Ya deja de llorar, nadie te está haciendo nada

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 16/03/20

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Cada que pienso en el miedo que me provoca hablar en público, en vez de pensar en mí, pienso en Leopoldo, un compañero de la primaria. Tenía mucho que no pensaba en él, pero el viernes pasado, luego de que tuve que hacer una presentación frente a un grupo de adolescentes, una chica se me acercó al final y me dijo: Se nota que eres súper tímida, pero te felicito, porque aún así pudiste hablar la conferencia completa.

Aunque cada vez tengo que hablar en público más seguido, había olvidado cuánto miedo siento en el fondo cada vez que tengo que hacerlo. Me sorprendió mucho que ella reconociera en mí algo que yo he enterrado tanto al grado de no notarlo.

Si somos para siempre los niños que alguna vez fuimos, si alguna molécula nos queda ahí, sigo siendo esa niña tímida que tiene un black out funcional antes de empezar a hablar en público y vuelve en sí cuando ha terminado. ¿Qué será en el fondo la timidez? ¿Qué otros sentimientos reprimimos y perdemos la consciencia de su existencia?

De Leopoldo tengo dos recuerdos: uno que viví y otro que heredé de la memoria colectiva de mi primaria. En el primer recuerdo, Leopoldo se paró frente a un auditorio enorme y al llegar cerró los ojos y en cuanto abrió la boca, en vez de hablar, comenzó a llorar. Alguien se subió a bajarlo del escenario.

En mi primaria, siempre a fin de año había una confrontación de oratoria, una actividad para la cual se rentaba algún pequeño teatro de la delegación, donde todos los alumnos pasábamos al escenario a declamar algo frente a todos los padres de familia. Repartían temas por grado. Yo entré en tercero de primaria, año al que nos asignaron historia de México. Otro grado hablaba de temas de biología, otro de ciencias sociales, etcétera. No sé qué tema le tocó a Leopoldo en segundo de primaria, antes de que yo llegara, ni sé cuál era el tema global del grado. Pero sé que no pudo decirlo porque le ganó la lloradera. Y así, ese recuerdo vivió para siempre en mi memoria, como si yo misma hubiera sido testigo de su llanto.

La primera vez que escuché esta historia, estábamos frente a los preparativos de la que sería mi primera confrontación de oratoria. Meses antes del magno evento, y sin que nadie me previniera de que un día tendríamos que pararnos en un escenario enorme frente a un público oscuro y anónimo, había tenido que vivir algo parecido. A lo largo del año, la maestra asignaba cada jueves para que un alumno preparara una exposición de tema libre. Había que armar una pequeña conferencia que nos debíamos saber de memoria, y cartulinas y gráficos para acompañar. La conferencia duraba entre diez y quince minutos, y ocurría en algún momento entre la primera actividad del día y el recreo.

Yo elegí hablar de las jirafas. No sabía nada de ellas, pero desde que tenía memoria había un cuadro en mi cuarto con un retrato de jirafa que decía: Zoológico de Morelia. Me gustaba ver esa jirafa. Me gustaba quedarme ida viendo sus manchas. Imaginar que representaban símbolos, que cada una podría significar un día de la semana.

Mancha inicial: martes

Mancha alargada: sábado

Mancha cuadrada: miércoles

Investigué sobre jirafas en unas enciclopedias para niños que teníamos en la casa. En una cartulina me desesperé tratando de dibujar el cuerpo de la jirafa. Dibujé su rostro. Nada me salía. Mi mamá me dijo que podríamos llevar directamente el cuadro. Que podía hablar si quería sobre ese zoológico, sobre cómo me hice la cicatriz de mi cachete. ¿Eso se vale?, le pregunté incrédula. Todo se vale, me dijo ella, segura.

