Tlacuache y árbol frutal. Catálogo de amuletos nocturnos

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 20/04/20

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 7 minutos

De niña alimentaba algunas obsesiones que me daban seguridad. Me abocaba al cumplimiento de tareas específicas. Casi todas me parecen hoy manías bastante inocentes, como lavarme las manos con frecuencia, evitar el contacto con toallas y no tocar las superficies donde podría haber caído la saliva de otra persona. A menudo tomaba mi plato vacío, recién colocado en la mesa de comer, y lo cambiaba por otro nuevo, uno que no hubiera sido agarrado por nadie. El procedimiento era angustiante pero su retribución, satisfactoria. Una sensación de bienestar que duraba poco y que pronto comenzó a resultarme insuficiente.

Por otro lado, las manías nocturnas que me mantenían despierta hasta la madrugada adquirieron complejidad al paso de los años. Antes de cerrar un libro, me gustaba contar las letras de la última página y comparar ese número con la representación de la misma letra en el Scrabble, que en aquel entonces todavía no eliminaba la che. La página en cuestión debía tener una cantidad similar de aes y ees y por ningún motivo debía tener más ges que des ni bes que ces, porque así no era como lo marcaba el tablero.

Con el tiempo moderé dichas conductas. Con esto quiero decir que las convertí en algo más provechoso: aficiones del mundo adulto a las que me he entregado obcecada, religiosamente. Trabajar duro, escribir mucho, ser sociable, ser puntual; la ansiedad es combustible renovable y muy tóxico. La gente cree que soy alegre, productiva. Lo que no sabe es que también tengo el intestino en relieve cuneiforme de tan ulcerado. Hoy me desvivo en el cumplimiento de rituales con metas fijas y al mismo tiempo absurdas que no enumeraré por pudor. Se me ha quitado el insomnio, mas permanece esta compulsión insana por documentar los sucesos del mundo y sobre todo por organizarlos. Para fines de mi escombraje emocional, hacer listas sigue siendo uno de los trucos más efectivos.

*

Estos días he pensado mucho en Adam, que mira el amanecer desde la ventana de su casa familiar. Los dioses lo observan. La pijama le aprieta de tiro y axilas pues es una prenda vieja que su mamá encontró por ahí. Esa sensación de enormidad es la misma que lo acompaña al moverse por su antiguo cuarto infantil. El espacio es demasiado pequeño o él demasiado grande; es un mundo en el que ya no encaja.

Así yo.

Me fui de la casa de mis papás a los 21 y desde entonces no había vuelto a pasar tanto tiempo aquí. Había olvidado cómo se siente habitar este espacio.

No se parece mucho al lugar en el que crecí. En aquellos años, la abuela y yo compartíamos litera en una habitación que mi mamá improvisó a medio pasillo con cortinas. Era un sitio reducido y sin puertas, y sin embargo no me parecía ruidoso. O tal vez quien hacía el ruido era yo. En cambio ahora, y a pesar de que la casa ha multiplicado sus habitaciones como si a un pulpo le hubieran crecido nuevos tentáculos, encuentro este palacio de lo más escandaloso (¿será porque vengo del desierto?). Pasos, platos, cristalería, manijas, canceles, cajones, sillas, cuchillos, taza del baño, música, alarmas de celular, empaques de plástico, martillos, desagüe de la lavadora, perros, aves, salamanquesas, campanadas de iglesia, la mañanera del presidente, motor de electrodomésticos, olla exprés, puerta del horno, la voz de mi mamá.

Mientras contempla el amanecer por la ventana, Adam escucha los pasos de su madre en la habitación de arriba. No está listo para lidiar con ella todavía, pero eso él no lo sabe. El único con ese conocimiento es John Banville, que escribe la novela en la que el mundo de Adam existe. Me pregunto quién me escribe a mí y si yo estaré preparada. Y para qué.

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Jorge y yo vemos el video de una tortuga lora desovando en la playa de La Mancha, limpia de turistas a causa de la contingencia. Se supone que vuelven al lugar donde nacieron, dice. Vuelven dos veces: a desovar y a morir.

Yo no voy a tener hijos. Hace mucho que lo decidí. ¿A qué he vuelto acá?

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Dado que soy la representante de nuestro núcleo ante el mundo exterior, evito cualquier acercamiento a los demás habitantes del hogar: papás y abuela. Cada una de mis salidas al mandado implica resetear el conteo de días y empezar otra vez de cero. Esto ha complicado la convivencia en casa, pues mi mamá y yo no sabemos interactuar sin contacto físico de por medio.

Cuando pienso en la relación que tenemos, vienen a mi mente las dos cabras de la fábula de Esopo. Igual de ciegas y aferradas, y lo peor es que no se dan cuenta. Así también, las conversaciones que sostenemos ella y yo a menudo terminan en enfrentamientos.

A lo largo de los años he aprendido a solventar nuestras diferencias por medio de un delicado acomodo proxémico que en último grado apela al afecto primario, infantil, que siempre anhelé y al que hoy vuelvo en imaginación: sentarnos en el mismo sofá a ver la tele, acurrucarme, leer en sillas contiguas, salir a pasear en coche, caminar por los pasillos del mercado, obedecer sus instrucciones en la cocina, abrazarla en la mañana para agradecerle el desayuno sin que medie palabra alguna. Como animales, quizás, a través del calor y el contacto.

Pero en los tiempos de sana distancia algo hace falta. No es lo mismo decir te quiero.

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En estas semanas han reaparecido algunas de mis manías. El abismo siempre encuentra el modo de manifestarse. Todavía no he empezado a contar las letras de los libros, pero cada vez son más evidentes mis tics: morderme los cachetes, tronarme los dedos, frotarme las manos, tronarme el cuello, rascármelo, la temblorina en los pies, el parpadeo exagerado.

