La inquilina

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 18/01/21

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

¿Hay alguien ahí?, pregunto de broma en las noches mientras voy apagando luces a mi paso, dejando atrás un halo de oscuridad en mi camino de regreso a mi cuarto.

Llegué a esta casa en abril de 2019. Un mes antes se había muerto mi tío, había cerrado mi estudio y me pidieron el departamento donde viví por diez años. Yo no quería vivir aquí, pero al mismo tiempo es el mejor lugar al que podía llegar. Tal vez no era tanto que no quisiera vivir aquí, sino que no esperaba dejar todas las otras cosas. En este edificio ha vivido Santiago desde 2008 y, cuando empezamos a andar en 2010, me la vivía aquí casi tanto como vivíamos en mi casa en Vértiz. Ya conocía a todos los vecinos y a José Luis, el portero del edificio, que vive en la azotea con su esposa, sus tres hijos y sus ocho nietos. Son tan ruidosos que siempre sabes cuando están jugando entre los autos estacionados, escondiéndose entre los tinacos, haciendo carreritas por las escaleras o bailando en su cuarto pasada la media noche. El silencio es su ausencia, cuando al fin reina un poco de paz.

Cuando me quedé sin casa y aunque estuve buscando mucho, no encontré algo que se ajustara a mi presupuesto, ni donde aceptaran mascotas, ni en algún barrio que estuviera cerca de la línea verde del metro, en cuyas orillas siempre he vivido. Es el equivalente a mi río, así como dicen que siempre tienen cerca las grandes civilizaciones. Y en eso Santiago me dijo que el departamento de enfrente del suyo se acababa de desocupar. Me gustó la idea de vivir como en la serie de Friends, con la sola distancia de cruzar el pasillo. En cuanto me mudé, él le empezó a decir a nuestro departamento su casa y al de enfrente su estudio, donde ahora yo tengo un cuarto que uso como bodega, muebles fantasma que no sé si tirar o recolocar; ¿algún día volveré a tener un espacio de trabajo fuera de este edificio? Esa actual bodega tiene tanto que contar, porque ese cuarto fue su recámara en el principio de nuestros tiempos como pareja y, cuando iba yo de visita por largos periodos, se volvió más bien nuestro cuarto. 

El edificio está muy descuidado pero es de los pocos que no quedaron dañados en esta cuadra luego del temblor de 2017. Hay tres departamentos por piso y todos son totalmente diferentes entre sí. El de Santiago da a la calle de Pestalozzi y una sola ventana a la calle de Torres Adalid; su departamento es el 4. Nuestra casa es el número 2 y las únicas ventanas por donde entra sol dan a Torres Adalid, el resto sólo recibe sombras reflejadas en las paredes del cubo de luz. 

Los muros internos y externos de nuestro edificio están muy desgastados y también las tuberías, pero los dueños no quieren arreglarlo. Se quieren ahorrar todo: no nos dan factura ni nos dejan pagar depositándoles, siempre tiene que ser en efectivo. Las paredes tienen humedad y sé que es una cuestión de tiempo antes de que tenga que irme porque cuando las cosas se descomponen se tardan mucho en arreglarlas. El otro día un vidrio del quinto piso se desprendió y cayó al patio interior, rompiendo en su camino mi ventana del comedor.

Eso siempre dicen los fantasmas: Ya me quiero ir, pero nunca se van. Me quiero ir de aquí, dicen, con esa ansia de huir todos los días, hasta que se hace de noche y el cansancio es tanto que solo deja una poca energía para apagar la luz, para arremolinarse en la cama y ceder a que los ojos se cierren hasta que un rayo de sol los obligue a abrirse de nuevo.

¿Hay alguien ahí?, vuelvo a preguntar cuando clarea el día todos los días. Ya no sé si me hablo a mí o los muebles vacíos que dejé cruzando el pasillo, o a Santiago que nunca se despierta aunque haya ruidos muy fuertes.

Este departamento tiene forma de C. Por su forma semicircular, desde la ventana del comedor se ve la ventana del pasillo que lleva a la recámara, y también la ventana del baño. Si me paro desde la ventana del pasillo, veo la sala. 


“Eso siempre dicen los fantasmas: Ya me quiero ir, pero nunca se van.”

En la noche, cuando voy apagando las luces de la casa antes de dormir, desde el comedor veo la luz prendida del pasillo, y es como si viera desde el pasado mi futuro; en un golpe de vista llegaré allá, pero no alcanzaré a verme. Y me convierto otra vez en esa niña que fui, aterrada del futuro y de la oscuridad, y cruzo corriendo el pasillo con los ojos cerrados; alguna vez de tanto miedo he soltado un gritito ahogado que se convierte en risa cuando llego a mi cuarto con Santiago, cuando mi cuerpo vuelve a tocar la luz. 

Hay veces que me aguanto, veces en que a pesar del miedo me quedo mirando esa otra ventana, con la certeza de que voy a aparecer ahí, asomada también. Viéndome sin verme: yo, la que se narra esta historia, la que está de pie en la oscuridad, la única verdadera que sabe que estoy partida en muchas. Yo la que se mira desde la penumbra donde hay más claridad de lo real que en esa luz y compañía de la parte de allá de la casa. Y sólo luego de correr a oscuras, de soltar un grito, logro al fin condensar ambas realidades: el miedo a lo real con la realidad del presente. Mi grito seco transforma en risa el pánico y me devuelve a mi unidad, que no es la casa, no es esta casa cuyas miradas la parten en muchas, ni tampoco mi mente, que se imagina cosas y hace confeti de todas las posibilidades; mi mente que me aleja de mí no puedo ser yo. 

¿Hay alguien ahí?, pregunto de nuevo. A veces sólo en mi cabeza, a veces en un susurro y a veces lo grito como si quisiera que la nada me respondiera algo. Nunca recibo respuesta y eso me hace querer preguntar con más insistencia. Una obsesión hacer contacto con el otro lado. Cada que compruebo que no hay nadie, sólo me siento más observada. Miro la ventana iluminada de lejos, en la otra punta de mi casa. Es la ventana misma como un ojo grande que me ve hacia donde me mueva. Alguien escondido en esa penumbra que no alcanzo a distinguir desde donde estoy, pero que siento presente. Soy yo misma reflejándome en la nada.

Corro y llego a salvo a mi cuarto. Toco la luz y vuelvo a la verdadera realidad, a mi piel, a mi grito, a mi cuerpo. Me río de mí. ¿De qué estoy huyendo? ¿Hay alguien más viviendo en mi cuerpo? Inquilina de él, ese cuerpo como el lugar donde habito, un espacio semicircular, que me deja verme desde dentro y desde fuera, y que tiene solo dos ventanas con sol y todas las demás puestas hacia la sombra. Así que como plegaria u oración, digo antes de dormir cada noche: ¿Hay alguien ahí? Pero tiene que ser en voz alta: ¿Hay alguien ahí? Y Santiago dice: ¿Qué? Y Parvana ronronea. Aparicio grita sus maullidos huecos desde el otro extremo de la casa, donde probablemente mi otra yo lo está acariciando, impávida a la oscuridad. ¿Hay alguien ahí? Y Santiago me confirma: Sólo nosotros, ya duérmete. Y me duermo, sabiendo que nosotros incluye también a la mujer que me observa, nuestra inquilina, para siempre parada del otro lado de la casa. EP

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