Receta familiar

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 13/01/20

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Mi mamá dice que hay cosas que son sentido común. No me extrañó que me lo dijera ni me hizo sentir mal. Una compañera en el trabajo hace poco me dijo lo mismo cuando le hice una pregunta cuya respuesta ya sabía; en mi defensa diré que nuestro jefe había sido muy explícito cuando nos dijo que los que tenemos el puesto que yo tengo, no pueden meterse en temas legales, y el puesto de mi compañera de eso se trata. Esta actitud mía está en el límite de la burocracia, la falta de sentido común y la obediencia. Pero me inclino más por la tercera. Por entender mis propios límites y a veces no fiarme de las intuiciones. Si había algún problema legal, la culpa sería mía, pero no era mi responsabilidad.

Mi mamá me dijo hoy lo del sentido común por otra cosa. Aunque quizá tenga que ver en esencia con lo mismo: con la obediencia y fijar responsabilidades. Le pregunté cómo podía preparar lentejas y empezó a citar los ingredientes y pasos del proceso. 

—Deja remojando las lentejas media hora. Caliéntalas con más agua. Pica ajo, cebolla y jitomate; al jitomate quítale la piel y las semillas. Cocina el tocino…

—No le voy a poner tocino.

—Ok, no le pongas tocino. Prepara las papas.

—Tampoco le voy a poner papas.

(El 31 de diciembre había tenido hipertensión y desde el nuevo año empecé a comer diferente, mejor.)

—Entonces tampoco le pongas papas; sólo todo lo demás: lo asas y se lo echas a la olla con las lentejas. Sazónalo.

—Le voy a echar nopales. Los nopales hacen bien.

(Quise hacer corte de caja y cambiar de hábitos. También retomé ir a correr.)

—Ándale pues, échale nopales. Y los asas junto con el jitomate.

Seguimos hablando de otras cosas. De su sábado en casa de sus primas. De mi hermano. De los encurtidos que estaba preparando y que su amiga le va a ayudar a vender. Colgamos. 

A los cinco minutos volví a llamarla:

—Se me olvidó preguntarte por las cantidades.

—Yo nunca le pregunté a Delfi por las cantidades, las cantidades son obvias, es sentido común.

(Delfi era la señora que cocinaba en casa de mis abuelos, luego en las casas de mis tíos y en la nuestra. Delfi se murió hace unos cinco años. Cocinaba como los dioses.)

—Pero cuando estás aprendiendo algo, nada es sentido común, mamá.

—No sabes cuántas comidas arruiné antes de encontrar mi sazón.

—Si hubieras preguntado, habrías arruinado menos. De eso se trata la enseñanza, de no dar nada por obvio.

—Delfi me decía que era obvio y no me explicaba. Sólo me decía: pues hazle así y así…

Nos reímos y entonces se prepara a darme las cantidades:

—¿Cuántos platos de lentejas quieres?

—Cuatro.

—Pon media taza de lentejas y déjalas remojando. Luego tiras esa agua y pones las lentejas en una olla. Le pones agua que les quede dos dedos por encima. ¿Sabes qué? Mejor échale una taza, no vas a entender qué son dos dedos.

(Mi mamá ha de pensar que tengo dos dedos de frente. Luego continúa:)

—Picas finitamente dos ajos. Finitamente un cuarto de cebolla. A los jitomates les haces una cruz en la parte de atrás, el lado opuesto a su ombligo. Los hierves 29 segundos y los sacas, y ya la cáscara sale casi sola. Les quitas las semillas y los picas en cubitos. Pones todo eso a asar en un sartén.

Empiezo a seguir sus instrucciones. En cuanto mido la media taza de lentejas y les echo agua encima, me doy cuenta de que olvidé seguir el único paso que sí me sabía: no las espulgué para quitarles las piedras.

—Mamá, no le quité las piedras, no me dijiste.

—Pero eso es obvio.

—No sólo es obvio —confieso—, sino que era lo único que yo sabía sobre las lentejas. De niña, cuando le ayudaba a Delfi en la cocina, me ponía a limpiarlas de piedras. Pero bueno, ya que se queden así, yo creo que están bastante limpias.

—Nunca están totalmente limpias, quítale las piedras.

Reviso todas las lentejas y encuentro una piedra. Quién sabe a quién le habría tocado encontrarla, si a Santiago o a mí. Ahora ambos conservaremos nuestros dientes.

Me quedo sin dudas. Le doy las gracias y colgamos.

Hace mucho que no cocinaba. Desde que me mudé a este departamento en abril del año pasado, no había cocinado tanto como en el último mes. Todo se lo debo en gran parte a la mesa que me dejó Alaíde cuando se mudó a El Paso en agosto. Una mesita blanca que ella tenía en la entrada de su departamento, y que yo al principio dejé casi en la entrada también, con todas las plantas que me regaló. La mesa sirvió en noviembre de base para hacer la ofrenda de Día de Muertos: ahí puse toda la comida, flores, algunas fotos. Cuando llegó la Navidad, el árbol no cabía y empecé a buscar a dónde pasarla. En realidad, desde que se la compré, le conté que necesitaba una mesa para cocinar, porque esta nueva cocina es muy pequeña; tocaba poner la mesa en el pasillo, pero nunca terminó de convencerme, por eso la dejé hasta la entrada. Ahora con el árbol de Navidad, necesitaba espacio.

