Artes en el exterior de la república (3)

Al terminar la Semana del Arte, las obras de arte regresan a las paredes de los museos, galerías, estudios y talleres. Luis F. Muñoz, también de vuelta en Guadalajara, nos entrega la tercera parte de esta crónica.

Texto de 29/04/25

Al terminar la Semana del Arte, las obras de arte regresan a las paredes de los museos, galerías, estudios y talleres. Luis F. Muñoz, también de vuelta en Guadalajara, nos entrega la tercera parte de esta crónica.

Lee aquí la primera y la segunda entrega de esta crónica.

Antes decía que Guadalajara era una muy buena ciudad para ponerse a escribir, pero con el tiempo me di cuenta de que lo decía porque estaba desempleado. No me malinterpreten: de vez en cuando voy al Café Madoka con la esperanza de que el espíritu de Juan Rulfo se me aparezca y nos echemos un café lechero. Así, más temprano que tarde, me di cuenta de que el desidioso y poco disciplinado era yo, no la ciudad en la que vivía. 

Me despierta el recuerdo de que tengo que entregar un par de textos que me encargaron. A raíz de que sometí a un par de amigos —trabajadores de las letras— al tormento de leer el manuscrito de un texto que me publicaron recientemente. Desde entonces, pensaron que era buena idea ponerme a escribir. Y, pues, la verdad es que durante la semana del arte no tuve tiempo de redactar nada más allá de algunos  balbuceos en las notas del celular y unos cuantos rayones en mi libreta, la cual uso más para dibujar que para hacerle a la payasada de que ahí escribo poemas y fragmentos de textos que quiero desarrollar. Les advertí que soy pintor, y demasiado silvestre como para ser escritor. 

Mientras entramos a la ZMG, veo muchos tráilers en la carretera llevando todo tipo de cargas a la ciudad de Guadalajara y más allá. En una bodega grande, a orillas de la autopista, resalta la leyenda “TRESGUERRAS”, en mayúsculas y sin espacios. Ese gran rótulo anuncia a la empresa mexicana de logística que, por su poco delicado manejo de paquetería, requiere embalajes tan protegidos que rayan en blindaje ligero. Aunque he tomado esta clase de medidas para que no se dañen las obras de arte enviadas con dicha compañía, en más de una ocasión me salvó de los bomberazos de traslados por el país —junto con Castores y Transportes Potosinos— antes de que empezara a trabajar formalmente en una galería.

«¿T’as bien, mi Luis? Te ves traqueteado», me comenta Don Cande, quién nos apoya con la limpieza de la galería. «Sí, jefe, todo bien, nomás me vine a chambear directo del camión», le contesto con dos tazas de café encima. Mi cruda moral y añoranza, más que por el intercambio cultural y la celebración de las artes, es causada por esa última paseada por San Ángel y Coyoacán. Hay muchas cosas por hacer en la galería después de dos semanas tan turbulentas; al menos ahora me rodea la calma generalizada de la ciudad.

A las 5:00 de la tarde, el sol, reflejado en la mesa de la oficina, me da el charolazo. Pongo unos libros en esa parte de la mesa y el destello deja de darme en la cara. Resuelvo algunos pendientes del archivo de la galería.  Casi es el final de mi jornada: ya pasaron los del agua, el camión del gas y varias decenas de vecinos que puedo ver desde la oficina. Ésta se ubica en la entrada de las salas de exhibición y tiene dos vanos: uno funciona como puerta y el otro, mucho más grande, como ventana de piso a techo. Además, este último tiene un enrejado y una cortina de metal que abro todas las mañanas.

La puerta es de metal y la mantengo abierta todo el día, aunque dejo la reja de la entrada cerrada. Los días de inauguración ambas están abiertas. A mí no me da confianza, porque en una movida muy rápida se pueden meter y robarme la computadora. La galería es un local abierto: no tiene vidrios y aunque en días normales mantengo ambas rejas cerradas, nada se interpone entre mi estación de trabajo y la tierra de la calle que entra constantemente. 

Ya pasaron unos cuatro o cinco días desde que regresé de Ciudad de México.

Bajo la cortina metálica de la entrada con las manos y, con el pie, me aseguro de que llegue hasta el suelo,  corriendo el pasador hacia  el riel lateral que la sostiene. Camino a la bodega, un cuarto al fondo del terreno que se encuentra atravesando el patio posterior; reviso que todo esté bien. Cierro la puerta del patio y camino de vuelta a la oficina para bajar los interruptores de la caja de luz. La galería se queda a oscuras. Guardo mis cosas, me pongo mi mochila, cierro la puerta y la reja de la entrada con llave.

