Temporada de mandarinas

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 13/09/21

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Me interesan los cítricos, me desvivo intentando aprehenderlos. Me intriga su seducción y que contengan malicia, una acidez cándida, infantil, medio inexplicable y mordaz. De los tangelos, por ejemplo, sabemos muy poco, se sospecha que son una hibridación y que pudieron haber nacido en Jamaica, aunque su origen, como el de tantas cosas (yo incluida), probablemente se remonte hasta el continente asiático. Además de que son muy dulces, son fáciles de pelar pues tienen la piel libre, casi como las mandarinas otoñales mexicanas, las del altar de día de muertos, esas que nos alegran las mañanas lluviosas, las meras meras que me curaron del COVID, creo, no sé, no soy científica, lo pretendo.

Las frutas, como las demás cosas del mundo, son un asunto serio. Las simbolizamos, reaccionamos en torno a ellas, las elegimos o las rechazamos. ¿Por qué esta toronja y no esta otra? La neutralidad es imposible desde la experiencia humana, absolutamente todas nuestras decisiones traen truco, jiribilla, motivos semiocultos. ¿Por qué esta ciudad, esta pareja? ¿Por qué las canastas de Van Gogh me provocan tristeza, si a mí, como a Thalía, me fascina el amarillo-azul? 

Para facilitarnos la vida, inventamos el like y el unlike. Navegar entre ceros y unos es más cómodo, me lo dijo Alexa. Pero las obsesivas, que tenemos el superpoder de convertir todo lo que nos gusta en un vicio, nos dejamos absorber por la vorágine. Like like like like, scroll infinito. De pronto ya estamos trepadas a la rueda del hámster sin ninguna pista de cómo llegamos ahí. Y mis adicciones tangibles persisten, hay un reguero de cáscaras en mi cama. Atascarme veinte mandarinas de una sentada parecía buena idea, ahora el subidón glucémico me recuerda que la belleza arrobadora de las frutas no era tan inofensiva después de todo.

Las cosas son importantes. En mi familia nos regíamos bajo la máxima de la Mafalda invertida: nada sirve para todo, pero todo sirve para algo; por eso vivíamos entilichadas. Pero es cierto, todas las cosas sirven para algo: por lo menos para posar la mirada y calificar, como Bart Simpson cuando le regalan un etiquetador. La calificación depende de la observadora, de su relación con el objeto, obviamente, y de su facilidad para la humanización. La toronja es amarga (para mí), la mandarina es ligera (en mi opinión), el limón (me parece que) es más jugoso que la lima; y los tangelos son mi mayor fuente de alegría, no puedo creer que haya vivido treinta y cinco años sin ellos. El lenguaje, tan bonito, nos permite agarrar lo inaccesible, exagerar lo exagerable; no importa si el objeto se nos escurre, el recipiente de nuestra percepción recordará la forma del agua.

Por ejemplo, yo diría que estas semanas el mundo entero parece hecho de nubes. Despertamos (plural) al amanecer y desayunamos viendo a la ciudad deseperezarse. El sol despunta exultante, glorioso, cítrico, casi pareciera hecho de plástico, como si hubiéramos sido nosotras quienes lo fabricamos.

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Últimamente me ha dado por entablar conversación con algunos autores que leí de chica y que en su momento no entendí. Cuando digo chica me refiero a que tenía menos de veinte años y más de veinte ilusiones, aún podía pedir becas para jóvenes y beber jugo de naranja en ayunas. También, le hablaba de usted a los mayores y a los fantasmas. Pasaba las noches leyendo fotocopias de a diez centavos en la mesa del comedor; mejor dicho, deslizando los ojos por las páginas sin pescar nada, como en la etapa REM del sueño, a la que por cierto también se le conoce como sueño paradójico (porque parece vigilia), lo cual me parece hermoso. 

Ahora, a mis treinta y cinco, no diría que los años me hayan vuelto más sabia (al contrario), pero sin duda me han vuelto más desfachatada. No es confianza en mí misma, sino fatiga; la holgura a la que empuja el desencanto. Un día aflojé la panza y después no la pude volver a meter. Demasiadas naranjas.

