Pobreza, desigualdad y movilidad social. Un nuevo punto de arranque

Aunque el país ha sufrido cambios muy profundos en las últimas décadas, hay aspectos de nuestra realidad que parecen, por desgracia, inamovibles. La pobreza es uno de ellos. La solución puede radicar en impulsar la movilidad social.

Texto de 23/04/16

Aunque el país ha sufrido cambios muy profundos en las últimas décadas, hay aspectos de nuestra realidad que parecen, por desgracia, inamovibles. La pobreza es uno de ellos. La solución puede radicar en impulsar la movilidad social.

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Pobreza, desigualdad y movilidad social  

En 1991, cuando se publicó el primer número de la revista Este País, México se encontraba inmerso en uno de los procesos de reforma estructural más profundos de su historia moderna. Las condiciones del país no eran las mejores, la crisis de la deuda de los ochenta había impactado en lo económico, lo político y lo social. La efectividad política de las reglas del juego resultantes de la Revolución mexicana se estaba diluyendo y el modelo económico de sustitución de importaciones había llegado a su fin. Carlos Fuentes, en ese primer número de Este País, identificaba el origen del colapso alrededor de los hechos de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968: “Las legitimaciones de los 50 años anteriores se vinieron abajo. El asesinato vil de la juventud por el Gobierno, la falta de soluciones políticas para problemas políticos, la vacuidad del desarrollo económico sin democracia política o justicia social, iniciaron un declive que aún no termina. La herida mexicana, desde entonces, se llama falta de democracia con falta de desarrollo”.1

Han pasado ya 25 años desde esa reflexión y la herida de la falta de democracia con falta de desarrollo no se ha cerrado. El objetivo del presente artículo es analizar lo referente al desarrollo social desde los resultados en tres dimensiones clave: pobreza, desigualdad y movilidad social. De la falta de avance sustantivo en las tendencias observadas se derivan retos ineludibles para el futuro que nos obligan a repensar la política nacional de desarrollo social de este país.

En aquel año, 1991, uno de los temas que más acaparaban la atención pública era la puesta en marcha de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan). Ese primer número de Este País se concentró en la discusión sobre el nacionalismo y la integración económica. En la editorial se hacía un comparativo entre México, Estados Unidos y Canadá desde el punto de vista de los resultados de la Encuesta Mundial de Valores 1990.2 De ahí, y en términos de los fines del presente artículo, cabe rescatar el análisis sobre una pregunta en particular de la encuesta, sobre la disposición de los ciudadanos de los tres países a quitar fronteras. El 65% de los mexicanos contestó estar en desacuerdo con su eliminación, pero si quitarlas implicaba una mejora en la calidad de vida, dicho porcentaje se reducía a 41%. Se podría conjeturar que la crisis económica y su efecto negativo sobre el bienestar de las familias mexicanas generó un pragmatismo político en la población, que resulta consistente con el sentido de la respuesta sobre la eliminación de fronteras. Incluso, este cambio puede tomarse como un síntoma del hartazgo hacia el statu quo, el cual se vería reflejado claramente en términos electorales en los resultados de los comicios federales de 1997 y 2000.

Desarrollo y calidad de vida, dos términos mencionados en los párrafos anteriores, guardan una estrecha relación que, en sus detalles conceptuales, va más allá del alcance de este artículo. En todo caso, la relación cercana entre ellos se da por sentada, y para medirlos se adopta el enfoque más convencional, el del ingreso. Algunos se refieren al nivel de desarrollo en términos del tamaño total de una economía y de sus tasas de crecimiento. Sin embargo, otros argumentan que el crecimiento no es una condición suficiente para el desarrollo. Un forma de acercarlos son las medidas promedio, por ejemplo, el pib per cápita, con el que se intenta aproximarse al nivel de ingreso de las familias.

Afortunadamente, desde hace algunas décadas también se cuenta con encuestas de hogares que recogen este tipo de información. Con ellas, es posible estimar no solo los niveles de ingreso promedio sino también su distribución a nivel individual o de los hogares. Esta información permite medir el grado de desarrollo desde el punto de vista de dos dimensiones sensibles socialmente, la pobreza y la desigualdad, cuyas tendencias recientes, a su vez, pueden ser discutidas en el marco de los resultados sobre la movilidad social en el país. Así, es posible ponerle rostro a la pobreza y a la desigualdad, es decir, identificar el grado de persistencia en su composición.

