El cese de la incredulidad, veinte puntos

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 27/01/20

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Si tuviera que reducirlo a una sola frase, diría que Francisco es un muchacho que se ha pasado la vida ofreciendo disculpas. Second generation, explica, con la mano extendida sobre su pecho y la mirada baja. Segunda generación, como si fuera un iPad. I’m sorry. Voz modulada de instructor de yoga. I don’t understand.

Ha vivido siempre en El Paso y no imagino que un solo día no haya tenido que aclarar malentendidos. Es moreno y de pelo chino, y encima se llama Francisco. Es natural que la gente se dirija a él en español. Las reacciones de los demás ante su negativa conforman un amplio catálogo de reacciones ante lo inesperado. Desconcierto, decepción, enfado, franca molestia. A veces voltean a verme a mí, como si yo tuviera la culpa de que él haya equivocado el camino. No saben que apenas lo conocí la semana pasada. Alzo los hombros y pronuncio algo en español, cualquier cosa, para hacerles saber que estoy de su lado.

Dice mi amigo el Pata que Francisco me está cuenteando, que la idea de que en verdad no entienda español es ridícula. Es mentiroso o es tonto, sentencia. También promete que el día que lo conozca se lo va a decir a la cara.

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La letra A vale un punto, igual que las demás vocales. A de Alaíde, palabra no aceptada. También la S vale uno porque pluralizar es un truco fácil para sumar puntos y ganar tiempo. Alaídes.

La L, la T y la N valen uno porque cualquier tonto hace palabras con ellas. Monosílabos: la, le, lo, tu, no.

Llevamos cuatro juegos y varias rondas de cerveza. He ganado todos. Mayra nunca había jugado Scrabble antes y Flavio está demasiado borracho como para poner atención. Cada vez toma pausas más prolongadas para fumarse un cigarro. Estoy segura de que busca palabras en su teléfono, aunque la señal de internet es deficiente acá en su departamento, en pleno cerro. Empina la cerveza antes de pararse de nuevo. Detesta dejar latas a medias cuando la calefacción está encendida. A mí no me molesta la cerveza tibia, pero él es gente de ciudad.

Mayra no es competitiva. Hablamos sobre las vacaciones y sobre el cruce fronterizo, mientras revuelve las fichas en el soporte de plástico. Veo que desperdicia la oportunidad de una gran jugada. Está más interesada en la plática. Acaban de matar a Isabel Cabanillas en Juárez y ella conoce gente que la conoció. Dice que dejó un hijito.

Cuando siente que ya ha fumado demasiado, Flavio comienza a ir al baño repetidamente. Luego vuelve a la mesa, tambaleante, y acomoda de un jalón una palabra de siete fichas. Veintinueve más cincuenta: setenta y nueve. Sonríe. Es su año de nacimiento.

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De niña yo jugaba Scrabble con mi abuela en la mesa del comedor. Doña Eva era una competidora tenaz. Aferrada y al mismo tiempo ecuánime, fingía no saber cuántos puntos le redituaría una palabra a todas luces prodigiosa. Dejaba que yo, que apenas comenzaba a escribir, hiciera las cuentas en voz alta. Ella arrasaba en puntaje, pero al ganar me animaba a seguirlo intentando. Decía que algún día podría vencerla, que solo era cuestión de tiempo.

Aquella humildad impostada es uno de los atributos que más me enorgullece haber heredado. La destreza para el Scrabble es otro.

A mi abuela le gané un partido de Scrabble por primera vez a los veintiún años, en 2007. Fue más o menos por la época en la que se le manifestó el alzhéimer.

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Para los que no fuimos adolescentes extrovertidos, los juegos de mesa representaban una tabla salvadora. La posibilidad de mantenernos integrados a un cierto grupo sin las exigencias sociales del carisma y la buena conversación. Lo único que había que hacer era seguir las reglas y la diversión estaba garantizada.

Me acostumbré a jugar con todo el mundo, algo que aún me entusiasma. Novios, amigos, gente del trabajo o de la escuela. Puedes conocer a profundidad a las personas observando su manera de jugar. Por ejemplo, a mí me gusta ganar, pero intento que nadie se dé cuenta de que aprieto los puños por debajo de la mesa si el marcador no me favorece. Cuando la derrota es inevitable, me apuro a tomar mucha cerveza. Finjo estar más borracha de lo que estoy. Quizás incluso sería capaz de voltear el líquido sobre el tablero. Tomar el control de mi propia vergüenza me libra a medias del ridículo, al menos en mi imaginación.

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Uno de los teóricos de la narrativa, de apellido Lowe, ideó una analogía casi poética para analizar las tramas literarias. Para él, cualquier universo narrativo es homologable a un juego de mesa. El escenario sería el tablero y los personajes, los jugadores. Alrededor de la mesa todos obedecemos ciertas reglas por más absurdas que parezcan. ¿Gritar uno cuando solo te queda una carta? ¿Por qué alguien haría eso? Acepto.

Durante la partida, los jugadores se enfrentan a una estrechez de movimiento de plano arbitraria. Pienso en el caballo del ajedrez, condenado a la prisión de sus cuatro casillas. Así, a un personaje un autor no puede (no debe) añadirle cualidades que no estaban ahí desde el principio. Cada movimiento debe estar justificado. Al romperse el pacto de verosimilitud, el juego perdería sentido. Los escritores vivimos y mamamos de este regalo frágil y tan preciado que es el cese de la incredulidad.

Vamos a jugar a que te engaño, lector.

Jalo.

