1994

Una nostálgica memoria de Luis Reséndiz sobre su padre, la pasión celeste y una taquería soñada.

Texto de 05/12/24

Una nostálgica memoria de Luis Reséndiz sobre su padre, la pasión celeste y una taquería soñada.

Tiempo de lectura: 4 minutos

«Un mexicano adicto al futbol es, entre otras cosas, un masoquista que colecciona agravios».

— Juan Villoro

«–¿Vos lo querés a tu papá? –Sí, claro, papi. –Y si yo estuviera enfermo, ¿me seguirías queriendo? –Sí, papi, claro.– Entonces, ahora que a Boca le va mal hay que quererlo más que nunca».

— Martín Caparrós

Una de las características que definían a mi padre era el magnetismo que parecía ejercer sobre el fracaso. Esa, por supuesto, sería una explicación amable: fuerzas más allá de su comprensión llevan a un proverbial buen hombre a la ruina. No solo es amable, no solo exime de las responsabilidades: también lo convierte en una especie de personaje trágico, un Job que acepta la dolorosa voluntad divina con los hombros encogidos y los brazos heridos por la lepra: un Josef K. suburbano, otro más, sometido a los incomprensibles valores morales de la corte.

Pero esa explicación no es precisa y tampoco justa: lo cierto es que las desgracias que vivió mi padre fueron poco más que las consecuencias de sus actos. Decidido a comenzar su independencia económica a los cuarenta años, renunció a su trabajo como gerente de una compañía de material de construcción y decidió acometer una serie de iniciativas que parecían homenajear a la futilidad. Entusiasta de las malas ideas, adalid de las causas perdidas, defensor a ultranza de lo desproporcionado, mi padre osciló durante varios años entre los tropiezos y el fracaso: cada uno de esos topes repercutía con fuerza de erupción volcánica en el refrigerador familiar. Con todo, nunca abandonó —ese tesón hay que reconocerlo— su anhelo cumbre: una taquería. No un puesto genérico de tacos, sino una romántica serenata gastronómica al equipo de sus amores: el Cruz Azul.

La idea era más o menos así: un remolque —un food truck, vaya, antes de que los food trucks se pusieran de moda— llamado concisamente La Máquina que, colocado de forma estratégica en el malecón de Coatzacoalcos, sirviera tacos de cabeza de res. El giro de la idea no solo se encontraba en la parafernalia del equipo que decoraría el vehículo, sino en el color de la carne: un azul logrado mediante avanzadas técnicas de coloración de alimentos.

“…un remolque llamado concisamente La Máquina que, colocado de forma estratégica en el malecón de Coatzacoalcos, sirviera tacos de cabeza de res”. 

Lleno de ímpetu pero sin un quinto, mi padre comenzó por lo más sencillo, por lo que no costaba dinero, por aquella parte del trabajo que era puro goce y puro sueño: diseñar el autobús. Por aquellos tiempos yo había mostrado alguna propensión hacia el dibujo, actividad que ejercía con pasión y empeño pero sin talento, así que a botepronto no parecía mala idea encargarme la creación del logo del camión. Mi entusiasmo infantil no vislumbró la inverosimilitud de la misión, y acometí el trabajo con un entusiasmo que superaba por mucho las posibilidades de la tarea.

Fue así que, tras noches en vela y algunas decenas de puntas de lápices caídas en batalla, concebí un tren de rostro fiero que avanzaba a toda velocidad con un balón frente a él. No era ningún secreto que la génesis de la criatura había sido fuertemente influenciada por los cerdos y pollos antropomorfos de los rótulos de las taquerías y rosticerías locales. Esto importaba poco ante mis ojos y aun menos ante los de mi padre, quien recibió el precario dibujo con orgullo de campeón del mundo.

De alguna forma que mi mente infantil no alcanzaba a explicarse —aunque tampoco reparé mucho en ello: ¿quién se pregunta cómo se materializa un sueño?—, mi padre consiguió dinero para comprar un remolque. Así, de la nada, una mañana apareció el remolque estacionado frente a nuestra casa. Usado, pero macizo: una vez que un hojalatero amigo le prestó un servicio completo, su lámina brillaba, impoluta: en su inmaculada superficie podía escribirse un futuro menos jodido como el presente. Y en ella, en esa hoja en blanco, dibujado casi como un calco, mi ferrocarril: enfurecido, veloz, empujando un balón hacia la victoria. La esperanza encuentra formas extrañas de encarnarse: a mí se me apareció en forma de una posible taquería.

Pero nunca una familia ha sabido salir del paso de la macroeconomía. Ese sí es un tren poderoso. En aquel sucio 1994 —así se presenta ese año en mi memoria: sucio, como si un vendedor de periódicos hubiera manoseado una reluciente taza de porcelana para abandonarla después en una mesa—, bastó una reunión de los integrantes del Pacto de Bienestar y Estabilidad Económicas para que la ilusoria apariencia sólida del peso mexicano se desvaneciera. Con ella desapareció también toda posibilidad de inversión, todo sueño emprendedor. La ilusión de ver andar a La Máquina se desmoronó, y a Cruz Azul lo eliminó el América en cuartos de final.

“La ilusión de ver andar a La Máquina se desmoronó, y a Cruz Azul lo eliminó el América en cuartos de final”.

Ante la ruina, mi padre, permanentemente negado a volver al yugo del salario y la jornada de ocho horas, nos arrastró a una crisis financiera de la que casi no salimos. Mi madre lo abandonó y me llevó con ella, y poco a poco los escasos bienes que poseíamos pasaron a manos de bancos, acreedores, amigos prestamistas. El remolque fue uno de los últimos en irse. La última vez que vi a mi padre, en una de esas forzosas y forzadas visitas familiares que ocurrían de forma cada vez más espaciada, el remolque seguía estacionado ante la casa, con los rines oxidados, la pintura descarapelada, el trenecillo engendrado por mis lápices cubierto por una gruesa capa de mugre y arena y expectativas. Comíamos unas papitas sentados en el zaguán de la casa. Mi padre lo miraba con ojos cada vez más grises. Los minutos pasaron como ferrocarriles vacíos frente a nosotros. Ya nomás veíamos el polvo que levantaban los autos en la calle. EP

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