Pizza y yoghurt: Hay más mundo que el pasado

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 18/03/19

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

En una reunión de fin de semana, los nietos Kaufman le preguntaron a sus abuelos si era cierto que hace treinta años tuvieron una casa rodante con la que recorrieron todo México. El abuelo Kaufman contestó, con su pronunciación peculiar de inmigrante polaco, que sí, que casi todo el país. Los niños gritaron, emocionados, que querían hacer lo mismo. El abuelo tuvo que explicarles que eso ya no era posible, que el mundo había cambiado. Los niños reclamaron y siguieron jugando en el castillo inflable. Los adultos entristecimos, contagiándonos unos a otros la resignación del ya ni modo. Luego Kaufman, como para aligerar el ambiente que él mismo había espesado, sentenció lo siguiente: 

“Se pudo. Lo hicimos. Nos fuimos”

y siguió bebiendo su copa de vino blanco.

*

Hasta para los rasgos obsesivos hay niveles. Mucha gente se considera a sí misma controladoraporque le gusta elegir restaurante y porque ofrece consejos no pedidos para mejorar la apariencia de los demás. Ya te he dicho que deberías bajar de peso. A este tipo de personas incómodas, pero tolerables, yo las llamo controladoras a nivel de piso, pues trabajan solo en las superficies.

El dominio que ejercen está cercano al armado de un rompecabezas de pocas piezas. Tienen en su cabeza una imagen de cómo debería ser el mundo, igual que la caja de Ravensburger muestra la postal de Yorkshire a la que hay que apegarse, y buscan que la realidad tangible se asemeje lo más posible a aquel imaginario. Casi nunca lo logran, pero la mayoría de ellos duerme plácidamente de noche.

Luego estamos nosotros: los controladores de profundidades. Nosotros no elegimos restaurante. No abiertamente. Lo que nos gusta es que los demás deseen lo que nosotros queremos. Aceitamos la maquinaria para que funcione sin que tengamos que apretar sus botones.

En esta labor de estrategia y cálculo, nos volvemos locos. (Hablo por mí, resguardada en la comodidad del falso plural).

Metemos mano en el fango de nuestra psique y la diseccionamos en un intento por modificar los patrones más arraigados. Terapia de siete a ocho, y más tarde nos acechan las pesadillas. Somos obsesivos, sí, pero sobre todo somos astutos. Más difícil que dominar el mundo es dominarnos a nosotros mismos. Metaobsesivos: buscamos controlar hasta nuestra necesidad de controlar. Nos gusta que se nos considere personas relajadas. No lo somos. Detrás de esta apariencia de desparpajo y ligereza hay una voz crítica en zumbido permanente. No te lo tomes personal. Déjalo. Déjalo. Distráete. A veces pienso que la dignidad y la frescura se han vuelto homologables. Es más: yo perdería la compostura en un escenario apocalíptico, pero jamás la insolencia. 

*

El polaco llegó a México en los años sesenta y desde entonces no ha vuelto a Europa. Porque no he querido, repite cada vez que puede. Hay más mundo. El otro día lo vi leyendo un libro de Kapuscinski. Extranjero en todos lados, igual que él.

 Me pregunto si el recuerdo de un país es patria suficiente.

También me pregunto si es menos real un sitio imaginario (Uqbar, Lilliput) que uno mal recordado. Por ejemplo, la casa de Xallitic donde Nadia y Juan Ventura jugaron a ser papás y a ser felices. En mi ejercicio narrativo de autoficción, ambos lugares ocupan igual rango de importancia.

El otro día soñé que un tren me llevaba a Macondo. No había letrero, pero yo sabía que era Macondo por sus platanares. A lo mejor era Nopaltepec, Veracruz, y en realidad estaba soñando con mi abuelo. La anarquía de los propios sueños: la máxima pesadilla del controlador de profundidades. 