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Francisco me pregunta qué es lo que más extraño de mi ciudad. Mi respuesta es inmediata: el color verde. Él me cuenta que su abuela, que llegó de Jalisco hace más de setenta años, ha llenado su casa de plantas, algunas tropicales. Ofrece regalarme brotes y plántulas, incluso menciona la idea de cruzar a Juárez para comprar macetas en el mercado. Está en la etapa de ofrecérmelo todo. Esa etapa yo la conozco bien. Más tarde llegarán las cuotas.

Jugamos baraja en el patio en una mesita que acondicioné con unas cajas. Alrededor, los gatos del edificio olisquean al forastero. Uno de ellos, el más gordito, me mira con la misma expresión juzgona y amargada con la que el Pata me regaña cuando le cuento mis tonterías.

Cómo va a ir a comprar las macetas, si no habla español, refunfuña en mi cabeza. De veras cómo te gusta hacerte la que no ve.

Insisto en mi capricho de jugar Scrabble. Francisco se niega hasta el último minuto. I’m really sorry. Ofrecer disculpas: lanzar un comodín. Antes de despedirnos, lo escucho contestar una llamada. Aguardo, acechante, para ver si contesta con un ¿bueno? No ocurre. Yeah, sure, no problem, ok. Luego se monta en la bici y me dice adiós con la mano, aprisionado en las cuatro casillas que le he asignado en mi tablero de ajedrez.

*

A los diecisiete años, durante una partida de Rummy en la playa, uno de mis novios hizo trampa frente a mis ojos. Nos encontrábamos ante una tirada que ya había durado demasiado. Él no hallaba dónde acomodar la ficha restante y a esas alturas era imposible devolver el juego a su disposición original.

Harta y acalorada, me incliné para sacar una cerveza de la hielera. Viré la mirada unos segundos, pero desde el rabillo noté que él volteaba la ficha restante y la integraba al grupo de fichas sin usar, al que en Veracruz llamamos sopa.

No lo enfrenté. La escena era demasiado absurda y a mí no me importaba tanto. Decidí respetar el pacto de verosimilitud.

Ese novio me mentiría muchas otras veces, igual que aquellos que vendrían después, pero yo siempre preferí guardar silencio. Ante una trama inconveniente, una subtrama en la que soy vencedora. Narradora omnisciente de mi propio cochinero. Me mienten, pero no me engañan. El as bajo la manga es el cese de mi incredulidad.

¿Y si mejor jugamos a que yo te engaño a ti?

*

Además de conocer nuevos rasgos de caracter de las demás personas, con los juegos de mesa también descubres cosas sobre ti misma. Esto a menudo tiene más relevancia que averiguar las manías de gente que no volverás a ver.

Vamos a jugar a que te engaño, lector.

La lectora de mis recuerdos ficcionados soy yo misma. El engaño entonces es a la autora, que ha dejado de existir.

Estoy acostumbrada a que los hombres me mientan. Guardo silencio para no arruinar la delicada coreografía del tablero de juego: risas, movimiento y algo parecido al amor, lo que conozco hasta este momento.

Una cosa que no puedo permitir es mentirme a mí misma. No quiero ser personaje, como dice Lowe. Quiero ser la que inventa el juego.

Ningún novio quiso trampearme en el Rummy a los diecisiete años. Fue a los nueve. Y no fue un novio, sino mi papá. El biológico. La inmensa y primigenia figura masculina a la que he intentado complacer toda mi vida, por mucha terapia que haya tomado y a pesar de la gran distancia que he fijado entre ambos. Fue él quien me enseñó a jugar Rummy y también quien me mostró, sin quererlo, aquella regla tácita de la interacción cara a cara en relaciones desiguales.

Vamos a jugar a que me engañas, y a que yo te engaño haciéndote creer que me engañas, y a que tú me engañas haciéndome creer que te engaño haciéndote creer que me engañas, lector.

Cuando el juego deja de ser divertido, se convierte en una simulación. No hay ganadores, y sin embargo todos creen que lo son.

Guardé silencio aquella tarde ante su trampa, y también guardé silencio años después al enterarme de sus amantes, de sus casas chicas, de su hijo no reconocido y de las argucias con las que pretendía zafarse de nuestra pensión alimenticia. El silencio es mi estrategia, me digo. Es madurez, no cobardía.

No es verdad.

Me gusta fingir que tengo un plan trazado en mi cabeza, que voy dos o tres jugadas adelantada al rival. Es un bluff. La mayoría del tiempo estoy paralizada, con puras consonantes y el tablero cerrado. XYWKLMH. Cero puntos, jugada inválida.

*

Dice Eva, mi terapeuta, que he reprimido tanto mi capacidad de enojo, que terminé extraviándola. La mandé a algún lado donde ahora no puedo verla. Al parecer la convertí en tristeza en un intento desesperado por salvarme a mí misma.

Recomienda que conecte con esa parte enfurecida antes de que la tristeza me haga daño. Podría instalarse para siempre, explica, y comenzar a dictar las reglas del juego.

La tristeza no puede ser la autora. La autora soy yo.

Vamos a jugar a que nadie engañe a nadie.

Pero, entonces, ¿cómo sabremos quién gana?

Dice Eva que podría embarcarme en juegos de mesa y dejarme ganar, como ejercicio. También podría comenzar a desmentir los engaños de los hombres. Hacerles frente solo para ver qué pasa. Señalar el traje invisible del emperador.

Me sugiere que escriba una lista de reclamos. Comienza así: EP

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