Es raro cómo una nueva casa no tiene sentido, por más que muevas y reacomodes todos los muebles. El espacio y su orden son absurdos hasta que dejan de serlo. Como esas pelotas-esferas de plástico rojo con azul, con las que juegan los bebés, que tienen huecos en forma de estrella, de triángulo, de cuadrado, a las cuales les corresponde a una estrella, a un triángulo, a un cuadrado de plástico color amarillo. La forma coincide exacta y si tratas de meter otra forma por otro hueco, no entra. De pronto una casa toma forma así. O por lo menos, así cuadró la mesa en el pasillo, como si meses antes, hubiera estado poniendo en el ángulo equivocado la estrella.

Desde entonces, no he dejado de cocinar. Pastas, pescado, pollo, sándwiches, el desayuno. Ya puedo picar verduras, frutas, quesos. Ya puedo ir dejando ahí lo que está listo en lo que empezamos a comer en el comedor o frente a la tele.

Hace un mes, estuve a punto de cambiarme de casa por un problema no menor con unos vecinos, que terminó por resolverse apenas la semana pasada. No tengo fuerzas para mudarme otra vez en menos de un año, pensé.

Antes de la mesa y de retomar la cocina, antes de aceptar mi nueva casa y mi nueva realidad, estuve comiendo pura porquería. No exagero si digo que comía por lo menos dos veces a la semana hamburguesa y tres, pizza. Que mi dieta giraba en torno a los quesos maduros y las carnes rojas.

El 31 de diciembre llegué a casa de mi mamá con dolor de cabeza. Esa tarde habíamos comido tacos, Santiago y yo. Yo me comí una gringa rebosante en grasa. El último Año Nuevo lo habíamos pasado con mi tío Tolín, que murió en marzo. Mi papá no iba a estar tampoco este año. Ni mi tita. Ni mi tía la Primavera, que también había estado el año pasado. Todos extrañábamos a Tolín. Yo lo extrañé sobre todo ese día. Llegué aún indigesta, cuando mi mamá me dijo que mi hermano siempre sí iría (se suponía que lo pasaría con la familia de su novia, pero siempre no). Yo no lo había visto ni hablado con él en semanas. La cabeza me punzaba cada vez más.

—¿Me puedes tomar la presión con tu aparatito? —le pedí a mi mamá.

Con la hipocondría he aprendido que a veces basta hacer tierra con la realidad, para que el miedo a la muerte desaparezca. Quería ver cómo en realidad no tenía nada. Cómo todo era mental. Pero cuando mi mamá me puso su aparato, la presión de hecho salió alta. Quedé angustiada toda la noche, a lo largo de la cual, le pedí que me la midiera como cinco veces más. En cada medición, salía más y más alta.

—Tengo que ir a urgencias —le dije.

—Eso no se hace —me explicó—, porque te angustias y sólo sube y sube.

Pasé el 1º de enero angustiada, pero fui a correr. No había farmacias abiertas, ningún doctor Simi que me midiera la presión a ver si ya había bajado. Pude volvérmela a medir hasta el 2 de enero; mi mamá me acompañó. Mientras le explicaba al médico mi nueva condición, me preguntó si había habido algo que me estresara ese día.

—La familia —le respondí.

—Qué grosera eres —exclamó mi mamá—, que estaba ahí adentro con nosotros.

—A veces la presión sube por causas emocionales —nos explicó el doctor, quien me mostró que mi presión salió normal esta vez—. Tu cuerpo reacciona a una situación cuando se siente en peligro; pero no te preocupes, estás bien.

Luego de que hoy llamé a mi mamá me quedé pensando en cómo podemos pasar horas hablando de recetas familiares. Puedo hablar por horas de comida con ella. (De otras cosas es más complicado.) El silencio es la familia. Si nuestras conversaciones sobre recetas tuvieran subtítulos, ¿qué dirían? Si los hábitos y la alimentación son un símbolo de otra cosa, si a veces es lo más fácil de verbalizar, de negar o de aceptar, ¿qué representan? ¿De qué llevo hablando esta media hora, todas estas páginas?

Es Año Nuevo y lo seguirá siendo hasta que termine enero. Acomodo mi casa hasta que encuentro cierta paz en su orden. Y es cierto, aunque parezca mentira: hoy todo tiene un nuevo orden. Aunque los memes se burlen de que cada Año Nuevo todos pensamos que estamos renovados, y sólo ha pasado un día. Pero sin duda algo cambia con cada corte de caja. Hoy por lo menos reconozco diferente la visión que tenía sobre mí misma. EP

“El ritual de la comida” de Abril Castillo



Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V