Con el pelo encanecido y al mismo tiempo el maldito acné que he padecido desde los doce años, me acerco a los libros sin tanto miedo. Les pregunto a sus autores: ¿qué quieres decir? No te entiendo. ¿Qué te cuesta ser un poco más claro? He comenzado a llamarlos por su nombre propio. Paul, no Claudel. Maurice, no Merleau-Ponty. Ya no se me atora el gaznate al pronunciar (mal) el francés. Jamás les faltaría al respeto, pero me atrevo a mirarlos a los ojos. Llevan muertos demasiado tiempo, y para allá vamos todos (Chapoy, 2020). Si los fantasmas son objetos, el vínculo que compartimos dice mucho sobre mí y nada sobre ellos. 

Será la edad, será la pandemia, pero de un tiempo para acá ya casi nada me parece inasequible y mucho menos sagrado. Nomás las frutas, todavía, y los paisajes.

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Paul habló de los jardines de piedra que construyeron los chinos, donde todo era rigurosamente seco y descarnado. Maurice leyó en esta imagen un rechazo a la humedad vital y una preferencia por la muerte. Pero, Mau, yo no vine al desierto buscando la muerte, ¿o sí? ¿Por eso tengo sed todo el tiempo? Yo creo que a mí me trajo la tristeza, la misma que envenena a los cítricos; y no porque haya estado leyendo a Rulfo (digo, a Juan), que sí, sino porque he estado revisando manuales de agricultura. 

El virus de la tristeza de los cítricos los hace perder brillo, brotar hojas más pequeñas, florecer exageradamente y a destiempo, arrugarse, deprimirse, debilitarse. El limonero de casa de mi mamá brotaba hijos podridos cuando se le daba su regalada gana. Así, igual, la afección pseudobulbar que padecí, que a ratos padezco todavía, me provocaba risa y llanto inapropiados, involuntarios, incontrolables, infundados, inetcétera, producción desmesurada. Floración paradójica: nacer muertos.

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En Comala plantaron naranjos que crecieron agrios. Con los años el cura olvidó el sabor de las cosas dulces y solo le quedó la evocación de las mandarinas y las guayabas chinas, engaños de la percepción. A los muertos los planos temporales se les traslapan, por eso en El Paso, ciudad de fantasmas, los atardeceres duran para siempre. No hay naranjos, pero hay dulzura. Las montañas no pueden ser más cursis, las cabronas, enormes pirámides minerales salpicadas de verde como un adolescente al que le ha crecido bigote de la noche a la mañana. La puesta de sol es lenta, lentísima, igual que el cambio de estaciones en este imperio del polvo. 

Por más que yo los adjetive (lento, amargo, animal), son los objetos de mi deseo quienes me determinan y no al revés. La evolución hizo bonitos a los cítricos, y a mí me convirtió en una máquina procesadora de glucosa, adicta a la satisfacción.

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Las montañas no tardarán en afeitarse, volverán a su distintivo color arena, veinte mil tonalidades de beige, el mismo beige de los edificios, de los uniformes de los soldados, de los pantalones de los oficinistas, de los folders, de los antebrazos de los gringos que únicamente se asolean al subir y bajar del coche. Mientras tanto, yo disfruto la sequedad que me provoca el desierto y que solamente las naranjas saben remediar. Dis-frutar. Ja. Subidón glucémico, quizá, sí, adicción, o puro y llano enamoramiento. Y para no extenderme demasiado, y que este texto dure lo que tarda el sol en ocultarse tras las Franklin, me remito al filósofo puertorriqueño, para quien las flaquezas del amor son como esas frutas que, aun ácidas, endulzan. No es extraño que me obsesionen las cosas del mundo: comer naranjas, hablarle de tú a los muertos, habitar una casa llena de paisajes, leer sin entender mucho, el vientre inflado de tanta azúcar, como cuando tenía veinte años, mientras afuera un sol jugoso, pulposo, extraordinario, me recuerda que falta poco para la temporada de mandarinas. EP

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