Diario de la tristeza

Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP

Texto de 16/11/20

Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 7 minutos

Life is a window of vulnerability.”

Donna Haraway

Quisiera decir que comenzó con el otoño porque narrativamente qué imagen sería esta: “con la caída de las primeras hojas de los árboles mis ánimos comenzaron a.…”; pero la verdad no soy escritora decimonónica y mi tristeza no comenzó en otoño. Estoy segura de que no llega y se va como resfriado: la tristeza simplemente me habita. A veces se distrae, le aburren mis raras alegrías, se cansa y luego se queda dormida hasta que algo la despierta y, de pronto, estoy llorando en el estacionamiento de Target. Está por llegar un empleado a poner mi orden en la cajuela, y me guardo las ganas tremendas de llorar. En público, y a veces en privado, desoigo ese deseo de romperme en llanto. Lo aprendemos muy pronto en la vida: aguantarnos las ganas de llorar. Es como si fuera malo, como si llorar fuera demostrarse vencida. 

En El libro de las lágrimas, Heather Christle dice que: 

Romper a llorar parece el verbo adecuado, como si las lágrimas fueran acumulándose en una membrana hasta que esta acaba por ceder, hasta que la frontera entre el cuerpo y sus lágrimas se disuelve, hasta que el yo ciudadano entra en la nación del llanto. O quizá es que el propio yo se vuelve lágrimas y se rompe en gotas pequeñas y cálidas. 

La autora apela al fragmento para, con diferentes profundidades y extensiones, examinar la ciencia, la sociología y la historia del acto de llorar. A este estudio de las lágrimas se agrega algo más: la historia personal de Christle con la tristeza, o la alegría, aquellos momentos que han desembocado en llanto:

Después del aborto sangré durante semanas. Una noche con tanta intensidad que me asusté. Llamé a la clínica y me dijeron que fuese a Urgencias, pero no tenía dinero. Llamé a Bill y vino a mi casa. Se pasó la noche en mi cama, mientras yo lloraba, sangraba y lloraba. Fue la única vez que nos besamos

Me pregunto cuándo decimos “lloré” y cuándo optamos por decir “rompí en llanto”. Quizás el uso de una u otra frase responde a sus específicas capas de dolor, no sé, yo lloro y ya.  “Se dice que quizá lloramos cuando fracasa el lenguaje, cuando las palabras ya no pueden transmitir adecuadamente nuestro dolor”, dice Christle y pienso en todas las otras veces que el lenguaje nos ha fallado: para hablar del yo, para hablar de la violencia, para resucitar lo que sabemos perdido. 

Recuerdo que vi llorar a mi madre un breve día de invierno, aunque no recuerdo el motivo de su tristeza. Quizá no hubiese ningún motivo, sino sólo un entorno: la ausencia en el mar de mi padre, marino mercante, o la presencia siempre agotadora de mi hermana y yo. Recuerdo la luminosidad de la habitación, el sol que asaltaba todas las superficies. 

Si soy honesta, yo pienso que llorar no es un quedarse sin palabras, las lágrimas son palabras, tienen su propia sintaxis y semántica y morfología. Las lágrimas tienen su ritmo y sus acentos se forjan en ese hipo al que a veces nos llevan. Los mocos no sé qué son.

En este mapa-catálogo-estudio sobre las lágrimas, Christle trae a nuestra atención datos curiosos, por ejemplo habla de una polilla que chupa lágrimas de los elefantes, teoriza sobre por qué los aviones y las cocinas son los mejores lugares para llorar, describe la diferencia entre los tres tipos de lágrima: agua basal, irritante y psicógena. Trenzado en ese ir y venir de datos e hipótesis, hay piezas en las que la autora nos comparte sus razones o sinrazones de llanto. Digamos que una pequeña tristeza se vuelve la depresión que la transita antes, durante  y después de su embarazo.

Pero las lágrimas no tienen género.

