Can ghosts die? Erotismo para fantasmas

Ricardo Quiroz nos ofrece un ensayo sobre The Computation, un poema del escritor inglés John Donne donde el deseo, la ausencia, la espera y la incomprensión tejen un complejo juego de erotismo.

Texto de 03/04/25

Fantasma

Ricardo Quiroz nos ofrece un ensayo sobre The Computation, un poema del escritor inglés John Donne donde el deseo, la ausencia, la espera y la incomprensión tejen un complejo juego de erotismo.

Para Jimena
The Computation 
John Donne

For the first twenty years since yesterday
I scarce believed thou couldst be gone away;
For forty more I fed on favors past,
And forty on hopes that thou wouldst they might last.
Tears drowned one hundred, and sighs blew out two,
A thousand, I did neither think nor do,
Or not divide, all being one thought of you,
Or in a thousand more forgot that too.
Yet call not this long life, but think that I
Am, by being dead, immortal. Can ghosts die?
El cómputo 
(trad. de Antonio Rivero Taravillo)

Los primeros veinte años, desde ayer,
apenas si creí que te marcharas
los cuarenta siguientes me nutrí
de favores pasados, y otros cuarenta más
soñando que quisiera que durasen;
las lágrimas ahogaron otros cien,
doscientos apagaron los suspiros;
durante mil, nada hice ni pensé,
ni distinguí, pues todo pensamiento fue tuyo;
o en mil más, también de eso me olvidé.
Pero no llames a esto larga vida;
cree más bien que, muerto, soy inmortal.
¿Acaso pueden morir los fantasmas?

John Donne (1572–1631) cierra su poema El cómputo con la pregunta “Can ghosts die?”. Se trata de un texto sobre el duelo, expresado como búsqueda, añoranza, deseo y pérdida. Sin embargo, también es posible encontrar que dentro del poema este duelo se expresa en clave erótica y que el cómputo del tiempo ha transformado a la voz poética en inmortal —condenado a esperar eternamente— y en muerto —no es claro si esto se debe de interpretar de manera literal o si, más bien, la espera ha generado tal angustia en la voz poética que siente que ha renunciado al sentimiento de estar viva. A través de la tensión entre ambos polos, la muerte y la inmortalidad, surge la pregunta al final del poema. ¿Acabará el sufrimiento de la voz poética cuando cese de existir? ¿Puede morir alguien que ya no está vivo? ¿Acaso pueden morir los fantasmas? En el centro de esta pregunta, también existe la tensión entre el erotismo y el duelo.

La poeta canadiense Anne Carson (1950–), en su libro Eros el dulce-amargo, también relaciona el movimiento erótico a la espera: “La experiencia de Eros es un estudio sobre las ambigüedades del tiempo. Los amantes siempre están esperando. Odian esperar; aman esperar. Atrapados entre estos dos sentimientos, los aman­tes piensan mucho sobre el tiempo, y lo entienden muy bien, a su manera perversa.” (163). El poema de Donne se encuentra inscrito en esta lógica: la voz lírica procesa su duelo como quien espera a un amante y se ve asaltado por el tiempo y sus transformaciones. A pesar de que la espera es en realidad estática —el personaje no genera un movimiento hacia el amado—, el deseo —aquello que Anne Carson identifica como Eros— permea y, en esta suspensión, genera su propio movimiento.

Más aún, dentro de la añoranza del amante por su amado, también hay elementos que permiten que este poema dialogue con la obra del filósofo lituano Emmanuel Levinas (1906–1995) quien, como Carson, estudia el movimiento, psíquico y trascendental, en el que un Yo (amante) busca dirigirse hacia un Otro (amado) como una ética del des-entendimiento. Para ambos autores, se trata de una acción que no puede concluir, pues el Yo jamás acaba por abarcar ni de entender al Otro. En palabras de Levinas: “Mismo y Otro están, a la vez, en relación y se absuelven de esta relación y quedan absolutamente separados. La idea de infinito existe en esta separación” (109). De igual forma, había que pensar que la idea del erotismo de Carson y la idea del duelo de Donne requieren de dicha separación en la que el movimiento que va desde el amante hacia el amado, como la flecha de Zenón, se acercan sin jamás poder llegar. En esta tensión del duelo como erotismo el amante se mueve hacia el amado, incluso dentro de su ausencia, y la voz lírica del poema acaba por transformarse.

