los abarrotes de don Aarón, que antes de irnos a toda prisa, se asomó para decirle que quería un cigarrillo por el que pagó seis pesos mexicanos. Un intercambio mínimo que dice mucho. Un ritual que sostiene al barrio, a la comunidad. Es un intercambio de confianza y de buena fe. Es como decir que la amistad, que no se vende, se ofrece como producto perecedero al cambaceo.   

El mercado de las segundas—

Espero a René con la gordita con mole en la mesa de afuera de la calle, y desde allí percibo el arribo de la gente que en un sábado cualquiera acude a hacer las compras en el mercado de las segundas de la Velarde. Se vende de todo lo que al cliente pueda interesarle, muebles, ropa usada y clonada (de las grandes marcas), zapatos tenis (vuelan los que poseen el logo del ex basquetbolista Michael Jordan), herramientas de trabajo, sombreros, televisiones. Pero el barrio, con todo su potencial, en verdad está completamente deteriorado. Y me sorprende que forme parte del casco histórico, como si no lo fuese, porque es palpable que registra un proceso de desgaste prolongado; tal vez para los políticos el perfil urbano de gueto sea más atractivo, como las favelas en Río de Janeiro, y que, en lugar de enumerar a los ídolos del fútbol, aunque no hayan nacido en este barrio (me aclara René), se pavoneen por acá, con mucho orgullo, los boxeadores como el Ranchero Ramírez, la Cobrita Soto y el Quirino García, los juliocésarchávez de la frontera. 

Colonia Josefa Ortiz de Domínguez (desde ahí se observa el centro financiero y comercial de El Paso, Texas)

Este y los barrios aledaños al viejo e histórico Ciudad Juárez, si es que el sentido común no me falla, defienden el patrimonio cultural de la ciudad. Es tan benéfico que así lo sea porque el interés por el valor del paisaje urbano y ecológico no esconde, de modo latente (que quiere decir oculto), objetivos ideológicos conservadores. Quien quiera defenderlo y va más allá de la aprehensión a capricho, es para fortalecer la memoria y la identidad, sin que haya necesidad de gentrificarlo. Es conservar y mantener lo que culturalmente y por derecho propio les pertenece a las personas que se identifican con esas delimitadas áreas de la ciudad, donde han vivido toda la vida y por generaciones, con su forma de ser, de ver el mundo, de hablar, palabras y frases que son, como dicen los lingüistas o los poetas, eufónicas, bien timbradas, con un arrastre de las consonantes cuando, como dos trenes, se encuentran fonéticamente la /ch/ con la /s/, y que se escucha como sigue: /mushasha/, /shamaco/; y una capacidad inigualable para la improvisación y creatividad, que yo, desde que las escuché por vez primera, las memoricé para siempre: “de oquis”, “arrecholarse”, “chante”, “chonte” (chantes longos, para referirse a la ciudad de Casas Grandes, que se ubica en el noroeste del estado de Chihuahua, perdón /shiguagua/), y muchas más.  

Dejamos el mercado de las segundas de la Velarde para enfilarnos hacia donde dejamos estacionado el auto de don Enrique (un Fairmont, 1976, de 8 cilindros), que me prestó para el recorrido y que René conduce porque conoce como nadie esta red de barrios, callejones, parques y personas. Consulto después el libro que me obsequiaron en las oficinas del IMIP (Instituto Municipal de Investigación y Planeación), una radiografía socioeconómica del municipio, con mapas, cifras y datos útiles. Me detengo en la sección de los niveles de bienestar (2021-2024), y de acuerdo con la simbología y los diferentes colores (seis en total) para detectarlos en el mapa, llama la atención que el color verde es predominante en Ciudad Juárez (que significa un nivel de bienestar muy alto) y en la zona de los barrios históricos, los corazones latientes y telúricos de la ciudad, por donde nos movemos, está coloreada con el amarillo, el naranja y el rojo, para indicar que los niveles de bienestar oscilan entre el medio, el bajo y el muy bajo.