Días antes, no podía dejar de pensar en el momento en que me pararía frente al grupo y diría de memoria todos los datos que había investigado. Dormí muy mal las noches anteriores. Casi nada el día antes del juicio final. El mero día, durante la clase, no podía pensar en otra cosa, tenía náuseas y lo único que me calmaba era la idea —la certeza— de que a las 10:30 AM, en cuanto empezara el recreo, todo habría quedado atrás de mí. Miraba el reloj fijamente, intentando empujar las manecillas detenidas hacia ese futuro de paz, en el que me visualizaba ya en el patio, libre de todo peso, corriendo con mis primas, jugando en los columpios, pateando algún balón de hulespuma.

Y así pasó. En algún momento que no recuerdo, me tuve que parar al frente y hablar de las jirafas. Y cuando menos supe, el suplicio había terminado. No recuerdo cómo fue el recreo tampoco, pero no por la misma razón que bloquée la tortura. De regreso al salón vi el cuadro de la jirafa que había traído de mi casa y que, al final del día, tendría que devolver. Una hora antes, su sola presencia me causaba sudoración y temblores; ahora estaba ahí inerte, amable, como cuando lo miraba por horas colgado del muro de mi recámara. El cuadro era el mismo antes y después, pero algo en mí se había calmado.

La vida se estanca y luego pasa, sigue de largo.

En la prepa, una maestra una vez nos dijo que el tiempo detenido se extiende eternamente en el tiempo presente pero dura sólo un instante en la memoria. Anhelamos que ese segundo detenido se convierta cuanto antes en pasado.

Si así había sido mi primera experiencia frente a un público, cuando supe lo del teatro y la confrontación de oratoria, dejé de dormir para siempre durante ese año. ¿Y si me pasaba lo que a Leopoldo y no podía ni hablar de tanto llanto?

Para peor de males, Leopoldo se apellidaba Yamazaki, y era el último de la lista. Si en algo nos parecíamos él y yo, si su angustia era del mismo color que la mía, tal vez Leopoldo en algún momento habría pensado también en la hora del juicio final y en la hora del recreo. Estaba segura de que, igual que yo, él habría desarrollado alguna teoría. El tiempo emocional para que en él empezara el recreo era el más largo de todos. Si tanto Leopoldo como yo necesitábamos ejecutar esa acción para reactivar el tiempo, de pronto caí en la cuenta de algo que no había pensado antes: el año pasado cuando Leopoldo lloró y no pudo decir nada, ¿el tiempo se quedó perpetuamente detenido y no podría reactivarse hasta esta siguiente oportunidad? ¿Eso duraba una falla: un día, un año, una década, un siglo hasta poder volver a intentarlo? ¿Somos mientras tanto fantasmas de nosotros mismos? Si Leopoldo no pudo despejar su mente hasta la siguiente confrontación de oratoria, ahora este evento tenía calidad de ritual mágico, compuerta que sólo se abre cada 365 días, una vez cada ciclo escolar.

Para la confrontación de oratoria de tercero de primaria me tocó hablar sobre los aztecas. Al ser un teatro, también teníamos que ir disfrazados ad hoc. Yo llevaba un vestido de manta, huaraches y un penacho. Mi número de lista era el 11. Fui estudiando a todos los que pasaron antes de mí, ¿estarían nerviosos? Rodrigo se veía muy nervioso y además era el niño abridor. Esteban dijo todo con una sonrisa. Teté de por sí jamás dejaba de sonreír. Uno se paraba ahí enfrente, con el micrófono dándole justo en la boca y decenas de luces cegando lo que había sentado en las sillas del auditorio. Algún niño dejó caer sus manos a los lados. Otro tomó el tripié micrófono con ambas. ¿Qué haría yo con mis manos? Mi prima Marcia iba justo después de mí y con su mirada me animó. Me puse de pie y recité de memoria toda esa información que días antes había practicado y me sabía al derecho y al revés. Y tuve un black out de una realidad que no se me reveló hasta semanas después, cuando mi papá nos enseñó el video del evento. Salgo hablando con prisa y la voz entrecortada. Mi penacho está a punto de caerse para adelante y todo mi cuerpo está encorvado. Con una mano tomo el micrófono y, al no haber sabido exactamente qué hacer con la otra, decidí enroscarla en sí misma y ponerla a la altura de mi pecho. Como si tuviera una mano de garfio. My precious.

