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Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 13/07/20

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Dice Leonardo que durante estas últimas semanas ha aprendido a cocinar muchas cosas. Hoy preparó pan francés. Ayer, salchichas con limón. Me presume su sartén de freír, chamuscado y con rayones, mientras me cuenta que su hermano Rodrigo, de cinco años, el otro día se comió una pizza completa él solo.

Soy espectadora del teatro de mis sobrinos. Me asomo desde las penumbras, a metros de distancia, sentada en la escalera de la casa de mi hermano, en Coatepec. Ellos se mueven entre el comedor y la sala, y luego de vuelta a la cocina. Por fortuna, esta es una de esas obras en las que los actores interactúan con el público. Podemos hablar —yo a gritos a causa del cubrebocas— y hasta reírnos —yo por dentro, como si escribiera jajaja en un mensaje—.

Dice Leonardo que se avecina una gran catástrofe. Estos días ha visto pájaros volar todos en fila en la misma dirección. «¿Y no estarán anunciando el verano?», le pregunto. «Ya veremos», contesta, con esa soberbia intelectual propia de los científicos.

Me sirve pastel y yo, a cambio, le enseño a hablar el idioma de la efe. Tarda en entender la lógica, pero una vez que la domina no puede parar. Va señalando cada uno de los objetos de la cocina y nombrándolos: vafasofo, plafatofo, efestufufaff… se traba. Me pregunta por qué puente es puefentefe y no pufuefentefe. ¿Y Leonardo? Le explico lo de los diptongos y los hiatos. Hay muy pocas cosas que yo puedo enseñarle a él, pero esto sí.

Le pregunto qué se siente cumplir once años, pasar a sexto de primaria, usar zapatos del tres, tomar agua en vasos de vidrio; ya casi le tocará pagar impuestos. Rodrigo lo señala y se ríe. Leonardo ignora mis preguntas, no caerá en provocaciones. Comienza a guardar libros en su mochila en un protocolo que yo conozco muy bien: moverse de casa en casa, rutina de hijos de divorciados. Por fin se han cumplido catorce días y ya puede regresar con su mamá. Soy la encargada de llevarlo a Xalapa para que ni ella ni mi hermano salgan de casa; de todos modos, yo había tenido que ir a Coatepec por otro motivo esencial. 

«Adiós, Leonardo, te amaré», le dice Rodrigo, ceceando. Leonardo quiere abrazarlo, pero él sale corriendo, su cuerpecito todavía una nube que un minuto está y al siguiente, puf, se esfumó.

«Te amaré», repite Leonardo, mascullando y a las risas. «¿Eso qué?»

*

Mi hermano siempre fue mi persona favorita del mundo. Después, nació Leonardo.

*

Dice Piglia que dice Gossman que «un lector de ficciones es alguien que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia». También dice —Piglia, no Gossman— que la lectura literaria ha sustituido a la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal, y que ahora se opone a un mundo hostil como los restos o los recuerdos de otra vida.

Mi hermano y yo no provenimos de infancias ideales, pero siempre tuvimos los libros: recuerdos de otras vidas, infinitas, superpuestas a las nuestras. Pienso en la ruptura de viejos patrones —ese sueño— y en la ficción como un faro. No repetir los errores de nuestros padres; cometer, si acaso, otros nuevos.

Dice Piglia que Sartre se pregunta por qué se leen novelas. Hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro: «el sentido es evidentemente el sentido de su vida, de esa vida que para todo el mundo está mal hecha, mal vivida, explotada, alienada, engañada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven saben bien que podría ser otra cosa».

Otra cosa.

A veces, cuando estoy con Leonardo, también pienso que esta vida podría ser otra cosa.

*

«Cuando el hombre veía cómo dormía el niño había momentos en que empezaba a sollozar sin poder controlarse, pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo, pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad, cosas en las que ya no podía pensar de ninguna manera».

*

La noche que recibió la noticia de que Leonardo vendría al mundo, mi hermano hizo tres cosas: me llamó para contarme, me invitó a Oaxaca y me pidió que leyera The Road, de Cormac McCarthy —de donde saqué la cita de arriba—. En esa época yo era demasiado pobre, así que él hizo una cuarta cosa: me compró el libro en digital.

Viajamos a Oaxaca el siguiente fin de semana. Fueron días de mucha felicidad —o así los registré—, de comer, caminar y asolearnos en el carro escuchando música. «El molde para días futuros», dice McCarthy sobre un día perfecto. Mi hermano compró adornos, ropa, juguetes y fulares como si en vez de tener un hijo fuera a equipar una guardería. En la carretera hablamos de nuestros temas de siempre —mamá, papá, el otro papá, música, literatura, conspiraciones y el fin del mundo—, pero esta vez con un añadido: mi sobrino Leonardo. Si entonces elaboramos hipótesis sobre su aspecto y posibles conductas, no las recuerdo y no importan; cualquier intento por definir su existencia se habría quedado corto. Leonardo es inaprensible, es absoluto.

