Un objeto gigante en medio de la sala

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 17/05/21

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

La buena noticia es que ya empecé a escribir la novela. La mala noticia es la misma: que ya empecé a escribir la novela. Siento como si alguien me hubiera regalado un objeto grande, tal vez una televisión que había anhelado durante meses, y de pronto, al desembalarla —al unboxearla, como dirían los chavos—, acabara de caer en la cuenta de que ocupa demasiado espacio. Yo estaba cómoda en este departamento de cuatro por cuatro, por fin lograba estirar las piernas sin chocar con los trastos que hay regados por el suelo. Ahora me tropiezo a cada paso, me golpeo el meñique contra la tele enorme y grito al cielo y me pregunto: ¿para qué quería yo esta cochinada? ¿Acaso no me la pasaba a toda madre viendo Netflix en el celular? Más o menos.

Igual que el de mi mente, el oxígeno de mi departamento ya era ínfimo; tras la invasión, ha quedado casi nada. Me asfixio. Descorro las cortinas, abro las ventanas. Me asfixio aún. Ahí te quedas en tu casa, le digo a ese aparato que es la novela que es mi universo articulado a manera de metáfora. Yo me largo a la ciudad.

*

¿Yo? Pero habíamos quedado, dice el Buda, que el yo como tal no existe. Habíamos quedado, Alaíde, que tú no eras tu cuerpo, ni tus identidades ni tu flujo de conciencia.

Por supuesto, respondo. Sin embargo necesito escribir para ganarme unos centavos, y en español algunas oraciones quedan raras sin sujeto expreso.

Ok, dice el Buda.

*

Salir a citas es un permanente regreso a la adolescencia. Tengo doce años de nuevo, trece, quince, diecisiete, y las hormonas como palomitas de maíz en una cacerola.

Debajo de la mesa, restriego las manos en mi pantalón para secármelas. Cuál pantalón, si traigo falda. Ya se hizo un empuercadero de sudor y mugrecilla. Qué desproporción, si el tipo ni siquiera me gusta tanto. Sonrío sin otro motivo que el de inspirar confianza —hey, no huyas, no tengas miedo, soy amiga, mira, no tengo colmillos, okay, sí tengo, pero no agredo, ¿ya te dije que no como carne?—. El tinderista y yo enlistamos preguntas a manera de entrevista: ¿qué música te gusta?, ¿qué deportes practicas?, ¿ya te dio covid?, ¿tienes hermanos —y el añadido treintañero: hijos—?

No puedo descifrar si él también está nervioso o por qué busca al mesero con tanto apremio. Le molesta que no haya servilletas en la mesa, tal vez quiera secarse las manos igual que yo. Creo que ha activado un modo de hiperconciencia ante el servicio, lo que sucede con frecuencia cuando trabajas en restaurantes; a mí me pasaba.

Frente al desconocido, que gradualmente va dejando de serlo, hago caracterización de mi persona: elijo qué mostrar y qué ocultar. Es un proceso con demasiadas variables, muy distinto al ambiente controlado que era mi ficha de perfil. A veces me presento como estudiante, a veces como ciclista, Ala o Alaíde, yo, me, I. 

*

Tú no eres tu corporalidad, dice el Buda. No eres tus manos sudorosas ni la forma en la que te acomodas el cabello para disimular tus canas. Tampoco eres tus sensaciones —tu nerviosismo—, ni tus percepciones —el nerviosismo del tinderista— ni tus impulsos. Mucho menos, el párrafo que escribes en tu cabeza mientras él pide otra ronda de cervezas.

No existo de forma estática.

Exactamente, dice el Buda.

Pero me gustaría.

*

La suma de rasgos puede crear a un personaje, pero es inusual que le insufle un espíritu. Sería como definirme a partir de una ficha de perfil: «Mido 1.64 y me gustan los mangos». Mi manera de comerlos resulta más decidora: de pie frente al fregadero, lamiendo mis antebrazos y lavándome la cara al final.

Esto es algo que los escritores incipientes ignoran y que a los perezosos los tiene sin cuidado. Es más sencillo acumular peculiaridades, por eso hay tantas comedias con personajes intercambiables. Que la manic pixie tenga un hurón, no, mejor un erizo, ah, y que le gusten las golosinas, ¡que el erizo se llame Chocoreta!

Excelente, sí, pero ¿cómo se manifiesta el váguido hipoglucémico de la manic pixie? ¿Ha dejado de dormir, igual que yo? 

*

Estamos en el estacionamiento del restaurante. El coche del tinderista es como uno que tuvo mi mamá, aunque el olor es distinto. A nuestro lado izquierdo, un homeless cruza la avenida en bicicleta; viene jalando una especie de carriola elevada donde descansa un perro negro. Pienso en la carta que me salió anoche en la lectura de tarot: el arcano VII, The Chariot. Estoy a punto de preguntarle al tinderista si cree en las artes adivinatorias cuando veo que tiene la mirada clavada en el homeless.