Luego de mí, pasó Marcia, y habló de los mayas con parsimonia y dulzura. Luego siguieron pasando todos, hasta que llegó el momento de Leopoldo. El auditorio en silencio. Leopoldo, alto, el más alto del todo el grupo, tomó con las dos manos el micrófono. Pero ya no era Leopoldo, era Emiliano Zapata. Estaba aterrado. Cerró los ojos, apretándolos tanto como si quisiera tragárselos por las cuencas, y empezó a decir de corrido su confrontación de oratoria. Nadie parpadeaba, tosía ni murmuraba. Todas las miradas puestas en él, sosteniéndolo, a él y a su discurso. Zapata recorrió a prisa toda su vida, toda la Revolución, hasta llegar a su propia muerte. Y cuando al fin Zapata murió, Leopoldo abrió los ojos y dejó colarse algún gesto gutural por el micrófono. Y todo el auditorio, al grito de Bravo de algún padre que probablemente era el suyo, se puso de pie y le aplaudió por horas.

Su recreo al fin había comenzado. Y con él, el de todos.

Lo que nadie te dice es que, venciendo el llanto una vez, al año siguiente es menos difícil decir tu confrontación de corrido.

Cuando íbamos en sexto de primaria, el tema fue la historia política. A mí me tocó hablar de la creación en México del primer partido político. Mis papás se habían divorciado unos meses antes. Mi papá me ayudó con mucha emoción a escribir mi discurso, era su gran pasión ese tema, y se lo tomó como si la tarea se la hubieran dejado a él. Me escribió mi discurso y yo me lo aprendí de derecha a izquierda.

El día del evento, a pocos minutos de empezar, mi papá se dio cuenta de que su cámara de video no tenía pila: En la casa tengo otra, no me tardo. El tiempo detenido de mi angustia por hablar en público se mezcló con mi miedo a que mi papá no llegara a tiempo para escucharme. Si no lo decía frente a él, ¿cuál era el punto? Y él no sólo quería escucharlo, quería guardar de algún modo para siempre ese tiempo presente. Cuando lo vi salir de ahí, tuve la certeza de que ese año yo sería Leopoldo y no conseguiría decir nada de tanto llanto.

Para sexto, quedábamos tan poquitos alumnos en el grupo que ahora yo era el número cuatro. Era la última confrontación de todos. Empezaron a pasar uno por uno: Rodrigo, David, María José. Era mi turno y cuando me subí, sólo vi a mi mamá al frente, volteando a la puerta a ver si llegaba mi papá. Pero no llegaba. Se me borró el cassette y olvidé todo lo que tenía que decir. De un momento a otro ya no sabía nada. En eso, por la puerta vi un foquito rojo y el otro brazo de mi papá agitándose. Miré a mi maestra que me dijo las palabras iniciales, de un hilo del que me descosí con la cadencia perfecta y sonriendo, las manos sin estorbarme. Al final todo el discurso vino a mí, como si la angustia de hablar se hubiera ido junto con la de que mi papá se lo perdiera. Limpia de todo, declamé ese texto escrito por él, sobre el nacimiento del Partido Nacional Revolucionario.

Siguió pasando el resto de alumnos, hasta que llegó el cierre esperado.

Leopoldo se subió al escenario. Se acomodó los lentes y respiró profundo. Sonrió con lágrimas rezagadas a su conocida y querida audiencia. No recuerdo de qué fue su última conferencia, pero no se me olvida que cuando comenzó a hablar, lo hizo de corrido y con soltura. Y esta vez, Leopoldo no sólo no lloró, sino que dijo su discurso con los ojos abiertos. EP

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