Nos detenemos en el Centro Cultural Revolución, porque René me indica que allí cursó los estudios primarios, y me dice que fue fundado por el presidente Lázaro Cárdenas a finales de los 30. El mito de que antes de su construcción sirvió de cementerio para los soldados víctimas de la revolución, como los muchos relatos que deben de abundar en sus más de 80 años de fundación, no debería de reñir con un proyecto de renovación acelerada; su deterioro es apabullante, y lo peor es que, en esas condiciones, sigue en funciones. Faltan cartulinas y tachuelas para leer eso que me dice René del edificio, y no es imprudente pensar en una movilización, dentro de las llamadas luchas culturales, para que la sociedad civil y los activistas les exijan a los empresarios y a los políticos invertir para frenar el deterioro (de las calles), ya no se diga las casas de propiedad privada, pero sí, por lo menos, del patrimonio arquitectónico. René respeta mis emociones, concluyo y me dice: “Les vale madres”. El ferrocarril es al descarrilamiento, pensando en Paul Virilio, lo que los políticos y empresarios al negocio jugoso que dejan los proyectos de la especulación inmobiliaria: una promesa de movimiento que siempre arrastra su propia ruina… una ciudad caótica, mal planeada e inmanejable, no en época electoral, desde luego, y pese a todo esto, sigue siendo, como dijo Carlos Monsiváis (y no estoy seguro de ello, si lo expresó él o uno de sus dobles o es una actitud porfiada de mi parte en atribuirle una cita que no le corresponde), una ciudad de avanzada. Lo que ocurra aquí, se replicará en el resto de la república. Y yo le respondo, dado que me enseña fotos del Ciudad Juárez de antes y después de la revolución mexicana, que no comprendo esa persistente nostalgia visual, de la linda postal del pasado con un presente en ruinas, como si idealizar el pasado, y romantizarlo, fuese determinante para dosificar nuestra propia neurosis urbana, de que la ciudad sigue aquí, completamente ilusoria, inalterada y sin cambios.

Y antes de montarnos en el auto para alcanzar lo que podría identificarse como el barrio chino (en Ciudad Juárez los barrios se constituyen más por dinámicas sociales, urbanas y económicas que por una segregación étnica o de procedencia, hasta donde tengo entendido), puesto que en el barrio Bellavista, después de la década de los 40, los chinos controlaron la venta de opio (dice René), nos detenemos en el club que puede ser el único que posee el nombre más emblemático de toda la frontera: “El Paralelo 38”, situado en la esquina de la calle Javier Mina, a pocos metros del “Tangas Night Club”. 

El interior del club Paralelo 38

Todas las cervezas cuestan 45 pesos, y si pides una, te otorgan como cortesía un pedazo de carne asada, más la charla de las guapas chicas que allí atienden la barra con mucha atención, puede ser aleccionador para escuchar historias al oído del modo en que las escuchó cada noche el rey Shahryar, contadas con maestría por la jovencísima Sherezade. Le consulto a la dama que parece ser la gerente del lugar si puedo tomar una foto justo antes de salirnos. “El Paralelo 38” sirve de metonimia perfecta para la ciudad. Es la línea divisoria de estos barrios que naufragan entre la conmiseración de sus residentes, visitantes como yo y el abandono de los políticos y los empresarios; pero también se anticipa a la otra línea divisoria de México con Estados Unidos que queda a pocos minutos de aquí, que condensa la idea de frontera en este lugar al que volveré algún día a tomarme una sabrosa caguama bien fría.   

Cuando René se dirige hacia la escuela secundaria Altavista, fundada en 1964, que es otro de los referentes de este amplio sector, porque las colonias comienzan a multiplicarse, le doy un barrido como si llevara una cámara de cine en el hombro para capturar esas imágenes (de paredes escarapeladas, muchas casas a punto del colapso, con hoyancos y perros en las calles), y me da la mala sensación de que los que viven aquí, o hacen la vida comercial aquí, han sido despojados de algo (y nadie está obligado a decirlo cuando las evidencias están a la vista).

Contrasta con las decisiones vecinales que tomaron los residentes en los sectores de la ciudad más favorecidos económicamente. 

A causa de ola criminal, que golpeó económica, física y anímicamente, más una cantidad escandalosa de muertes diarias en esta frontera, de lo que va de 2006 a 2012, como un hecho semejante a lo que pudieron haber ocasionado los combates entre las tropas de las fuerzas federales contra el ejército maderista en mayo de 1911 por estas mismas calles que recorremos; grupos de vecinos decidieron cerrar más de dos mil calles con robustas rejas y mediante la contratación de agentes de seguridad privada mantuvieron el ingreso restringido a esos sectores urbanos, como si fueran pequeñas ciudades dentro de la ciudad. Y aunque la ola criminal ya disminuyó considerablemente (entre comillas, pero sí muchísimo respecto de hace más de una década), las calles siguen tomadas desde aquel entonces. Qué diferencia. En el centro histórico de Ciudad Juárez, al contrario, el visitante es libre de caminar y meterse por donde se le dé la gana.