«¡Qué milagro, güero!», me dice la señorita de los tamales afuera del Hospital Ayala. «Pues ya ve, pero acá estamos. Me da, por favor, un champurrado y un tamal de dulce». Vengo por mi desayuno. El resto de los comensales se me queda viendo (quizás porque ya estoy algo grande para pedir tamales color rosa). Me siento en un banco de plástico sobre la banqueta y comienzo a tomarme el atole de champurrado apresuradamente para no tener que cargar el vaso camino a la galería. No habrá actividades glamurosas del mundo del arte en los próximos días. Mi día en la galería transcurre exactamente igual que los anteriores.

Foto: Luis F. Muñoz

El ritmo, paulatinamente, se desacelera. Quizás el ajetreo de la semana del arte sea un evento sobrenatural frente a la calma que se respira el resto del año en Guadalajara. Claro, es una ciudad con más de seis millones de habitantes y existen eventos como un festival de cine, una feria internacional del libro y otros que alborotan el gallinero durante una semana cada cierto número de meses. Pero mucha de la vida tapatía consiste en caminar con una sensación de tranquilidad adormilada, mientras te pega el sol y una ligera brisa que no termina de quitar el calor.

Todavía existen remanentes de esa Guadalajara que describen mis padres, en la que la gente saca sillas y mesas a la calle justo cuando se va a meter el sol, para platicar, convivir con los vecinos y la familia, o incluso convertir la entrada de la casa en una cenaduría. Siguen existiendo calles anchas y silenciosas durante el día,  completamente vacías durante la noche, y de fondo, a lo lejos, el eterno silbato del tren, cuya estridencia depende de qué tan cerca esté uno de Avenida Inglaterra. Estos días me he permitido hacer muchas cosas, pero a un ritmo mucho más calmado. Desde que regresé, todos los días siento como si hubiera estado varias horas en una alberca y acabara de salirme. En la Ciudad de México, la sensación posterior a una semana del arte es más bien de revoltura estomacal, psicosis y oídos tapados.

Trato de mantener cierta diversidad en mis distracciones fuera de la jornada laboral. Recorro Avenida Vallarta hacia el oeste hasta llegar al Periférico, para ver a unos amigos. Repito esta acción hacia diferentes puntos de la ciudad en los días siguientes. Ahora el arte está solamente en las salas de exhibición de las galerías y museos o en los estudios de los artistas, donde uno o dos amigos se reúnen a tomar unas chelas. Asisto a proyecciones gratuitas de películas. En una comentan que Emilia Pérez es muy mala porque es muy woke, en otra que Emilia Pérez es mala porque es muy mala. 

«Gastas mucho por estar come y come afuera, deberías cocinar», me comenta más de un amigo. «Chale, es que la cocina del hotel donde vivo es un desmadre.  Una vez alguien me robó unos huevos y un chocolate que dejé en el refri», les contesto siempre. Gasto también mucho en desplazarme. Hoy iré a ver a un amigo de Ciudad de México hasta las orillas del Bosque de la Primavera. En una aplicación encuentro un camión que me lleva por diez pesos desde la esquina de Morelos y Enrique Díaz de León, en el corazón de la ciudad, hasta más allá del cruce de Mariano Otero y Periférico, a 15 km al surponiente de la ciudad. 

El transporte público en Guadalajara es, ciertamente, más callado, confuso e ineficiente que el de la Ciudad de México. Y también más caro. Después de algunas cuadras, logro tomar asiento y, al mirar por la ventana, veo la misma esquina donde, hace unas semanas, pedía desesperadamente un uber para llegar a la terminal “nueva” de Tlaquepaque, ahora con mucha más calma y sin presiones encima. 

«Wey, qué buen pedo que le caíste. Yo siempre voy a ver a la banda y a todos les da hueva venir hasta acá», me comenta mi amigo desde la cocina. Me prepara un atún sellado con puré de papa, sobras de la cena del 14 de febrero que preparó para su novia el día anterior. Ayer fue el aniversario de la ciudad. Guadalajara comparte cumpleaños con el Día del amor y la amistad, a pesar de que su fundación ocurrió en un contexto que es la antítesis de dichos valores. La ironía es que mi primera llegada —y lo que me ha mantenido en esta ciudad— sí tiene que ver con eso. 

Regreso a mi casa temprano y duermo diez horas seguidas. Al llegar a la galería por la mañana, el arte sigue ahí donde lo dejamos, colgado en las paredes; los clientes, probablemente, en su casa, en la oficina (o dormidos, los del otro lado del mundo); y los itinerarios de la semana del arte que sobraron, inútiles ahora que han pasado semanas desde el acontecimiento, acumulando polvo en bodegas. «¿Cómo estás, Luis? Ya se te ve mucho mejor el semblante», me comenta Don José el martes, al encontrarnos de nuevo en la galería durante la jornada laboral. EP

Foto: Luis F. Muñoz

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