Esa es la bici que me chingaron, me dice.

¿Qué?

Él entrecierra los ojos como George Costanza cuando confunde a su primo con un caballo, y me explica:

La tengo ubicada. Ese flaco anda por esta zona. Lo he estado monitoreando. Van dos veces que llamo a la patrulla, pero tarda demasiado en llegar. 

Le pregunto si quiere perseguirlo, él niega.

Me dijeron que no me acercara. Que tal vez el flaco estaba armado. Stay still. Whatever you do, don’t approach him.

Podría simplemente quitársela, pienso, el flaco está muy flaco, demasiadas drogas y poca comida, ¿esquizofrenia? —el algoritmo de la caracterización a tope, ¿quién lo alimentó con tantos prejuicios?, ¿fui yo?; menos mal que tampoco soy mis pensamientos—. 

Aquella cita no llega a mucho, pero días después me vuelvo a encontrar al flaco en la misma zona. El flaco entra a mi novela, con su perrito sentado en lo alto como un jefe galo. La tele, de por sí enorme, se agiganta en mitad de mi sala. 

*

Mi novela. Pero no puedo poseer nada.

Claramente no cosas externas, dice el Buda. Aunque sí estableces una relación con ellas. 

Tal vez la novela sea la que me posee a mí.

O se pertenezcan la una a la otra por un corto tiempo.

Como en una cita de Tinder: no strings attached. 

Algo así.

*

El insomnio crónico de despertar adelantado me acecha. Será la televisión imaginaria que irradia destellos eléctricos desde mi sala. Serán las palomitas de la cacerola, detonando sin gran pirotecnia. Mi cerebro quiere vigilia.

Ya no puedo pensar en otra cosa que no sea esa novela que todavía no tiene título. Atiendo al carnaval de personajes, situaciones y diálogos; se me desparraman las imágenes, metáforas francamente malonas pero que tal vez retrabajadas podrían volverse aceptables.

El monje Tsoknyi Rinpoche asegura que la mejor manera de combatir a los monstruos es invitarlos a sentarse a la mesa. Él construye mejores metáforas. Extiendo el brazo para rechazar los embistes del mío, luego convierto mi ataque en un saludo. Escribo en una libretita las ideas que se me ocurren y que al día siguiente habrán perdido sentido.

Alto. No son horas de escribir, son horas de dormir. Apaga esa sensorialidad felina. Apela a la vacuidad.

Medito, con los monstruos a la mesa.

*

El vacío no implica la inexistencia, dice el Buda. Tan solo implica que es transitorio.

¿Qué es transitorio?

Todo. Tú.

No, ¿qué significa?

Preliminar, tentativo, como el título de tu novela.

*

Resulta que el oficio de novelista no es algo que pueda guardarse en casa, así que estos días he llegado a las citas de Tinder con la tele enorme a cuestas. 

Terminado el encuentro, una vez a solas, en casa, acudo al documento para escribir una representación de la representación de la representación. Imagino cómo habría tenido lugar la misma dinámica bajo circunstancias distintas, cómo se la contaré luego a mis amigas, y a mí misma, y qué versión prevalecerá. Me pregunto cómo afectará todo esto a mi escritura.

¿Novelista es aquello que realmente soy? ¿Novelista realmente es aquello que soy? Qué rígido parece el lenguaje cuando quiero hablar de impermanencia. Resulta obvio. Narrar era fijar, o eso creía: escribir para que nada se pierda ni se desperdicie. 

*

¿Escribir es un ejercicio de atención plena?, le pregunto al Buda. 

Él no responde. El personaje ha escapado de mi dominio. 

Las palabras también tienden a la impermanencia, ¿correcto, Buda? 

Buda, todas las oraciones que he articulado a lo largo de mi vida ya no existen.

¿No es cierto, Buda?

Buda…

¡Contesta!

*

Cuando pronuncio la palabra Futuro, la primera sílaba pertenece ya al pasado, responde finalmente el Buda, que ahora es Wislawa y que nunca dejé de ser yo. El cambio de focalización es uno más de los ejercicios de la impermanencia. Todas las cosas están en constante transformación, pero unidas y condicionadas entre sí. Cada experiencia contiene a todas las demás experiencias, como los hilos de una novela bien amarrada.

Tras decir esto, el personaje se esfuma. Transitorio, a fin de cuentas.

Estoy sola de nuevo, aunque rodeada de monstruos.

Llevo mi atención a la experiencia. Escribo y medito y saludo y respiro. La meditación es una vía de acceso al vacío. Todo silencio lo es. Ah. Tal vez con el botón de mute… 

Pongo a los monstruos a ver la tele. EP

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