Montserrat Báez Jiménez —becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas— nos ofrece un emotivo ensayo donde desembocan la pérdida, la nostalgia y las rumorosas aguas de los ríos.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Memoria fluvial
Montserrat Báez Jiménez —becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas— nos ofrece un emotivo ensayo donde desembocan la pérdida, la nostalgia y las rumorosas aguas de los ríos.
Texto de Montserrat Báez Jiménez 29/11/24
they passed, on the surface we could see ourselves; As we seemed to drift apart and together, as the river linked us forever Louise Glück
I
Mi abuela hablaba ocasionalmente del río, su río. De joven lo cruzaba nadando, me decía. Siempre fue fuerte, de piernas largas, de pies firmes. Por supuesto que podía desafiar a la corriente.
Cuando mi abuela murió, empecé a buscarla en todas partes; en la habitación que guardaba su aroma, en su mecedora de cedro, en los zapatos desgastados de su closet que ahora se llena de polvo. Poco después de la llegada de su ausencia, todos en la familia nos dispusimos a reclamar una parte suya para llevarla con nosotros. Lo que yo pedí fue una caja llena de fotografías viejas que guardaba celosamente en un cajón, y que ella me había prometido en vida. En esta caja, cuyo contenido había visto sólo una vez, de niña, encontré una foto suya, de su juventud. Mi abuela guardaba fotografías de otras personas. De sus abuelos, de su padre, de mi abuelo, de mi madre. Había escasos registros suyos. Pero ahí estaba esa fotografía en particular. En ella, mi abuela está sumergida en su río; solo su cabeza sobresale del agua. Sonríe a la cámara y el sol ilumina su rostro. Ella cruzaba el río nadando.
Mi abuela nació en Tumbadero, un pueblo a la orilla del Pantepec, uno de los ríos que desembocan en el Golfo de México al norte de Veracruz. El Pantepec nace en las montañas de Hidalgo y se desplaza a través de la Sierra Norte de Puebla, descendiendo por la Llanura Costera veracruzana hasta su desembocadura en el mar.
Los ríos no saben de pertenencia, pero tienen conductas parecidas a quien vaga por el mundo tratando de encontrar un hogar. El Pantepec es un río errante, pero busca un lugar propio. En él nadaba mi abuela.
II
De niña yo iba a nadar a un río, mi río. Cuarenta minutos de viaje en auto por la carretera hirviente se evaporaban al ver las aguas verdes, en movimiento, cubriendo como un manto las rocas blancas que se iluminaban con el sol. El río era muy concurrido. Familias enteras se asentaban en sus orillas desde muy temprano para aprovechar los días soleados. Niños corrían felices, descalzos, con las pieles bronceadas, entre ellos, yo. El río era peligroso; a través de los años, sus corrientes rebeldes e impredecibles habían cobrado víctimas en todo el estado. Durante las noches se convertía en el lugar de encuentro de personas que se reunían para beber, personas que rompían botellas y las dejaban varadas en el suelo. A petición de mi abuela, siempre intenté usar sandalias, dentro y fuera del agua. El río es peligroso.
El Río Actopan nace en el Cofre de Perote, en el centro occidental de Veracruz. Se extiende a lo largo del sureste y abastece la zona central del estado, renaciendo en el lugar conocido como El Descabezadero, hasta desembocar en el Golfo de México. El Actopan cruza Plan del Río, un poblado que permite un acceso sencillo al río. Durante los fines de semana y las vacaciones, en él nadan familias de ciudades aledañas, para quienes se ha convertido en un lugar turístico.
Los ríos tienen memoria; se desplazan como un cuerpo que deambula el mundo recordando en dónde ha estado e intenta renacer siempre en el mismo sitio. El Actopan es un río arraigado a su nacimiento; emana y se mueve durante todo su trayecto siempre en los mismos caminos. En él nadaba yo.
III
Mi abuela conocía su tierra, su rutina, sus senderos. Mirar al suelo nunca fue lo suyo. En una de las muchas veces que cruzó su río en su juventud, al salir, no notó la presencia de pedazos de vidrio cortado entre el matorral. Los pisó. Al notarlo, miró la planta de su pie y descubrió que estaba abierta a la mitad, profunda y latiente. La sangre que emanaba de su piel se fundía con las aguas dulces y se movía entre la tierra húmeda. Ahí, a la orilla, se sentó a llorar.
Yo creía conocer mi territorio, mis habilidades, mis caminos. Mirar al suelo siempre se me ha implorado. En una de mis muchas visitas al río, decidí sumergirme con los pies descalzos, sintiéndome valiente, retando los miedos de mi abuela. Nadaba hondo, muy hondo, para recolectar las conchas diminutas y oscuras que caracoles de agua dulce habían abandonado. Después de un rato bajo el agua, concluyendo mi misión, salí corriendo de las aguas calientes, y entonces miré al suelo. Las piedras tenían mis pies marcados al rojo vivo. Ni siquiera sentí el corte del cristal sobre mi piel. Sólo lo noté cuando vi la carne abierta. Me senté a la orilla e intenté limpiar la herida con el agua corriente. Pensé en las palabras de mi abuela, en el don de la profecía que siempre deseé tener como herencia. Y me eché a llorar.