Mi hijo nació con los lagrimales tapados. Eso y una rigidez en la mano fueron los daños colaterales de la asfixia que sufrió durante mi trabajo de parto (que duró ocho millones de horas). Durante casi su primer mes de vida yo tuve que estar encamada, no podía pararme y cargarlo (y creo que sana tampoco hubiera podido hacerlo, pesó más de cuatro kilos), así que mi madre me lo ponía en el pecho y así se dormía. Tuve suerte, fue un bebé sumamente tranquilo, se movía poco, se quejaba con apenas un aullido. Seguro lloraba pero no era frecuente. Y cuando lo hacía, yo lo estudiaba con mucha curiosidad. Su llanto era cortísimo y me sigo preguntando si es porque no le salían las lágrimas. Llorar sin lágrimas no tiene chiste. Cuando lo de los lagrimales se convirtió en una intermitente infección para el pediatra era evidente que era hora de una cirugía. Supongo que ese día lloré tantas lágrimas para cubrirnos a ambos. 

Crying is my spare room”, dice Christle y la entiendo. No quiero usar la traducción de la frase, quiero que la sientan. Porque llorar es un spare room. Christle confiesa que durante el proceso de escritura de este libro, la mayoría de los días lloraba más de lo que escribía sobre llorar, (yo tengo a medias un libro sobre el duelo de mi madre y sigo teniendo más duelo que páginas). Y para llorar, nos dice la autora, generalmente usamos nuestros autos, nuestras cocina. Lloramos en aeropuertos y aviones. Hay quien usa baños. De niña yo lloraba mientras pedaleaba en mi bici. 

Christle se pregunta si será realmente cierto que una se siente mejor al llorar. Yo no me lo pregunto, lo sé: después de llorar yo siento una claridad en la cabeza, un desahogo tremendo, la única preocupación que queda es cómo cubrir mis ojos hinchados y, hágame usted el favor, salir al mundo fingiendo que no he llorado como Magdalena (la primer famosa lloradora, sin duda). Lo cual me lleva a preguntarme por qué tenemos que fingir que no hemos llorado, por qué hay que esconder con maquillaje y sonrisas la verdad, que hace un momento, o muchos meses, o siempre, se ha estado terriblemente triste.

Lo sé y no lo sé.

Bueno, pero inicié esto hablando de mi tristeza. Tal vez otras personas se dicen, “Chale, estoy triste” y ya. Pero a mí el asunto comenzó a inquietarme porque podía significar que mi depresión estaba de regreso y ese descarrilamiento no lo podía permitir. Porque así se siente la depresión en mí, como un lento descarrilarse, los vagones se precipitan y no puedo hacer nada al respecto. Corrí con mi terapeuta (es decir, hice una cita para verla en Skype). Juntas hicimos un repaso del año y, también, un repaso de mis actividades diarias. “Sylvia, no estás deprimida, solo estás triste”, me dijo. En el inventario que hicimos de logros, rutinas, y prácticas de autocuidado, mi terapeuta y yo llegamos a un acuerdo: sí, estoy triste y está bien. La tristeza hay que vivirla, negarla es extender su presencia más de lo necesario. 

Va a sonar a locura, pero: me puse contenta de estar triste. 

En cambio, cuando los episodios de llanto se hicieron más y más frecuentes, la terapeuta de Heather Christle la diagnosticó con ciclotimia que, de acuerdo a Google, es algo así como una bipolaridad light. Es una depresión menor pero crónica, como la que aparentemente tuvieron Virginia Woolf y Sylvia Plath. ¿Cómo recuperar la estabilidad tras un diagnóstico que, en el caso de ambas autoras, desembocó en tragedia? Llorando, parece decirnos la autora. Llorando se recupera una a una.

Insisto, nada mejor como un buen llanto.

Mi hijo tenía casi tres meses cuando se enfermó gravemente. Una hilera de estornudos se volvieron fiebre y mocos y mucha incomodidad. Terminamos en el hospital, las enfermeras nos hicieron bañarlo en una tina con agua helada a no sé qué horas de la madrugada. La fiebre no cedía, así que un baño tras otro. Luego, ya en cama, le pusieron una intravenosa para mantenerlo hidratado. Recuerdo que el brillo de sus ojos se había extraviado por completo. Estábamos a oscuras, nuestro hijo lloraba y sufría. Nosotros, sus padres, también sufríamos, pero éramos los adultos de la ecuación, sabíamos qué hacer con nuestro pesar, él no. Teníamos lenguaje para describir la impotencia que sentíamos. Nuestro hijo, no.

