Bebé grotesco a las tres de la mañana

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 07/09/20

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 4 minutos

No hay culpables, a estas alturas ya no sé qué fue lo que me desmadró. Yo, que siempre tuve un sueño limpio, envidiable, pueril, prístino y reparador, desde marzo traigo un alboroto circadiano que ya lo quisieran los monos del Atayde.

Resulta que no, que circo y circadiano no comparten etimología; mira nomás todas las cosas que se pueden aprender a las tres de la madrugada. 

Los primeros meses culpé a la ansiedad y a la pandemia —qué fácil era culpar a la pandemia de absolutamente todo—. Me pasaba la noche entera leyendo y escroleando internet hasta el infinito, como queriendo llegar a las entrañas de este páramo de luces y chirridos que es nuestro hogar en la pantalla. Eran aquellos —hoy lejanos— días de primavera en los que el presente era tan incierto como el futuro. ¿Tengo COVID? No. Y ahora, ¿ya tengo COVID? Tomaba siestas a deshoras. Despertaba confundida, con la nuca sudada y revuelta, y enfurruñada como un bebé grotesco al que le amputaron la ternura.

Luego, por supuesto, apareció Carlos. Colgar el teléfono a las seis de la mañana y casi de inmediato despertar para el desayuno a las ocho con mi mamá. En cuanto él y yo acordamos mi traslado a Monterrey, ya no quise perderme uno solo de los desayunos restantes con ella. Rey COVID, monarca de lo incierto: cualquier suceso podría ser el último, qué horror.

Durante esos días, en los que Carlos y yo aún creíamos que nuestras discrepancias eran remediables, de pronto se hizo evidente que viviríamos desfasados, pues él se dormía a las cuatro de la mañana y se despertaba a las doce, y yo anhelaba abandonar el mal hábito de la vigilia obligada. Acordamos que el desfase era lo de menos. Asincrónicos, pero juntos, encontraríamos algún mecanismo para poder convivir. A lo mejor un lapso de horario definido. Las tardes serían nuestras —y, claro, la unánime noche—.

Encontramos el mecanismo. Consistió en que, nada más llegar a Monterrey, yo adopté el horario de él por convicción propia, por esta mímesis patológica que me caracteriza. Lo malo fue que, desreguladas mis glándulas eufóricas a causa del enamoramiento, seguí despertándome a las ocho, como siempre, para cumplir con mis entregas de trabajo. No sé qué me hizo pensar que no resentiría la falta de sueño —enculada, puedo ser más egocéntrica que el bebé grotesco antes mencionado—.

Tal vez por eso nuestra única pelea fue, también, la definitiva. Teníamos los cerebros fundidos.

“Sin embargo, desde que estoy de nuevo en El Paso, he comenzado a despertar a las tres de la mañana sin falta, puntual y sin que exista un motivo aparente. A esa hora, igual que en Comala, el silencio es lo único que se escucha, pero yo tengo, como Juan Preciado, la cabeza llena de ruidos y voces.”

Volví a Veracruz con el corazón roto, aunque de la tristeza obtuve el mayor beneficio: recuperé mi ciclo normal de sueño. Las ojeras no desaparecieron, pero la irritabilidad sí. Aquellos días descansé mejor que nunca.

Sin embargo, desde que estoy de nuevo en El Paso, he comenzado a despertar a las tres de la mañana sin falta, puntual y sin que exista un motivo aparente. A esa hora, igual que en Comala, el silencio es lo único que se escucha, pero yo tengo, como Juan Preciado, la cabeza llena de ruidos y voces.

Fue así desde la primera noche y así ha seguido ocurriendo. No importa si me dormí a las nueve o a las doce. A las tres, cuando la oscuridad es absoluta, yo de súbito abro los ojos, percibo mi cuerpo empapado en sudor —a los bebés grotescos no nos gusta el aire acondicionado— y estiro el brazo para consultar el teléfono. Madrugada. Otra vez. 

Desde luego, he solicitado la opinión de mis expertas. A Ale, mi médica de cabecera, le preocupa el funcionamiento de mi hígado, basada en un diagnóstico que encontró en internet —ah, el viejo páramo—. Por fortuna, recién me hicieron estudios y todo indica que este cuerpo terracero —por aflojado— se mantiene en perfecta salud. 

Mi mamá no emite diagnóstico, pero me recomienda abrazar la circunstancia e, incluso, disfrutarla. Porque la verdad es que me siento magnífica y ni siquiera tuve que unirme al culto Herbalife. Despierto de buenas, resuelta, escribo un par de horas —en este momento son las 5:07—, desayuno abundantemente y luego salgo en bicicleta a perseguir el amanecer. He vuelto a tomar siestas anárquicas y hasta el momento no siento el cerebro fundido. Punto para mi mamá.

La deliberación de Sylvia, no obstante, va en un sentido distinto. A ella le toma más tiempo —y más vino— emitir sentencia, sobre todo al enterarse de que en una de las más recientes entradas de este blog, enlacé al monstruo de Conor —visitante puntual y nocturno— con la muerte de mi abuela. El monstruo es la tranquilidad o, más bien, el anhelo de esta. Sylvia está de acuerdo; las metáforas son nuestro campo de juegos, arenero para dos. Dicho esto, y pasado un rato, confieso:

A veces creo que mi abuela es quien me despierta a las tres de la mañana. 

Pensarlo me reconforta. Mi abuela, liberada al fin de aquel cuerpo que le arrebató hasta el don de la palabra. Mi abuela interrumpiendo mi descanso igual que cuando me llamaba a las seis de la mañana sin falta, puntual y sin motivo aparente. Arbitraria. Pellizcona.

No me molesta que venga, pero no entiendo por qué lo hace. Sí tuvimos nuestra despedida. Se había ido en paz, en eso quedamos.

Y mi Sylvia, que encuentra respuestas para las preguntas que todavía no he formulado, sentencia:

Tú te despediste. Ella no.

Ay, abuelita. ¿Y ahora? EP

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