*

Vuelvo con frecuencia a los países que habité y que ya no existen. En este afán terapéutico por desprenderme de cargas inútiles, últimamente he estado visitando la finca de Manolo Fernández, adonde me asomaba de niña a ver bisontes, llamas y pavorreales. Los trabajadores del establo acostumbraban almorzar bajo la única ceiba de aquellos rumbos e improvisaban silbidos, ayudados por una hoja de limón.

El señor Zeledonio Rodríguez, que trabajó en el cafetal hace muchos años, me habló de la existencia de unas aves blancas cuyo pelaje se pintaba de azul a ciertas horas, bajo el efecto de los rayos del sol. Yo no recuerdo esas aves, pero combinan bien con el resto de los elementos de la escena, así que decido incluirlas en la postal. Dentro de poco estaré contando aquel recuerdo de infancia ficcionada: los años en los que Manolo Fernández criaba bisontes, llamas, pavorreales y cierto tipo de garzas exóticas y tornasoladas.

*

El pasado lejano es ese país al que vuelvo como si no hubiera más mundo. Me gusta indagar en sus laberintos, encontrar nuevas piezas y hacerlas encajar con las viejas. Una parte de mí se aferra a la certeza de que algún día podré observarlo todo y que, en ese momento, mi lugar en esta Tierra adquirirá una nueva configuración. La omnisciencia aplicada a la propia sanidad. Lo malo es que hasta el momento he obtenido el resultado contrario: a más información, más confuso resulta todo y más necia se vuelve mi obsesión.

 Vuelvo a este país ficticio apoyada en la distancia temporal de los muchos años transcurridos. No puedo narrar lo inmediato anterior. Es doloroso y yo no soy masoquista. Por eso me remonto a lugares lejanos, donde me siento más segura. Pongo tierra de por medio al estilo de Juan Valentín: Pues si me quedo tú me vas a ver llorar

*

Otro lugar mal recordado: el departamento de mi primer matrimonio, que no fue tal.

Pintar las paredes de una casa rentada es como dibujar un mandala para disolverlo después. Todo está dispuesto para su propia destrucción. Es un desperdicio, diría una cuentachiles (yo). Pero es necesario, diría la misma cuentachiles, intentando controlarse a sí misma.

En ese departamento se fraguaron planes que no llegarían a concretarse. A fin de cuentas, los planes también pertenecen al universo de lo imaginario. Algunos, de hecho, son hermosos precisamente porque no dependen de su realización. Postales de un momento semiperfecto, cuando todo era tan bonito que hasta nos atrevimos a pensar en el futuro. Dos adolescentes tardíos con ganas de ser gente grande. Imagínate cuánto nos queríamos, que hasta fantaseamos con la idea de tener un hijo y de conocer Siberia. A mí ni siquiera me gusta el frío, pero me gusta el control, y planear algo es fingir que gobernamos lo incierto.

El futuro: sitio imaginario por excelencia.

*

No sé si a los nietos del polaco alguien les dirá alguna vez que su sueño de viajar en una casa rodante es realizable. Tal vez no les interesa realmente. Son niños en un castillo inflable, todavía no necesitan echar mano de mapas imaginarios.

Tampoco sé si algún día dejaré de visitar el pasado. Si seré capaz de abandonarlo, igual que el polaco a su patria. La ausencia de amarres implica libertad, pero también es el preámbulo de la caída. Un equilibrista sin arnés es más leve, y adquiere consciencia de su propio peso. Hay que ser ligero como el pájaro y no como la pluma, dicen que dijo Valéry.

Como el pájaro tornasolado que no sabe a dónde va y ha olvidado de dónde viene. Así, hay que bombardear el pasado hasta hacerlo desaparecer. Dejar de rastrear un origen inexistente y renunciar por fin al control que nunca tuve en primer lugar. Déjalo. Déjalo. Distráete. Que los hechos sean solo hechos y no cúmulos de implicaciones.

Se pudo. Lo hicimos. Nos fuimos.

La terapia no es un mapa. Acaso sea una brújula.EP

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