Analizo mis procesos mentales y emocionales y evoco la imagen de un tlacuache rabioso, frenético al interior de un laberinto, dándose de topes contra los muros, con ganas de saltar por la ventana. Así es mi cerebro: estridente neón.

En realidad los tlacuaches son animales parsimoniosos, lentos. O sea que mi analogía no solo es excesiva, sino incorrecta.

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Será por este duelo anticipado al que obligan las circunstancias o por cierta inclinación nostálgica inherente a mi carácter, pero la verdad es que estos días el mundo ha cambiado de tonalidad.

El problema son las implicaciones infinitas que hasta los más nimios sucesos del entorno de pronto se echaron encima. Lavarse las manos ahora es supervivencia básica. Guardarse dentro de cuatro paredes, un acto de responsabilidad social. Capas y capas de significados cambian de un minuto a otro. El tlacuache de mi cerebro hace estampida sobre sí mismo y se enrosca. Perdimos la palanca de freno, ya ni siquiera podemos dormir en paz él y yo. El mundo se pinta de naranjas y rojos. Aturde la fluorescencia. Todo, absolutamente todo, es una señal de alerta. El protocolo de sanitización es un campo minado, campo de juegos (not) para los que tendemos a conductas obsesivas. ¡Peligro! Un paso en falso y sobreviene la destrucción.

En el subsuelo acechan más amenazas de orden psicopatológico y moral. Todas las recomendaciones indican que debería agradecer por estos días de descanso obligado y sacarles algo de provecho. Abandonar la insensatez. Dejarme arropar por la quietud. Aún no ha comenzado el tiempo de endechar, me parece que dicta el Eclesiastés.

No obstante, bajar la guardia no es opción. Si algo llegara a pasarle a mis papás, no es (solo) la culpa judeocristiana la que me atormentaría, sino mi antigua camarada: la neurosis obsesiva. Pasaría el resto de mi vida tratando de arreglar algo que nunca debí romper en primer lugar.

Una de las sugerencias más frecuentes de mi psicóloga es que intente apegarme a lo fáctico y abandone el pensamiento fantasioso, mágico, bajo el que me conduzco casi siempre. Hago repaso de los peligros que me angustian. ¿Cuáles son verdaderos? ¿Cuáles son improbables? ¿Cuáles son el resultado de haber enredado innecesariamente esta ficción a la que yo llamo autobiografía?

Todavía ni he roto nada y ya ando pegando los pedazos.

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Dice Héctor Abad que todo lo que no se escribe está condenado al olvido. Dice Pessoa que la escritura es el olvido. Como estoy en plan diplomático, concedo que ambos tienen razón. Al releer mis diarios viejos, no reconozco a la persona que escribe. (Y eso que estaba bien triste). (Y bien enojada).

Lo único en lo que todavía me parezco es en la vocación de enlistadora.

Pero incluso esta afición, que tanta calma me regala en épocas de normalidad, durante estos días me avergüenza. A todo le encuentro un matiz apocalíptico, producto de este pensamiento mágico que, aunque debería, no es tan fácil arrancarme. Me autocensuro. Pienso en las frutas que saben a su color: piña, guayaba, mamey, frambuesa, pitaya; y en las que no: mango, guanábana, pomarrosa, sandía. Y de pronto me sacude el espanto, la invocación: ¿estoy acaso elaborando el catálogo del fin del mundo?

Qué mal gusto (escribir sobre) la pandemia.

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Dice Inger Christensen, en las primeras páginas de su Alfabeto (otro apocalipsis):

los albaricoqueros existen, los albaricoqueros existen / las palomas existen; los soñadores, las muñecas, los asesinos existen; las palomas, las palomas; niebla, dioxina y días; los días existen; los días la muerte; y los poemas existen; los poemas, los días, la muerte.

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Algo me dice que mi mamá también está haciendo inventario. Yo, aficionada a la listas. Ella, al recurso de la analepsis. Haríamos un buen equipo entre las dos, si tan solo nos tuviéramos más paciencia.

La piña del desayuno salió muy dulce. Le sirvo un pedazo en su plato favorito. Ella la prueba y su memoria se remonta a las épocas del rancho de mi bisabuelo Florencio y a los sembradíos de Isla, Veracruz. Así se le van veinte minutos a la cronista del pasado. Dice que aquella piña fue la fruta más rica que probó. (Así, en pasado). Como la sandía de Balancán y los mangos de Chacaltianguis. Piña, sandía, mangos. Las frutas con las que pensaré en mi mamá.

Los árboles frutales existen, los árboles frutales existen.

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Esta semana implementé un nuevo mecanismo de autocontención. Me propuse encontrar cada día un elemento inédito para salvarme. Por salvación entiendo algo que me saque de la pandemia, que me transporte a kilómetros de aquí. Algo sublime, que vuelva imposible mirar hacia otro lado. He generado, qué sorpresa, un breve catálogo de amuletos.

La suspensión de la incredulidad es casi una proeza estos días, por lo que el remedio debe ser excepcionalmente bueno. Además, el artilugio solo funciona en las noches, cuando la casa duerme y solo quedo yo, la trompetista de ojos abiertos.

Dice Ocean Vuong que puedes perderte en un libro pero jamás olvidarte a ti mismo. También dice que tu padre solo es tu padre mientras alguno de los dos lo recuerde. Y yo, obsesiva de la permanencia, me conformo con el libro. (No aclara si perderse en un libro también incluye su escritura).

Catálogo incompleto de cosas que me han salvado estos últimos días: Ocean Vuong, Lázaro Comala, Carmen Giménez Smith, Yusef Komunyakaa, Victoria Guerrero, fotografías de Durango, Margarita García Robayo, enlistar.

Y escribir. Qué remedio. EP

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