Pasamos por las colonias Pancho Villa, El Refuego, Insurgentes, La Obrera (antes colonia del policía), Barrio Alto (…). Y no porque sean populares, tienen que estar condenadas al abandono perpetuo, y aunque muchas casas permanecen aún en obra negra, el papel que juegan los jardines y los árboles (nada qué decir de los horrorosos parques) es de una hazaña territorial que exige reconocimientos porque luchan para no dejarse perder como los horrorosos y olvidados parques (por culpa de los políticos, seguramente), frente al desierto que los rodea.  El motor del auto ruge cuando toma una pendiente que nos conduce a una de las primeras cimas pronunciadas del área, y desde allí se divisa el paisaje estadounidense, el contorno de la universidad texana de El Paso, a lo lejos, pero de cerca, lo que queda del río, parte del muro y una zona amplia resguardada con alambres de púas, con muchos agentes de la patrulla fronteriza, inmóviles como la mujer de Lot. 

Colonia Josefa Ortiz de Domínguez

Me dice René que, hasta hace algunos años, después de las ocho de la noche, podías encontrar cualquier clase de drogas aquí, donde operaba con bastante efectividad el brazo armado del cártel de “La línea”. El caserío resulta más imponente si lo observas desde el lado gringo, aunque sepas de antemano que verlo desde allá, genera los mismos prejuicios y choteos de siempre. Recuerdo la lectura de una novela policiaca que aún no se ha publicado, cuyo personaje, el excéntrico, creativo y meticuloso detective Chavarría, en los momentos de ofuscación o simplemente como un acto punitivo ante los ataques intempestivos de una moral díscola, para no olvidar el origen y el tufo de un cadáver que lo persigue siempre, estaciona su auto allá, del otro lado. Se prepara con toda la calma del mundo un “Susurro de frontera” (un coctel hecho con mezcal, licor de naranja, un chorrito de jugo de limón y poco hielo) y, mientras le da hondas caladas al cigarrillo, ubica la casa donde su madre, en 1963, de dos disparos, sin poder contener la tragedia, se vio envuelta en la penosa circunstancia de matar a su marido. Y para dosificar el peso de esa ausencia, que también se traducía en dolor, tinieblas y conflictos emocionales crónicos, le empezó a llamar “El Madafaca” a esa figura paterna que adquirió, con el transcurrir de los años, el valor y significado de un fantasma. Después seca sus lágrimas con un gesto mecánico que no puede controlar, pese a que es consciente de sentirse como un maniquí capaz de seguir llorando por un hecho que ocurrió hace muchos años, del cual se siente profundamente corresponsable y que no consigue olvidar.

Lástima, Margarita—

De un momento a otro ingresamos a caminos de terracería; el auto sube y baja por pequeños cerros, donde las casas se afianzan de las laderas, y si no fuera por los árboles que allí crecen contra todo pronóstico, el panorama sería un poco más desolador, pero para los políticos que deben observar estos sectores en época electoral de un modo distinto al que adopta el detective Chavarría desde la nostalgia pura y cruda, significa promesas perpetuas de campaña: proyectos de pavimentación, la instalación de los servicios básicos, parques decentes, campos de fútbol con pasto sintético (por lo menos), escuelas con mejor infraestructura y baños que no apesten y haya papel higiénico. Todo eso puede esperar, como el futuro es imaginable, pero no la ausencia de futuro. René detiene el auto al pie de un cerro y me anima a trepar a la cima con algo de dificultad; desde allá arriba, puedo tomar una buena foto del lado gabacho con mi celular. 

Vamos de vuelta al centro histórico de Ciudad Juárez, y digo así porque nadie se refiere de esta manera del corazón fundacional de la frontera, que, insisto, vista desde el otro lado (le llaman “El Chuco”), alimenta un sensacionalismo y prejuicio visceral que irrita mucho, por lo que ignoran a sabiendas (y eso es lo peor), del que se derivan juicios sumarios y demoledores. Se entiende de los que desean, por curiosidad, contemplar por primera vez este amplio paisaje, que es atractivo por muchas razones, empezando por los contrastes aparentes entre el primer y el tercer mundo. Quien se pare allá, y con el suficiente discurso politizado, expresará, sobre todo si proviene del resto de Latinoamérica, las frases obvias y esperadas (quietismo político ante el fenómeno lumpen-proletario, mano de obra semi esclava en las maquilas que sobrevive por debajo del umbral de la pobreza), que se entiende y está bien, pero lo peor puede provenir de los juarenses asimilados del lado gringo, quienes por razones de la violencia se mudaron a El Paso de un tiempo a la fecha, y a las primeras de cambio, presumen, con cierto orgullo vacuno, no cruzar hacia México ni para comer los sabrosos taquitos de la esquina, como si de aquí ya nada les atañera.

