Lenguajes como espacios: la invasión

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 15/06/20

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Los traductores recurren con frecuencia al uso de analogías para explicar su labor, un tanto huidiza. Es más fácil traducir que hablar sobre traducir. He leído textos que equiparan el proceso de traducción con el derretimiento de un hielo en un contenedor nuevo o incluso con el kintsugi: el arte de pegar las piezas de un objeto quebrado para obtener un resultado similar, aunque reconstituido. (Pero el esmalte que resalta las grietas de la vasija kintsugi la embellece, y yo tenía la idea de que un buen traductor acaso era como un buen mesero: imperceptible si realiza su trabajo hábilmente).

Sin conocerlas todas —no soy ambiciosa—, anticipo que mi analogía favorita hasta el momento es la de Rosmarie Waldrop, para quien traducir es como dejarse invadir por el espacio personal de alguien más y al mismo tiempo invadir el suyo. Me gusta pensar en los lenguajes como espacios. El mío, una habitación un tanto escenográfica, con miles de artefactos inútiles cuya única función es provocar que las personas me pregunten por ellos. Encuentro un enorme placer en detenerme a definir un jarochismo. Algo dentro de mí se entibia cada vez que los demás se interesan por entenderme.

A manera de ejercicio, y porque disfruto perder el tiempo, ensayo posibles analogías para mi propio proceso de traducción. Pienso en una maleta y en una cantidad absurda de ropa. Por lo menos una prenda tendrá que sacrificarse: vestido o pantalones, rima o metáfora, pero algo, siempre.

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Dice Carlos que los antiguos retóricos consideraban que uno de los objetivos de las figuras era llenar una laguna semántica. Tenemos más ideas que palabras, por lo que debemos ampliar las significaciones de estas.

Al terminar la clase de yoga, le cuento que mi asana favorita es kakasana, la postura del cuervo. Explicarla es complicado, pero estoy agotada y no quiero encender la computadora para buscar una fotografía, así que intento con las palabras. “Tienes que poner las rodillas en los antebrazos, así, como los cuervos”. Silencio. “¿Y no pudiste elegir un animal —pregunta él— que sí tenga antebrazos?”.

(Ahora, al verlo en texto, concedo que no se lee tan gracioso. El humor es quizá el mayor intraducible, y la escritura es en sí misma una traducción).

Si todo sale bien, Carlos y yo pasaremos el resto de la cuarentena ampliando significaciones (el albur: otra figura, otro intraducible). Yo tengo muchas ideas y a estas alturas, supongo, él ya se habrá dado cuenta de que se me complica la especificidad. Me tardé en decir te amo, acto de habla, pero a cambio compré un boleto a Monterrey.

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Mi maestra de yoga insiste en la condición holística de la práctica y por eso a veces, además de las posturas, intentamos una suerte de meditación profunda. “Deja que las ideas crucen y se vayan, no las conviertas en historias”, indica. “Controla tu respiración”.

Su voz, monótona y domesticada, lejos de tranquilizarme, me inquieta. Un carnaval de animales irrumpe en la escena, desordenándome el pensamiento: la cobra, la paloma, el delfín, el perro, cada uno dispuesto en su asana homónima.

Mi respiración es un problema, siempre lo ha sido; por eso me es difícil escribir poesía. Mamá solía insistir en que controlar la exhalación ayudaría a curarme los ataques de pánico. No ha funcionado así. (A menudo pienso que, en caso de contagiarme de covid, me costará distinguir la sintomatología; estoy habituada a la fiebre, fatiga y mala respiración).

Así percibo mi ansiedad: como una permanente sensación de encierro. Igual que los pájaros envejecidos de Carmen Laforet, con las pechugas palpitantes por volar mucho tiempo en un cielo demasiado pequeño.

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Establecer paralelismos es una vocación humana automática e incorregible, igual que pintar de implicaciones casi todo. Cuando comienzas a conocer a una persona, el algoritmo se reconfigura con cada nueva información. Al principio no hay referentes, o eso quieres creer. Es una ilusión, pero una de las más lindas; hasta parece que los objetos se han despojado de sus significaciones.

(Una de las tantas bellezas del enamoramiento es que te hace olvidar, por un rato, que tú ya no perteneces al mundo donde las cosas simplemente son).

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Tomás, acostumbrado a despertar siempre con mujeres distintas, de pronto se descubre a sí mismo imaginando a Teresa como un niño que alguien envió río abajo en un cesto. Milan Kundera, su autor, quien quiere hacernos creer que los personajes se le salen de las manos, confiesa que ha llegado el momento de ser cautelosos. Con las metáforas no se juega. ¡Cuidado! El amor puede surgir de una sola metáfora.

(Metáforas más reales que las personas que pasan por la calle, dijo Pessoa, también).

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A Carlos le gusta desmenuzar las cosas para entenderlas. Hace análisis sintáctico y me explica por qué una oración no es buena, aunque a mí me guste. Lo escucho, sin convenir. Soy de la idea de que, si una línea me conmueve, y luego resulta que su hechura es torpe, pues nada: me gusta igual. (O más, incluso, como me gustan los juguetes con rebaba).

Me pregunta por qué lo quiero. En mi idioma no hay respuesta unívoca, pero esbozo una traducción, metáfora privada. (Privada, dije. No cabe acá).

Para Vivian Gornick, las relaciones son poco más que esto: dos viajeros solitarios que avanzan con esfuerzo por el territorio de sus vidas y que de vez en vez se encuentran en sus fronteras respectivas para intercambiar noticias de los países que ellos mismos conforman.

Como Carlos y yo somos países distintos, hablamos idiomas distintos. Él es barroco y yo prefiero las frases cortas. Concede, eso sí, que mi formato es el apropiado para la evocación nostálgica en la que me refocilo. (Él no lo sabe, pero la frase corta también es idónea para aplacar mi encierro. Mi cerebro: tlacuache estridente y acuitado que no controla su propia respiración).

Para entender a Carlos, para realmente entenderlo, a menudo tengo que traducirlo. Y si Rosmarie Waldrop está en lo cierto, esto puede implicar la invasión de dos espacios: el suyo y el mío, en sincronía, como en el meme de Spiderman duplicado.

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Cuando escribí sobre él por primera vez, me dijo que no se reconocía en los diálogos que le asigné. Los releí y, en efecto, era una mala traducción; la maleta me había quedado pequeña. Esa cualidad inasequible me aturde, me desborda de la mejor manera. No poder anticipar la broma, no poder retratarla después.

Al escribir sobre los demás en relación conmigo, la autocomplacencia es trampa fácil. Philip Lopate habla de superioridad inconsciente. El prefijo in, mi única disculpa.

Dado que usamos el lenguaje para marcar territorio, y nuestros chistes de todos los días exceden la función comunicativa, podríamos estar construyendo una suerte de nueva patria. De infraestructura cursi, estoy ideando metáforas dignas de Arjona. Me vale. Estoy enamorada. Volví a creer en lo barroco. En un puente demasiado adornado, aunque de manufactura rupestre, que conecte Veracruz con Nuevo León.

Tras la invasión, la infestación. Creo que ahora vivo en Monterrey. EP

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