IV
Mi abuela era silenciosa, de palabras escasas pero severas. Ella y yo nos comunicábamos a nuestra manera; nos sabíamos en compañía al espulgar las bolsas de frijol en la cocina o al sentarnos una frente a otra mientras ella leía el periódico y yo revisaba el teléfono. Nos hacíamos preguntas de respuestas concisas para decirnos sutilmente estoy aquí, quiero escucharte. Mi abuela hablaba poco, pero me hablaba de su juventud. Y yo la escuchaba. Y le cuestionaba más y le pedía que me narrara a detalle lo que había vivido, lo que sabía que guardaba en su infinita memoria, lo que juraba ver reflejado en sus ojos. Alguna vez le prometí escribir sobre eso. Sobre ella.
Hablar del pasado durante la vejez es esencialmente hacer el retrato de una persona desconocida, una persona lejana. Escuchando hablar a mi abuela pensaba que me hubiese gustado conocerla durante su juventud, cuando era libre, cuando sus cabellos negros se calentaban bajo el sol de la costa. La persona de la que me hablaba no era la misma con la que yo conversaba, la mujer que aplacaba sus cabellos blancos con las yemas de sus dedos. La mujer de quien hablaba —con cierta distancia— era alguien de mi edad, que al igual que yo habitaba la incertidumbre. Hablaba de ella como se hace de alguien a quien alguna vez conocimos, pero cuyo recuerdo no es más que una desembocadura inevitable en el olvido.
Tenemos la misma cicatriz, le decía mientras comparábamos nuestras historias. Ella sonreía sutilmente. Ahora pienso que sus miedos, su precaución excesiva, su eterno afán de protegerme eran producto de reconocerse a ella misma, de verse, de alguna manera, en mí. A las dos nos dolían las mismas heridas. Nuestras infancias eran similares. Ambas padecimos la despedida voluntaria de nuestros padres, sus presencias efímeras e intermitentes, la distancia abismal incluso al tenerlos de frente. Compartíamos los hogares divididos y la eterna inquietud de encontrar un lugar propio, seguro.
Dos ríos, una misma cicatriz.
Algunos ríos desprenden canales de sí mismos; son capaces de abandonar su forma integral para crear venas que se extienden por territorios inmensos. Algunos otros, cortos y de caudales irregulares, fluyen desde su nacimiento hasta su desembocadura sin crear redes, sin recibir agua de otros ríos.
Nuestros cuerpos se les parecen más de lo que imaginamos.
Mi madre siempre me ha dicho que mi abuela y yo nos parecemos. A veces en el carácter, a veces en los hábitos, a veces en el rostro. Muchas veces intentamos reconocernos en otras personas para sentir que las experiencias que creemos individuales son, en realidad, el cauce de una historia ajena; que nuestras vidas son el producto de la de alguien más. Pero el rasgo en el que encuentro más parecido entre mi abuela y yo es en el nunca querer repetir una historia, en dejar las aguas correr, en permitir que los ríos encuentren su propia corriente hasta verterse en un mar.
El Pantepec se ha ido secando con los años. Una de las hermanas de mi abuela, que aún vive en Tumbadero, nos cuenta a la distancia que, de cada lado, el río se ha hecho veinte metros más angosto. El río que mi abuela amó ya no existe, como tampoco existe la joven que se bañaba en él. No son las mismas aguas, las rocas se han desplazado, la sangre se ha diluido.
V
A las personas que no conocimos las delineamos con una memoria inventada como lo hace el agua con las rocas, desgastándolas algunas veces, rosándolas apenas otras. La muerte trae consigo corrientes pesadas que cargan con lo nunca dicho. La ausencia es un camino seco de piedras que alguna vez fue un río desbordante.
La busco en todas partes, todo el tiempo. Jamás regresé a mi río. Nunca he visitado el suyo. Cuando lo haga, pensaré que alguna vez estuvo sentada ahí, en la orilla, donde lloró sus heridas, donde endureció sus cicatrices.
Mi abuela, que guardaba fotos de otras personas, le escribía en ellas a sus ausencias; fechas, dedicatorias, cartas breves. En un ejercicio del dolor, hice lo mismo, intentando reconocer sus motivos. Detrás de su fotografía escribí para ella, para mí, para nosotras.
Imaginemos, abuela, que estás sentada a la orilla del río, con el pie cortado. La carne al rojo vivo con la que pisas tiñe las aguas e incita a la emanación de la sangre; la misma sangre que ahora viaja en mis venas como lo hace el agua sobre la tierra. Tus ojos, abuela, viajaron hasta desembocar en mí, como lo hizo también tu carácter; la aversión a los abrazos, la lengua entumida cuando se trata de decir te quiero. A nosotras, que mojábamos los pies en los ríos y sangrábamos desmedidamente, nos faltaron las mismas cosas, las mismas personas.
Imaginemos, abuela, que tú y yo nos sentamos juntas a la orilla de un río. Un río que no es el mío y tampoco el tuyo, pero desemboca en el mismo mar. Imaginemos que sumergimos nuestros pies al mismo tiempo, que nuestras cicatrices se humedecen y dejan de arder por un instante. Que te miro a los ojos y sabes que entre nosotras ha existido siempre la complicidad; desde que me tomaste en tus brazos la primera vez hasta que yo tomé tus manos la última. Que nos quisimos decir todo lo que pensábamos decirnos. Que me contaste las veces que trataste de salvarme y yo te contaba que ya las sabía. Que entre nosotras no hubo silencios; que tú y yo nos compartimos nuestro dolor.
Los ríos son venas, abuela, y a nosotras nos une la sangre. EP