La Gráfica 1 muestra la tendencia histórica de la pobreza alimentaria y la utilizada actualmente de manera oficial: la pobreza de bienestar mínimo. Incluye tres series sobre el porcentaje de la población en pobreza, tomadas de dos fuentes distintas, Miguel Székely y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, Coneval (1950-1992 y 1992-2012, sobre pobreza alimentaria, y 2008-2014, sobre pobreza de bienestar mínimo3). Como se puede observar en el empalme de años de las últimas dos series, la diferencia entre los dos tipos de líneas de pobreza utilizadas, debida a la forma que son definidas, no resulta significativa. De cualquier manera, más allá de los niveles, que en sí son importantes, el interés se centra en observar el patrón de la tendencia histórica. Dos cosas llaman la atención. En primer lugar, en 1968 —el año en que Carlos Fuentes ubica el origen de la más reciente herida mexicana—, la tendencia a la baja en la pobreza se detiene. En segundo lugar, aunque se observa un pico alrededor de la crisis de mediados de los noventa, la tendencia reciente muestra un estancamiento. De aquí se deriva una primera conclusión: el estado de la pobreza por ingreso de los últimos 25 años indica que las distintas estrategias para combatirla no han logrado consolidar una tendencia a la baja sostenible.

Para comenzar a entender estas tendencias, vale la pena contrastarlas con la de la distribución del ingreso. Como es del conocimiento general, México pertenece a una de las regiones más desiguales del mundo. Además, como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), presenta un grado de desigualdad significativamente mayor que el del promedio de los países desarrollados. La Gráfica 2 presenta la tendencia de una de las medidas más utilizadas para medir la distribución del ingreso, el coeficiente de Gini. Este índice se basa en una escala del cero al uno, donde el uno corresponde al mayor grado de desigualdad. La Gráfica muestra dos series del índice basadas en el ingreso per cápita de los hogares: 1984-2008, de Fernando Cortés, y 2008-2014, del Coneval.4 Como se puede observar, después de 1984 pareciera que hay dos escalones de desigualdad y, afortunadamente, el más reciente se ubica en un nivel promedio menor. Sin embargo, también cabe mencionar que la reducción observada es tal que México permanece en el grupo de países con altos niveles de desigualdad por ingreso.

El problema de la desigualdad se hace más nítido con medidas más simples. Por ejemplo, si se toman los datos de ingreso corriente total de los hogares que reporta la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) para el periodo 1992-2014, resulta que el ingreso promedio del decil más alto nunca ha representado menos de 19 veces el ingreso promedio del decil más bajo. Además, tampoco se observa alguna tendencia que sugiera una reducción constante en dicha proporción. Por otro lado, en cuanto a ingresos laborales, aunque los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) para el periodo 2005-2015 sugieren una tendencia convergente, se trata de una “convergencia hacia el estancamiento”.5

Un tercer aspecto a tratar sobre la pobreza y desigualdad observadas tiene que ver con su composición. Como se mencionó inicialmente, la movilidad social, que se refiere al grado de correlación entre las condiciones de origen y el destino de las personas, permite identificar el grado de persistencia en la composición de la pobreza y la desigualdad. Una mayor inmovilidad, es decir, una mayor influencia de las condiciones familiares de origen sobre el desarrollo de las personas, sugiere una menor influencia del entorno ambiental, externo al hogar, en los resultados de vida. En otras palabras, dicha inmovilidad sugiere una desigualdad de oportunidades que se traduce en una desigualdad en los logros de vida, determinada, en buena medida, por factores que están más allá del control de los individuos y sus familias.

Cuando existen condiciones de desigualdad de oportunidades, o lo que algunos llaman “piso de arranque disparejo”, puede haber costos para la sociedad que van desde una mala asignación de recursos humanos que impacta negativamente en el crecimiento económico, hasta la consolidación de sociedades estratificadas donde la justicia se diluye y el tejido social se resquebraja. Las implicaciones a nivel individual y de hogar también son variadas: la desigualdad de oportunidades inhibe el esfuerzo, establece topes a la construcción de aspiraciones, refuerza los incentivos para la búsqueda de extracción de rentas e inhibe la innovación que genera valor agregado, entre otras.

Sobre la situación de la movilidad social intergeneracional en México, en diversos espacios académicos y de divulgación se ha reportado, con base en la información de la Encuesta esru de Movilidad Social en México (emovi-2006 y emovi-2011), que la persistencia de la condición de origen en los extremos de la distribución socioeconómica es alta en el país.6 En otras palabras, México se caracteriza por contar con una estructura social en la que resulta difícil cambiar de estatus socioeconómico. Eso es una buena noticia para los que nacen en hogares afluentes, pero pésima para los que de arranque se enfrentan a limitaciones económicas y sociales.