A lo largo de esos días, más de una vez pensé: «se acabó, este es el último viaje; todo está a punto de ser distinto y está bien». La predicción era incorrecta, pero, ah, cómo me gusta tirarme al drama.

*

Hace algunas semanas, en plena pandemia, llamé a mi hermano: «Encontré el amor, ¿me llevas al aeropuerto?». La semana pasada lo volví a llamar, esta vez desde Monterrey: «¿Puedes ir por mí al aeropuerto en unas horas?»

A diferencia del trayecto de ida, que se nos fue completo en hablar del COVID, el de regreso se trató, principalmente, de los pormenores de mi relación fallida: dinámicas, hábitos, risas, desavenencias y cómo, en cuanto se terminó la prueba gratis, me cancelaron la suscripción; ya ni modo. 

En The Road hay un momento en el que los personajes, después de tanta desgracia, finalmente dejan de hablar de la muerte. La única explicación posible es que la muerte se ha instalado por completo, igual que el aire, igual que respirar, y ya no queda nada nuevo que decir sobre ella. Un poco así, mi hermano y yo, que hablamos muchísimo, cada vez nos adaptamos más al COVID y renunciamos a la posibilidad de un mundo en el que no exista. Hace rato, por ejemplo, estuvimos comentando unos cuentos que escribí.

*

Todavía no estoy lista para escribir sobre Monterrey, pero vuelvo con frecuencia a las conversaciones que entablé allá. He pensado mucho en la ficcionalización, literaturización, de la propia memoria. Carlos decía que es más fácil acomodar las piezas del mundo real, biográfico, que crear imágenes donde no había nada.

En The Road, el hombre le explica al niño que las cosas que decida poner en su cabeza se quedarán ahí para siempre. «Olvidamos cosas que queremos recordar y recordamos cosas que queremos olvidar».

Durante el acto de escribir, lo anterior se vuelve evidente, perentorio; esta suerte de segunda filtración, tergiversación, es descarada. Aunque en el presente de pronto todo parezca efímero, escribir es una manera de fijar ciertas cosas y desechar las demás. «Quisiera escribir un libro para que no se me olvide lo vivido contigo», le canta Tito Nieves a su hijo muerto —otro hombre, otro niño—.

Para muestra, este diario de la pandemia al que acudiré dentro de algún tiempo como quien visita un álbum de fotos. Aquí quedará asentado, porque no quisiera olvidarlo, que un día Leonardo comenzó a tener once años.

*

El camino de Coatepec a Xalapa toma veinte minutos, casi no hay coches en la carretera. Leonardo va tarareando las canciones que pongo en el radio, acaba de descubrir a Fito Páez. «Tati, pon la de Sin COVID» —se refiere a Circo Beat—. Me cuenta que ha estado leyendo los libros que le presté. Debajo del cubrebocas, sonrío. 

Hace calor y los lentes se le resbalan por la nariz. Le pido que no se toque la cara, que recuerde las indicaciones de la tele. Está nervioso. Puedo ver que algunas conversaciones le cuestan trabajo. Me pregunta si creo que es cierto que no va a poder ver a sus abuelos lo que resta del año; también, si ahorita llegando a su casa ya va a poder abrazar a su mamá. Intento tranquilizarlo con respuestas a medias. Al final, terminamos hablando de uno de nuestros temas favoritos: el pasado.

Me da mucha risa que me cuente historias de sí mismo como si yo no hubiera estado presente o como si no me enterara de nada. «Fíjate que una vez fui a Chachalacas», me dice. «¿Ah, sí?», respondo. Él no sabe que en mi refrigerador tengo una foto en la que aparece él cargando a Rodrigo, los dos acalorados y rojos, a la sombra de una palmera. Una foto que, por cierto, yo tomé.

Estamos doblando su calle cuando me pregunta si recuerdo aquel día en que me visitó en el DF y fuimos al concierto de Paul McCartney. Ese día en que cenamos ricos tacos de pastor y a la mañana siguiente él los vomitó enteritos en mi edredón blanco, a la Jackson Pollock —técnica: achiote sobre algodón egipcio—. Lo miro por el retrovisor sin contestarle. Se está riendo, el muy vomitón.

«Últimamente ya casi no he vomitado», me dice, entre burlas. «Ya podemos ir por tacos otra vez. ¡Tafacofos!»

Luego se queda pensando, con ese gesto que pone a veces: ojos entrecerrados y en movimiento horizontal, como buscando la pieza faltante de un rompecabezas.

«Ah no». 

Abre la puerta del coche. 

«Ya me acordé». EP

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