Eventualmente, la fiebre cedió. Cuando el pediatra nos dijo que estaba fuera de peligro nos dio otra buena noticia, se le habían abierto los lagrimales. El llanto, su llanto, lo salvó del quirófano. Pero, ahora que lo pienso, ese hecho le dio la bienvenida a un mundo donde vendrían otras lágrimas: las de las caídas, las de las despedidas, las de los regaños, las de risa. También al reír lloramos, ¿por qué se nos olvida? 

La mayor parte del llanto es nocturno. La gente llora de cansancio. Pero qué horrible es oír decir a alguien: «¡Sólo está cansada!». Cansada, sí; pero ¿«sólo»? No hay nada de «sólo» en eso.

Hace unos días, cuando mi terapeuta confirmó que lo mío era tristeza y no depresión, me dejó una tarea: “Comienza un diario de la tristeza, escribe cómo la sientes, en la mente, en la piel, en el cuerpo, dale nombre”. Mi terapeuta me sugirió que alertara mis sentidos, que recreara el vocabulario de lo que siento. “Por ejemplo, tal vez un día la tristeza es agotamiento, otro día se siente cual cobija pesada, o bien como un simple cosquilleo en los dedos”. 

Mi terapeuta me pedía poemas, sí.

Imre Kértesz, uno de mis autores favoritos, llevaba un diario, yo no sé si de la tristeza o solo de la supervivencia, recordemos que estuvo en un campo de concentración, pero me gusta pensar que la escritura se volvió su manera de construir el lenguaje de su resiliencia. Hay dos puntos en los diarios de Kértesz que me conmueven, uno tiene que ver con su relato del suicidio de Primo Levi. El autor dice que por más que revisemos los pasos de la vida de Lévi no encontraremos una lógica del suicidio, tan solo su dramaturgia. El otro punto, que me conmueve igualmente y me enseña también de dramaturgia, tiene que ver con la certeza de que el momento más feliz de la vida del joven Kértezs ocurrió justo en Auschwitz. Así lo relata en su novela/memoir Sin destino. Había salido el sol y los oficiales les permitieron jugar futbol, ¿cuántos días de hambre, de incertidumbre, de violencia dentro de las barracas hay qué enfrentar como para hacer de un balón el escenario de la felicidad?

En otra de las entradas de su diario escribe: “Es hora de que finalmente decida qué tipo de escritor soy en verdad; en lenguaje sencillo, para quién estoy escribiendo”. Se responde líneas más adelante: “para mí mismo, naturalmente”. Creo que por eso lloramos, por nosotres mismes.

Mi diario de la tristeza no relata eventos de índole política o histórica, (aunque bueno como llevo un registro de la pandemia, seguro soy una de sus cronistas). En cierta parte, lo sé, mis emociones son efecto secundario de estos tiempos de encierro, pero también son resultado de años duros y de mi propia resistencia a verlos como tal. Si, como dice Christle, “escrutamos las lágrimas de los demás para saber si son sinceras”, yo ni siquiera me atreví a escrutar mis emociones para averiguar si eran ciertas.

Escribo un día sí, dos no. A veces escribo más de una vez al día. Mi diario de la tristeza es un cuaderno forrado en tela con globos en la portada y un listón rojo, porque qué mejor que algo de alegría para la tristeza. Cada entrada la escribo con una pluma de distinto color, no subestimemos el poder de un color brillante. A veces solo hago garabatos, ilustraciones en tinta negra. Hoy hice un collage. Mi terapeuta estaría orgullosa. Yo lo estoy. No sé si la tristeza se está yendo pero juro que darle lenguaje, textura, e imagen me ha permitido navegarla mejor. Supongo que escribir este diario ha sido como destaparme los lagrimales de mi vulnerabilidad. EP

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