Esta transformación, por su lado, depende de un trazo triangular. Explica Carson que el movimiento erótico depende de esta forma debido a que, “si Eros es falta, su activación requiere tres componentes estructurales: amante, amada y eso que se interpone entre ellos. Son tres puntos de transformación en el circuito de una relación posible, electrificados por el deseo de tal manera que se tocan sin tocarse. Estando juntos, se los aparta” (33). Para que se dé la triangulación tanto Carson como Levinas coinciden en que es necesario que la distancia entre los amantes no pueda desvanecerse. Ambas figuras se encuentran conscientes de su separación. Esta conciencia de que el Otro no está aquí donde se encuentra el Yo genera el deseo de acercarse al Otro. Agrega Carson que: “La triangulación hace que ambos estén presentes al mismo tiempo mediante un cambio en la distancia, el reemplazo de la acción erótica por un ardid en el corazón y del lenguaje. Porque en esta danza la gente no se mueve. Se mueve el deseo. Eros es un verbo” (33).

Esta estructura se replica dentro del poema de John Donne, en donde el amante genera su movimiento, a través del duelo, hacia el amado y, sin embargo, se mantiene estático respecto a la posición de su amante. Hay algo que se interpone entre ellos. No hay dirección en la que se pueda mover de tal forma que pueda acercarse. En ese sentido, el amado se revela como un fantasma frente a nuestro deseo, pues, aunque tiene una presencia, no hay un cuerpo en el que ese deseo pueda residir, es pura ausencia. El deseo y el duelo jamás logran hacer contacto.

Dentro de Eros el dulce-amargo, Carson retoma una idea similar al decir que: “Eros es una cuestión de límites. Existe porque existen ciertos límites. En el intervalo entre intentar alcanzar y aferrar, entre una mirada y su devolución […] cobra vida la presencia ausente del deseo. Pero los límites del tiempo y de la mirada y de un te amo son sólo réplicas del temblor central e inevitable que es el límite que le da origen a Eros: el límite de la carne y del yo entre tú y yo” (49). Dentro del poema de Donne, este erotismo funciona como una experiencia fantasmagórica; el límite delata aquello que no está, la súbita ausencia del amado, una espera que no concluye. Es un erotismo que reconoce los límites de un movimiento en el que el yo se acerca al otro sin jamás poder llegar. La naturaleza de este tipo de deseo es estar siempre a la deriva, la de desconocerse. La muerte del amante en el poema de Donne hace que este pueda mantenerse desconocido y extraño.

Paradójicamente, es esta imposibilidad la que mantiene al deseo vivo, incapaz de saciarse a sí mismo. En el poema de Donne, como dentro de la filosofía de Levinas, el deseo depende de un movimiento que va hacia lo comprensible. La muerte y la figura del otro levinasiano destacan en tanto que son extranjeras; escribe Levinas: “La alteridad del prójimo es ese hueco de no-lugar en el que, rostro, se ausenta ya sin promesa de retorno y resurrección” (14). El lamento dentro del poema de Donne se dirige en esta dirección, hacia el no lugar que representa un hueco en la conciencia, hacia un fantasma que es pura ausencia e incomprensión, pero es.

De esta forma, el otro se mantiene deseable y la extranjería de la alteridad produce el deseo. Es necesario que el deseo no solamente se dirija hacia lo incomprendido, sino que este movimiento sea hacia lo incomprensible, aquello que no puede entenderse del todo, aquello con lo que el deseo se mantendrá insatisfecho. El deseo erótico y el impulso por conocer tienen esto en común, pues se dirigen a aquello que se mantendrá siempre desconocido. Para Carson, por ejemplo, “Aquello que se ha conocido, alcanzado, poseído, no puede ser un objeto de deseo” (97). Eros se coloca entre los amantes porque, al separarlos, también hace que se deseen entre sí.

Quien sufre la transformación dentro de este movimiento es, en realidad, el amante y no el amado. Más aún, según Levinas, la experiencia de acercarse al Otro (al amado) le produce al Yo (el amante) “Un desarraigo del yo, arrancado a sí mismo y viviendo en lo universal. No funda ni la teoría ni la verdad: las presupone. Parte de un conocimiento del mundo, nace ya de un conocimiento, el del fracaso” (87). Así, el amante debe partir del conocimiento de que fracasará en aprehender al objeto amado. Amar es saberse náufrago, desconocer al otro y desconocerse a sí mismo a través de la alteridad del otro. La extranjería radical del otro hace que este sea, también, una fuente inagotable de deseo y de transformación.

