Las cosas vivas

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 07/08/20

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

En abril planté un frijol en un algodón, como recordaba que alguna vez lo había hecho en el kínder o en cursos de verano, acogidos por un frasquito limpio de Gerber de mango. De niña, nunca se me dio ningún frijol. 

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En 2007 emprendí con mi mamá un negocio de muñecos de tela, se llamaban Niños Frijol y tenían un mameluco a causa del cual no se le veían las piernas, solo unos brazos largos largos, hacia el cielo. Cada muñeco partía del mismo molde, pero todos eran diferentes, hechos de telas de franela, de jerga, de algodón. Cada muñeco incluía una etiqueta que traía engrapada una bolsita con tres frijolitos rojos, con la leyenda: “Felicidades, usted ha adquirido un Niño Frijol. Cuídelo, quiéralo y plante sus semillas”. El tiraje fue de unos cien o doscientos, la manufactura casi entera la hacía mi mamá, con amor y dedicación. Vendimos muchos en ferias del libro y regalamos aun más a la familia. Yo no me quedé en principio con ninguno, pero cuando me hicieron una devolución de una tienda en Guadalajara que quebró, elegí uno blanco al cual el ticher y yo adoptamos y le decimos de cariño Frijolito. Vive en la repisa de nuestra recámara y con sus brazos largos largos abraza una foto que nos tomamos en el Sena. Cuando murió mi abuela en 2012, heredé el suyo, que es verde, y ese vive sobre un cocodrilo de Chiapas que me regaló Tomás, mi ermano. 

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Nunca planté los frijolitos que venían en esas etiquetas, pero los guardé en un frasco muy antiguo de Nescafé. Un día de cuarentena en abril, fui al Oxxo por un Gerber de mango, me lo comí, lavé el envase, tomé tres frijoles y los planté. Treinta años después de mis primeros intentos fallidos, logré incluso que mi planta dé flores naranjas. Y ahora la planta vive en una maceta, roja como su semilla. 

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Hace unos meses nació mi segundo sobrino. Se llama Killian y su nombre quiere decir “guerrero”. Nació en medio de la pandemia, lejos de aquí, en Estados Unidos. Por las fotos que mis primos (o sea, sus padres) nos mandan, reconozco clarito a mi primo Iván en sus ojos y a Erika en su sonrisa. Me imagino cómo será cargarlo, su peso exacto entre mis brazos. Y también imagino vívidamente a qué olerá.

Mi tío Grillo, el más grande de mis tíos, decía que lo mejor de un recién nacido es su olor.

El olor de un bebé es lo mejor de todo (como si todo lo bueno de un bebé se tuviera que poner a competir), es lo que hace a una madre vincularse a su hijo, igual que terminas por comerte un platillo delicioso y desconocido, aunque nunca lo hubieras probado antes.

He soñado que abrazo a Killy por lo menos una vez. Si lo sueño otras dos veces tal vez se me haga realidad, como todo lo que se desea con el corazón. Esos deseos que son recuerdos de cierta forma, aunque no haya conocido aún a mi sobrino con el cuerpo. Qué otra cosa son los sueños.

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En el chat de memes con mis primas, al que llamamos “Memes directo al infierno”, el otro día mi ermano compartió un tweet vuelto meme que decía: “En la mañana mi hija me preguntó si los adultos alguna vez llorábamos. Me senté con ella, la abracé y le expliqué que los adultos también lloramos, también nos sentimos asustados, tristes, enojados y todo lo mismo que ella siente, y que está bien sentir esas cosas. Luego me preguntó si los adultos también hacemos pipí”.

Eso me hizo recordar cómo de niña cada vez me convencí más de que los padres no dormían. O por lo menos, no como los niños. Bastaba llamarlos a media voz para que los adultos de mi vida me miraran con su mirada despierta. Yo pensaba en lo mucho que me costaba incorporarme al mundo de los despiertos y no me quedaba duda de que mis papás y yo éramos seres muy diferentes.

Escribe de eso, me dijo mi prima Valeria. Y aquí estoy. Tratando de desentrañar la felicidad en medio de esta eterna pandemia.

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Valeria nos mandó el video de un señor, sentado en su terraza en Nueva York, desnudo y leyendo algo en su celular. Yo, que crecí viendo Friends, reconocí de inmediato a quien jamás pensé que vería con los ojos y no sólo en mi imaginación. Ahí estaba el famoso Ugly Naked Guy.

