Una noche sin estrellas porque en realidad ya casi era de día

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 31/08/20

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Todavía era de noche cuando sonó el despertador y la náusea de haber dormido muy poco me recorrió la garganta. Era algún lunes de agosto de 1996 a las cinco y media de la mañana. Mi mamá entró y prendió la lámpara de mi buró y me dio los buenos días. Nunca me ha gustado despertarme tan temprano que ni el sol haya salido. Sentí miedo y emoción de entrar a la secundaria, usar un uniforme porque nunca en ninguna otra escuela había usado uniforme. 

Me bañé, me fui vistiendo con esa falda gris hasta las rodillas que mi mamá me había contado que podría doblar para volver minifalda (o por lo menos poder enseñar la rodilla). Me puse la camisa blanca y me la fajé en la falda. Un chaleco sobre la falda, azul el chaleco con una línea blanca recorriendo el cuello en V, y encima de todo el suéter con la insignia de la escuela: FRR. Las calcetas blancas me llegaban abajo de la rodilla, y con la falda puesta no mostraba nada piel, no se me veía. Excepto en la cara y las manos. Creo que ese era el punto. 

Las directoras de mi nueva escuela no eran monjas, pero parecían. A mí me recordaban a la Rosca, mi tía abuela, hermana de mi abuelo. Con el pelo corto y gris, sin pintárselo, con apenas un poco de maquillaje. Con zapatos tipo mocasín cómodos y sobrios. Mis zapatos eran sobrios pero no eran tan cómodos, recién boleados la noche anterior, negros aunque habría quedado mejor que fueran azules para combinar con todo lo demás. Me peiné con media coleta, un poco de gel y me puse mis arracadas. Mi mamá siempre decía que no traer aretes era estar desnuda, y yo siempre sentí lo mismo. 

En el comedor me esperaba un licuado de chocolate y huevo. No me gustaba, menos tomarlo con popote, a veces se sentía el embrión pasar directo a la garganta y quería vomitar. Pero como no me gustaba desayunar sin hambre, fue el acuerdo al que llegué con mi mamá: tomarme aunque fuera un licuado. Afuera todavía estaba oscuro, todavía era de noche. Mi hermano se había despertado a la misma hora que yo y se sentó con nosotras; los dos nos tomamos cada quien su respectivo licuado. Un licuado de chocolate en un vaso grande de vidrio grueso, un redoxon de naranja en un vaso chico con textura de cristal como olas, pastillas de minerales, ajo y vitaminas en una pastilla de los Flinstones: todo servido en un en un recipiente pequeño. Los tres vasos en escalerita y por orden. Yo siempre dejaba la pastilla de los Flinstones al final, tan dulce y rica que era mi postre.

Tomé mi mochila nueva, blanca con rayas azul celeste y una insignia café. Mi mochila llena de libros, pesadísima. Yo, toda emocionada. Y salimos hacia el estacionamiento. En el camino todavía brillaba mucho la luna.

Normalmente habría sido mi papá quien me llevara a la escuela, pero mi mamá y él llevaban ya unos meses separados. Le llamé antes de salir de casa y me deseó buena suerte. Tomamos el eje 10 y luego todo Avenida Universidad. A la altura de la iglesia del Altillo, mi mamá dio vuelta a la izquierda y se estacionó en Arenal. Le dije que no era necesario estacionarse, que me dejara ahí y que yo caminaba, aunque en el fondo tenía miedo de caminar sola ese largo estacionamiento hasta donde estaba la escuela, pero a la vez me daba mucha pena llegar con mi mamá. Mira, si hay miles de niños que también van con sus mamás, me dijo mi mamá para convencerme. Pero eran todos de kínder o de primaria. Acepté porque la verdad prefería que me acompañara. Mi hermano la esperó en el coche, él entraba hasta las ocho a quinto de primaria. En la primera puerta del estacionamiento empedrado, me indicó: Párate ahí, y sacó una cámara. No, por favor no, le pedí y me puse de mal humor. Mi mamá me hizo ver que tenía fotos nuestras en el principio de cada etapa nueva de nuestras vidas, que no podía faltar la de la secundaria para la colección. Está bien, acepté, pero rápido. Como todavía no conocía a nadie, me daba un poco igual quién me viera, y de todos modos no me sentía cómoda como para sonreír. 

Mira, si hay miles de niños que también van con sus mamás, me dijo mi mamá para convencerme. Pero eran todos de kínder o de primaria. Acepté porque la verdad prefería que me acompañara.”

Me paré bajo el letrero de la entrada de la escuela y mi mamá sacó la que (aún no lo sabía) era la primera foto. 

Luego caminamos hacia el edificio, la escuela estaba al fondo de una unidad habitacional: pasabas por un estacionamiento, dos patios, antes de llegar. Me despedí de ella en la puerta y me dijo que quería entrar. No pude hacer nada y me acompañó hasta mi salón. 

La escuela tenía un gran patio central, con algunos árboles y jardineras, y todo alrededor el edificio de dos pisos. Los salones estaban acomodados en pasillos en línea. Abajo kínder y primaria, arriba secundaria y prepa. Subiendo por las escaleras, estaban dos baños y la dirección, y siguiendo el pasillo, por orden: los salones de los dos grados de primero de secundaria, luego segundo y hasta el fondo, tercero. Mi salón era el segundo, y mi mamá se metió conmigo. ¿Dónde te quieres sentar?, me preguntó. Casi no había niños todavía, por suerte. Elegí una banca hasta atrás, al lado de una ventana abierta, que daba hacia una enredadera. Me hizo sentarme por primera vez en ella y me tomó una foto donde salgo francamente enojada. 

Pensé en mi amiga Priscila y en una foto que había visto de su primer día de clases en la primara y lo feliz que salían ella y su hermano. El contraste era notable, pero por más que yo intentaba sonreír no me sentía feliz. Por qué soy así, sentí con culpa. Quería que mi mamá se fuera y deseaba con todas mis fuerzas que ya amaneciera, pero aún faltaban quince minutos para las siete, y quizá no saldría el sol hasta dentro de una hora más. 

Mi mamá se despidió de mí, me dio un beso y yo me quedé ahí sentada sin saber bien qué hacer. Llegó al lado de mí una niña alta, con la nariz respingada y sonrisa amable. Me dijo que se llamaba Natalia y que era nueva también. Sacó un tupper bebé que contenía galletas de miel en forma de osos miniatura, y me ofreció una. 

Antes de la primera clase llegó la directora, a la que había escuchado que le decían la Sara. Cuando entró, todos los niños se pararon, como en Carrusel de niños. Y me sentí emocionada de vivir adentro de esa telenovela, con el uniforme, el hablar de usted a los maestros. Contenta de tener una nueva amiga. 

En cuanto se fue la Sara, por fin empezó a salir el sol. Ya había luz cuando comenzó la clase de matemáticas. EP

“El primer día”, Abril Castillo
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