Teoría de la mancha

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 15/03/21

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 3 minutos

Dicen que cuando estás muy estresada ves más caras en cosas que no la tienen. Tu cerebro está en modo “solución de problemas” y eso hace que encuentres gente donde no la hay. Por eso luego salen vírgenes en las tortillas o Cristos en las paredes. Es la mente quien las busca.

De chica me desesperaba no lograr dibujar bien lo que imaginaba o veía, pero luego veía manchas en el piso que en mi imaginación se volvían formas claras de retratos, paisajes o animales que con lápiz no habría logrado dibujar yo.

¿Eso también es dibujar?

En esa época no había celulares con cámara. No había celulares. Y siempre trataba de recordar esas imágenes, porque sentía que mi cerebro las había creado, que mis ojos le habían dado forma, que quizá eso también era dibujar, hacer un retrato de lo aparente, ponerle tus lentes a los demás.

Tal vez se debía a que soy hipermétrope de un ojo y miope del otro, y que además en los dos tengo astigmatismo. Veo puras manchas cuando me quito los lentes y sé distinguir cosas por sus formas o colores, pero no veo con nitidez. Por eso a veces en las mañanas es más fácil vestirme, elegir la ropa por la textura de la tela y no tanto por su color o forma. Como si por ciega hubiera desarrollado alguna especie de ojos en las manos.

No siempre fue así, de chica veía tan bien con el ojo izquierdo que no necesitaba el derecho. Pero con los años la miopía fue invalidando a los dos.

A los cinco años me cayó una piedra en el ojo y a veces siento que sigue ahí.

Me rayó el ojo y por eso no veo bien, no veo nítido. Veo con las manos o distingo formas y colores. Con lentes puedo manejar, no he perdido la tercera dimensión.

Esa vez de la piedra, mi mamá había salido de viaje y nos quedamos solos mi papá y yo en Morelia. Había una especie de mueble de concreto y yo iba a poner una película. Y ahí metí la cabeza y me cayó una piedra. Mi papá me llevó al doctor y me pusieron un parche. Tenía mi examen de ballet y no recuerdo bien si veía bien o mal. Recuerdo el dolor punzante en el ojo y cuando me quitaron el parche recuerdo haber visto mi ojo con sangre en el espejo y luego no haberme querido ver más porque me duele la sangre, ver sangre.

En la preparatoria una vez me volteé a decirle algo a mi compañero de atrás, se llamaba Salvador. Algo le dije y él por hacerse el chistoso me aventó directo a la cara un avioncito de papel que acababa de hacer, y me dio justo en el ojo bueno, en el izquierdo. Me hice bolita y lloré y él pensó que era broma, pero en serio me dolía mucho.

Fue mi mamá a recogerme a la escuela y me llevó con su prima Mayus, que es oftalmóloga. Me revisó y me dijo que tenía rasgada la córnea y me mandó unas gotas para que fuera cicatrizando. El problema de esas zonas tan húmedas es que tardan más en cicatrizar. Me dolía el ojo por dentro y no veía nada más que manchas blancas y de luz. Aun así intenté ir al partido de fut en la tarde, jugábamos en unas canchas de futbol rápido en Villa Olímpica. Me paré en medio de la cancha y alcanzaba a distinguir por manchas de color quiénes eran de mi equipo y quiénes del contrario. Pero no alcanzaba a ver con precisión el balón. Así que al primer cuarto me sacaron. Al día siguiente Salvador me regaló una paleta payaso.

Y no sé si todas esas heridas en los ojos hagan que nunca haya visto del todo bien, a la fecha. Y que por eso escriba y dibuje tan chueco y de primera intención.

Ya más grande, tomé clases de dibujo con un maestro que basaba muchos de sus ejercicios en manchar el papel y luego encontrar la forma. No imponerle la forma al trazo sino ir a su encuentro.

Según esta teoría, puesta en práctica en sus clase de dibujo, todos los alumnos teníamos que hacer manchas sin importar cómo fueran, pero con técnicas diferentes: espolvorearlas, echar tinta y levantar el papel y girarlo y moverlo para que la tinta corra, mojar primero el papel y luego echar la tinta con toques chiquitos o un vertido grande.

Había que poner todas las hojas en el piso. No importaba el autor de las manchas originales. Pero podíamos elegir con qué mancha nos identificábamos. Cuál nos gustaba especialmente. No porque pareciera algo o porque la hubiéramos hecho nosotros o alguien a quien queríamos. Sino porque había algo de ella que nos apasionaba: su forma, su textura, su tamaño. La manera inexplicable en que conectamos con otra cosa.

Y ahí, en esa relación con lo otro, en ese reflejo que no era en sí el dibujo solo ni nosotros mismos, aparecía algo. Venía una revelación. Se trataba de ir al encuentro con uno mismo, pensando que no sabemos quiénes somos ni de dónde venimos.

Y en ese puente, algo del mundo se volvía comunicable, de ida y vuelta. Entre la hoja que pinta lo impredecible y unos ojos que le dan sentido al mirarla. EP

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