Pasa como con Nanny de los Muppets Baby, un tronco, unas mallas, unos zapatos. Igual que la bruja mala del este del Mago de Oz. El vecino de Mejorando la casa. Esas series jugaban con lo que podíamos imaginar. Digamos que eran obras abiertas que como lectores o espectadores, completábamos de niños. Para quien diga que la tele o las ilustraciones no nos hacen imaginar. O sea quizá por lo ominoso de una bruja, cosas que es mejor que permanezcan no vistas. Con Ugly Naked Guy nos bastaba ver la mirada de los Friends, sus descripciones, para nosotros mismos sentirnos parte de eso que miraban. Lo mismo con los muppets. Esa mirada infantil que compartíamos con los personajes y así nos volvíamos uno más de ellos.

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Despierto y siempre lo primero es ver a Parvana. Antes de abrir los ojos la veo con el peso de su cuerpo sobre el mío. La siento en la piel, en las manos o en la cara; su pelo suave. Y sé que el mundo sigue ahí. Su peso es mi tótem.

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El otro día veía Inception otra vez y hablaban de cómo cada quien tiene que tener su propio tótem. Un objeto pequeño con un peso específico que haga saber al soñador si está despierto o soñando. Sólo el soñador puede reconocer ese peso porque si alguien más lo toca, pierde la noción de qué es estar despierto o qué, dormido. Como esos cuarzos que se cargan de buena energía en luna llena y que nadie más que la propia dueña, puede tocar.

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Durante un tiempo, todos los sábados iba a clases de yoga. Me iba cuando no se me había hecho muy tarde en bici, sino en coche, llegaba a Coyoacán a las 9 de la mañana y mi amiga Elo me estaba apartando un lugar junto a ella y su mamá y su hermana Sof. Me metí a clases de yoga intermedia aunque nunca antes había hecho, y la maestra era tan buena que siempre se llenaba mucho. La clase para principiantes era muy aburrida, me decía Elo. Además de que el chiste era tomar clase juntas. La clase con Adriana, la maestra de intermedios, duraba una hora y media. Sudábamos tanto que saliendo nos íbamos por una merecida recompensa, la familia de Elo y yo, como adoptada esos fines de semana por ellas. Visitamos casi todos los lugares posibles para desayunar en el centro de Coyoacán. A veces íbamos Elo, su mamá y yo, a veces también venía Sofía, su hermana, a veces solo íbamos Elo y yo. Una vez solas las dos pedimos en una cafetería al lado de un Banamex: unos molletes, una fruta con granola y unos chilaquiles. Un señor nos dijo que a cuánta gente esperábamos, pero solo éramos las dos. Nos lo merecemos, le dijo Elo y él no entendió pero nosotras nos reímos. Nuestro lugar favorito en cuanto lo descubrimos, se volvió el Alberre. Pedíamos chilaquiles para empezar y waffles con fruta y crema batida para el final. Era cierto que lo merecíamos, después de todo lo sudado. Y era una manera de recuperar el balance y convivir.

Hoy empecé a hacer yoga en videos. Pensé que no lograría nada, pero mi cuerpo se acordó de todas la poses y de sus ritmos. Cuando la clase acabó, abrí los ojos y levante la vista, y tuve un momentáneo desencuentro al no ver a Elo a mi lado.

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Hasta este año, las plantas de mi vida nunca habían dado flores. Además de mi planta de frijol rojo, tengo un malvón blanco. Los malvones eran las flores favoritas de mi bisabuela, la abuela de mi mamá. Mi mamá hace unos años me regaló el malvón blanco feliz, pero en el último año había dejado de florear. Hace unas semanas volvió Sofy a la casa y le cortó las hojas secas. Ahora la planta está llena de flores blancas.

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Cuando nació Aimar, mi primer sobrino, fui a Chile a conocerlo. Nunca me había pasado sentir tanto amor tan gratuitamente por alguien a quien acababa de conocer. Lo miré de noche en su cuna dormir y hasta el día siguiente que estuvo despierto lo cargué y él me conoció a mí. 

Cuando nos vemos, a veces jugamos juegos de mi celular. Le enseñé el de Monument Valley y le platiqué de Escher, un artista que dibujaba arquitecturas chuecas. En Monument Valley uno es una niña que va encontrando cómo librar los caminos girando llaves, recomponiendo veredas sobre mundos que flotan en la nada, siguiendo a un ave. Fue un juego que me presentó mi amigo Jorge; un día en La Pagoda sacó su celular y me dijo: A ver, juega esto. Y mientras platicábamos y él dibujaba, fui armando ese rompecabezas narrativo y tridimensional.

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Hoy Aimar nos mandó un poema donde habla sobre terremotos. No me sorprende que a sus siete años, viniendo de Chile y viviendo ahora en México, reconozca en esos eventos naturales su identidad, lo que lo hace despertar y donde puede abrevar de la verdadera belleza del mundo y escribir, con ayuda de su madre, su primer poema. EP

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