Tito Boeri ejemplifica la falta de movilidad en el espejo de la pobreza y la desigualdad de manera muy certera: “Una de las cosas más tristes de las reuniones de reencuentro con los compañeros de la primaria es darse cuenta de que, después de tantos años, la desigualdad de ingreso entre ellos [y yo agregaría, la persistencia en la composición de la misma] no ha cambiado: el niño rico sigue siendo rico y el niño pobre sigue siendo pobre”.7 Para contextualizar el comentario de Boeri, cabría decir que en México la situación resulta más triste, ya que la posibilidad de ver en un mismo salón de clases a dos niños que provengan de condiciones socioeconómicas tan diversas es remota. De ahí se deriva el consejo irónico que Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, siempre hace a sus estudiantes y que vino a repetir a México hace unos meses, en la ciudad de Guadalajara: para tener éxito, lo más importante es elegir bien a tus padres.8

La composición persistente de la pobreza y la desigualdad en México plantea la necesidad de diseñar nuevos mecanismos de intervención que no solo mejoren la situación en estos dos indicadores, sino también en las condiciones de movilidad social. El modo de hacerlo puede estar a debate, pero no las razones para justificar la intervención. Como dijo el economista Alan B. Krueger en 2012, desde su posición de presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, resulta “costoso para la economía y la sociedad que los hijos de las familias de bajos ingresos no tengan ni de cerca las mismas oportunidades para desarrollar y utilizar sus talentos que cualquier afortunado miembro de una familia económicamente aventajada que sí puede asistir a mejores escuelas, recibir tutorías para su proceso de admisión a la universidad y moverse en una red de conexiones familiares en el mercado de trabajo”.9

Transcurridos estos 25 años, vale la pena preguntarse si, a pesar del esfuerzo realizado por el Gobierno mexicano, se ha errado al encapsular a la política social en una serie de instrumentos dirigidos única y exclusivamente a combatir la pobreza, cuando esta no se explica únicamente por un problema de falta de crecimiento económico o una baja efectividad de los programas para combatirla, sino por la ausencia de una política de Estado que instrumente mecanismos de redistribución explícitos en términos de los objetivos planteados y efectivos en cuanto a su implementación.

En 1991, el país requería reinventarse y una ciudadanía en ciernes se comenzaba a hacer sentir. Desafortunadamente, los resultados de las reformas estructurales han derivado en un desequilibrio económico y social. Aunque se observan avances, su velocidad no se corresponde con las demandas sociales. Los retos son complicados, pero no insalvables. Como mencionó recientemente el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (ceey), “la política social debería tener el rango de política de Estado”, pero para lograrlo, se “debe superar la indefinición constitucional que hay sobre [ella], así como sobre reglamentaciones como la Ley General de Desarrollo Social”.10

En el artículo citado, Carlos Fuentes plantea que “la promesa incumplida de todos nuestros proyectos modernizantes ha sido la democracia”.11 Su argumentación sigue vigente ya que una democracia efectiva debería traducirse en un país sin pobreza, con desigualdad limitada y una movilidad social mayor. EstePaís

1 Carlos Fuentes, “Nacionalismo e integración”, Este País, núm. 1, abril de 1991, p. 2; Disponible en http://archivo.estepais.com/inicio/historicos/1/2_opinion_nacionalismo_fuentes.pdf .

2 Editorial, “Integración económica y nacionalismo: Canadá, Estados Unidos y México. ¿Destino artificial?”, Este País, núm. 1, abril de 1991. Disponible en http://archivo.estepais.com/inicio/historicos/1/1_encuesta_integracioneconomica.pdf .

3 Miguel Székely, “Pobreza y desigualdad en México entre 1950 y el 2004”, El Trimestre Económico, LXXII (4), 2005, pp. 913-931. Los datos de Coneval se pueden encontrar en www.coneval.gob.mx.

4 Fernando Cortés, “Cinco décadas de desigualdad en el ingreso”, ponencia presentada en el Seminario “Las desigualdades y el progreso en México: Enfoques, dimensiones y medición”, Colmex/INEGI, 20 de marzo de 2013. Los datos de Coneval se pueden encontrar en www.coneval.gob.mx.

5 El término convergencia hacia el estancamiento está tomado de L. F. López Calva, “Prólogo”, en Roberto Vélez Grajales, Juan Enrique Huerta Wong y Raymundo M. Campos Vázquez (editores), México, ¿el motor inmóvil?, CEEY, México, 2015. El análisis referente al periodo 2005-2015 se encuentra en el capítulo XIII del mismo libro: Campos Vázquez y Vélez Grajales, “Movilidad de corto plazo en ingresos laborales: El caso mexicano”.

6 Roberto Vélez Grajales, Raymundo M. Campos Vázquez y Juan Enrique Huerta Wong, Informe de movilidad social en México 2013: Imagina tu futuro, CEEY, México, 2013; disponible en http://www.ceey.org.mx/site/files/informe_mov_social_2013.pdf .

7 http://2015.festivaleconomia.eu/editoriale

8 http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/enrique-cardenas-sanchez/nacion/sociedad/2015/10/16/la-decision-mas

9 https://www.whitehouse.gov/sites/default/files/krueger_cap_speech_final_remarks.pdf 

10 http://www.ceey.org.mx/site/files/reporte_coneval_final_impresion_1.pdf 

11 Óp. cit., p. 4.

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Roberto Vélez Grajales es director del Programa de Movilidad Social y Bienestar Socioeconómico del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY).(Twitter: @robertovelezg).

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