En el poema de Donne, en cambio, la ausencia del amado es tal que el único movimiento que puede efectuar el amante es esperar, espera en la que se asume ya como muerto. Escribe Levinas: “La angustia de la muerte está justamente en esta imposibilidad de cesar: en la ambigüedad de un tiempo que falta y de un tiempo misterioso que aún queda” (55). El amante, a través de la espera, acaba transformándose en este movimiento, el amante no cesa:

durante mil, nada hice ni pensé,
ni distinguí, pues todo pensamiento fue tuyo.


El amante reside en este estado de suspensión. Se admite como muerto deseante y desconoce si el amado podrá o no volver, pero comprende que, entre el tiempo que falta y el tiempo que queda, existe la posibilidad de seguir deseando, de utilizar el deseo como una forma de acercarse sin nunca llegar, incluso si este movimiento se da mientras se aleja del amado y de su memoria. Aquí, la añoranza también opera como el movimiento erótico, pues se aferra al acto mismo del desear, de acercarse, y no al de llegar al amado.

Esta paradoja, en la que se prioriza el movimiento sobre el destino, se posiciona en el centro del dilema entre el erotismo y el duelo sin generarle un terreno infértil al amante. La trascendencia —que Carson identifica con Eros y Levinas con la idea de Infinito— se esconde en la volatilidad de lo deseado, en medio de ambos puntos. Dentro del poema de John Donne, la trascendencia se esconde en la pregunta en torno a la muerte de los fantasmas.

¿Qué implica que un fantasma pueda o no morir? Una respuesta preliminar podría señalar el absurdo que se contiene en la pregunta. Un fantasma no puede morir porque, de facto, ya está muerto. Sin embargo, el fantasma no concibe la muerte de la misma forma. Su existencia implica una reminiscencia, la búsqueda de algo que ha quedado inconcluso. El fantasma es el muerto deseante, le falta algo. En esta figura, la voz poética del poema de John Donne ve la posibilidad de continuar y de extender su duelo; si el deseo no cesa es porque el fantasma está ahí y su muerte tendría que entenderse como el acto de dejar ir, de interrumpir el deseo. La voz poética reconoce ambas tensiones y las coloca dentro de una misma paradoja: can ghosts die? La pregunta permite hablar de trascendencia porque señala su límite. En tanto exista deseo, habrán fantasmas. El amante trasciende a través de su acercamiento hacia el amado —hacia su ausencia— y a través de este movimiento se transforma en muerto e inmortal (como un fantasma). La misma frontera que los divide habilita su trascendencia.

De esta forma, la imagen del poema de Donne se coloca en medio de las propuestas en torno al erotismo de Carson y el infinito de Levinas, de tal manera que la postura fantasmal que asume el yo lírico superpone al deseo y el duelo del amante por el amado en un mismo movimiento. Este es, simultáneamente, deseo y naufragio, anhelo e incomprensión. El poema de Donne, como el trabajo de Levinas y el de Carson, se enfoca en el acercamiento hacia algo que no puede ser comprendido. Ese acercamiento lleva a la trascendencia mediante el amor y el desconocimiento, de tal forma que, siguiendo la máxima socrática, solo se puede amar aquello que se desconoce. El poema de Donne abre la puerta a la postura de un amante fantasmal, precisamente porque siempre está deseando aquello en lo que no puede percibir más que ausencia. EP

Bibliografía

Carson, Anne. Eros el dulce-amargo. trad. de Mirta Rosenberg y Silvina López Medin, Fiordo Editorial, 2015.

Donne, John. “The computation” y “El cómputo”, selección y trad. de Antonio Rivero Taravillo, Alianza editorial, 2017. pp. 82 y 83.

Levinas, Emmanuel. Humanismo del otro hombre. trad. de Daniel Enrique Guillot, 2ª edición, Siglo XXI editores, 1993.

Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito Ensayo sobre la exterioridad. trad. de Miguel García-Baró, 2ª edición, Ediciones Sígueme, 2012.

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