El mercado de las segundas de las calles Rafael Velarde y Joaquín Terrazas

Le pregunto a René si sería buena idea pintar las casas de muchos colores, como lo han hecho en las favelas de Río de Janeiro, por lo menos para modificar la percepción urbana desde el lado gringo. Le agrada mi ocurrencia, pero su pesimismo hacia los políticos lo delata; y aprovecha para recordar, mientras detiene el auto frente a las instalaciones de la Prepa Altavista, sobre el boulevard Norzagaray, construida a un costado del Río Bravo, la anécdota con unos normalistas del sur de México que vinieron a impartirles unos cursos sobre marxismo-leninismo en la década de los 70.

Los vatos (dice René) tenían el propósito de adoctrinarnos y alfabetizarnos políticamente, como si no lo hubiésemos estado desde la secundaria, que, vista de afuera, por su arquitectura, luce como la fachada de un instituto correccional para menores infractores. Aquí, en estas áreas precarizadas, como las ves (continúa René), tan pronto como pones un pie en la calle, sabes de antemano que si no actúas con rudeza, el mundo te comerá. Querían tontamente que dejáramos de ser sujetos pasivos y contemplativos, que paralizáramos la ciudad, que quemáramos autobuses. Poco faltó “p’a que les diéramos unos chingazos. Por chontes”. 

René resumió en un par de minutos dos realidades totalmente opuestas, entre la frontera norte y el sur de México. Las luchas magisteriales en el sur de México poseen una épica que, quien las escucha, se quita el sombrero; pero el pragmatismo fronterizo, de supervivencia inmediata y darwiniana, no te da la oportunidad de esos raptos nostálgicos en los que a menudo cae el detective Chavarría, personaje de esa novela policiaca aún inédita, porque la violencia es un lenguaje común y cotidiano aquí.

Con hambre y sed, nos dirigimos hacia el Kentucky Bar, donde se supone que Al Capone (a finales de la década de los 20), y, posteriormente, Frank Sinatra, la eterna y linda señorita Marilyn Monroe (casada y divorciada aquí), Jim Morrison, John Wayne (venía seguido por sus botas vaqueras), Steve McQueen (aquí falleció de cáncer), Elizabeth Taylor, Mick Jagger, entre otros, encontraron refugio en la barra de este local ubicado sobre la avenida Juárez, en la frontera más porosa del mundo. 

No conozco a ciencia cierta si los antes señalados pusieron un pie en este local al que hemos recién ingresado y nos hemos sentado al inicio de la barra, cercanos a la cocina. El dueño de un bar también legendario, ubicado a escasos metros del puente internacional que te conecta con El Paso, Texas, me dijo hace algunos años que los supuestos nombres y hechos ocurridos en el pasado del Kentucky Bar han sido parte de una mentira bien elaborada y sistemática para conseguir reputación.

Respondí que estaban en su derecho, como él mismo lo estaba ejerciendo al refutar un argumento. Lo único que desean es fundar un mito y, por lo mismo, tienen que elaborar un discurso consistente, impermeable y verosímil para que todos creamos en él. Y el discurso fundacional del Kentucky, sin deseo de querer convertirme en el abogado del diablo, corre paralelo con el elemento nuclear más importante de su contenido: la epifanía que tuvo don Lorenzo Hernández, a inicios de los 40, ante la dama sentada en la barra y que, para complacerla con un coctel, le pidió su nombre para servírselo y al mismo tiempo bautizar una de las bebidas más reconocidas en el mundo; y que, desafortunadamente, todos quieren aprovecharse para las apropiaciones de todo género.

Pero ahí está un Juan Gabriel, santo patrono y principal filósofo de esta frontera, que todo lo ve y todo lo escucha, aunque en ocasiones exagere:

Juárez es bello.

Juárez es canto.

Juárez es baile.

Juárez es limpio.

Salud. EP

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