Cuota de Género: Respuestas de cajón

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 19/08/19

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Mis abuelas siempre llegaban por lo menos una hora antes a sus citas. Como eran amigas, una hora antes se encontraban y una hora más duraba su encuentro.

Una vez hice un viaje a Canadá con las dos. Visitamos primero con mi abuela materna a su hermana que vivía en Nuevo Orleans, un año antes de que el huracán Katrina destruyera la ciudad, y luego nos vimos con mi mamá y mi abuela paterna (tita) en Toronto. Hicimos un viaje en tren desde ahí. En esa época, por ahí de 2002, habían implementado que uno debía llegar al aeropuerto cuatro horas antes de que saliera el vuelo.

Fue también el año en que, aunque estaba estudiando Letras, decidí que quería estudiar pintura.

Mi hermano estaba obsesionado con los malabares y el circo.

Mi abuela, con llegar con tiempo de sobra a los traslados.

A mi abuela nunca le importó esperar.

Estuvimos un par de días en Ottawa y al tercer día, teníamos que tomar un tren por la tarde. Digamos que el tren saldría a las 3 de la tarde y mi abuela prefirió que no saliéramos del hotel hasta que llegara hora de irnos, no fuéramos a perderlo.

Mi mamá, mi hermano y yo nos hartamos de esperar, aún no era ni medio día, y nos fuimos a caminar por el hotel. Cruzamos un parque y llegamos a un museo donde había una exhibición gigantesca de circo. Habían traído obras de todo el mundo y de todas las épocas para exponerse ahí.

Mi hermano renovó sus votos con su monociclo y sus malabares, y yo recordé que de niña pintaba, pero había olvidado exactamente por qué lo dejé de hacer.

Las respuestas que nos damos siempre cambian.

Cuando me pregunto por qué dejé de pintar a veces me respondo que fue porque mi vecina y maestra de pintura se cambió de casa cuando yo tenía unos nueve años. Como ésa era mi respuesta de cajón, luego de esa exposición y de que me quedó claro que quería retomar el dibujo, la busqué. Regresé a clases con ella durante otros tres o cinco años. Entré a La Esmeralda, duré un año y me salí.

Cuando me pregunto por qué me salí de La Esmeralda, siempre respondo que porque me fui a vivir sola y no me alcanzaba para los gastos de mi vida y los gastos de la escuela. Me digo que fue porque no se necesita un título de artista para hacer arte.

¿Qué se necesita para hacer arte?

Cuando me hago esta pregunta, me respondo casi siempre que lo principal es la sinceridad, acompañada de una buena técnica. Pero antes que todo, la sinceridad. Y la sinceridad no sólo en el discurso, sino en entender por qué haces lo que haces, cuál es tu motivación principal: ¿el dinero? ¿la fama? ¿sublimar la emoción? ¿entender mejor el mundo? ¿mostrar mi visión de las cosas? ¿generar conocimiento?

No tengo una respuesta para esto, a diferencia de lo demás.

No sé si quiero hacer arte ni si me interesa ser artista.

Sé sin duda que cada vez me cuesta más trabajo pintar e ilustrar.

Pienso en la ilustración como una profesión y la pintura como una técnica.

Decidí dejar de ilustrar y ponerme sólo a dibujar. Pienso en el dibujo como eso que antecede a todo. El punto inicial que detona o mata el futuro. Una divagación o ensayo. Como escribir o ir a terapia. El dibujo es lo mismo.

En ese mismo viaje con mis abuelas, hicimos una última parada unos días en Québec. Québec es una ciudad pequeña y su aeropuerto es pequeñísimo. Nuestro vuelo salía a las ocho de la mañana y mi abuela nos hizo llegar a todos a las 4am. Estuvimos tres horas en un aeropuerto vacío, tratando de dormir en unas sillas con bracera. Me era muy difícil enojarme con mi abuela, hasta de dientes para afuera, porque era la mujer más dulce del mundo. Pero no era un ángel, me decía mi mamá, refiriéndose a su modito. Ese modito que hacía que las cosas se hicieran como ella quería. Algo como tirar la piedra y esconder la mano. Todo fuera por su tranquilidad: llegamos cuatro horas antes a un aeropuerto vacío. Y todos, hasta ella, fuimos conscientes del absurdo.

Yo nunca llego a tiempo a los lugares, me he dado cuenta. Tengo, en reuniones profesionales, algo así como un margen de diez o quince minutos. Y en las sociales, uno de media hora. Es algo que he introyectado y trato de hacer consciente para deshacerme de mi maldita impuntualidad, pero no siempre puedo. En entregas laborales, llego a veces un día tarde o dos. Dependiendo de las consecuencias.

Hace unos años leí un meme que decía: “Perdón por llegar tarde, es que no quería venir” y me pregunté si ésa es la razón global de mi tardanza. Si llegar temprano, muy temprano, por el contrario, querrá decir que mi abuela se moría por llegar a ese aeropuerto, a ese avión, a su casa. O si se debería más bien a lo que estaba en juego perderse en caso de no llegar a tiempo.

Cuando me pregunto por qué siempre llego tarde a los lugares, mi respuesta de cajón es que no me gusta esperar. Y se lo achaco a una fiesta infantil a la que fui a los cuatro años, con unos amigos de mis papás y sus correspondientes hijas. Me habían dejado con ellos ese fin de semana y el domingo por la tarde iríamos a un cumpleaños de otro amigo suyo. Me prestaron un vestido, me peinaron y me arreglaron. Nos estacionamos afuera de la casa con patio hacia la calle y no escuchamos nada. No vimos otros coches estacionados. No había adornos en las rejas. Mario, el papá de mis amigas, se bajó del coche y nos dijo que lo esperáramos. Desde el interior del auto, a través de la ventana, vimos a Mario tocar a la puerta de metal, asomarse por entre las rejas, despegar un pedazo de hule rojo y voltearnos a ver con el globo muerto en la mano, extrañado. Nadie abrió. Mario tocó el timbre y un momento después salió un señor en pijama. Le abrió la puerta a Mario, algo le dijo y ambos se rieron, más Mario que el otro señor. El otro señor quería volver a su cama, se notaba. Mario regresó al auto y sin poder quitar la sonrisa nos dijo: La fiesta fue ayer. Nos fuimos.

Mis mejores amigos eran muy impuntuales. Antes trabajábamos juntos y luego nos separamos. Una vez los esperé dos horas y media en La Pagoda. Luego de eso empezamos a decir que nos veíamos a cierta hora, pero yo llegaba cuarenta minutos después. Luego empezó a ser imposible quedar de vernos.

No me gusta esperar.

Si llego temprano a un lugar siento que tal vez todo es un error y el mundo no existirá. Cuando me pregunto por qué pienso esto, me imagino esa noche en que mi mamá me dijo que el Ratón de los dientes no llegaría a menos que me durmiera. Esa acción mía era necesaria para que él apareciera. A la mañana siguiente la magia ya había ocurrido.

Hay que llegar tarde a los lugares para que cuando llegues el mundo ya exista. EP

“La distorsión” de Joan X. Vázquez
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