Caminito del mercado

Fernando Clavijo M. pasea por Plaza Loreto y hace un breve repaso de qué historias guardan estas calles, el mercado Abelardo L. Rodríguez, los murales de Diego Rivera y los presidentes interinos fugaces.

Texto de 09/12/21

Fernando Clavijo M. pasea por Plaza Loreto y hace un breve repaso de qué historias guardan estas calles, el mercado Abelardo L. Rodríguez, los murales de Diego Rivera y los presidentes interinos fugaces.

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Hace poco pasé por Plaza Loreto, no el centro comercial del sur de la ciudad, sino la auténtica plaza del Centro histórico, y me pareció un ejemplo perfecto de la diversidad y densidad cultural de nuestra ciudad. Veníamos de unas cuadras más allá, del Templo de la Purísima Concepción y de Jesús Nazareno ubicado en 20 de Noviembre —donde está enterrado Hernán Cortés—, y en el camino pasamos a ver el mural sobre Pino Suárez en el que se conmemora el encuentro entre Cortés y Moctezuma. Cruzamos hacia detrás de Palacio Nacional por donde antes estuvo el restaurante El salón de los espejos, un lugar de mala muerte normalmente atiborrado de burócratas al que recuerdo con mucho cariño, y para cuando llegamos a la fuente de Loreto ya teníamos algo de sed. Así que entramos a una miscelánea que está justo frente a la Universidad Obrera y compramos un par de latas de cerveza para hacer una pausa. Ahí decidí que haría una breve reseña de este paseo.

La Universidad Obrera de México lleva el nombre de Vicente Lombardo Toledano, el señor al que en la novela maravillosa de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, se le culpa junto con Diego Rivera del asesinato de León Trotsky a manos del catalán Ramón Mercader. A mí ese dato me llama la atención, porque vivo justo al lado del llamado “Centro de estudios filosóficos, políticos y sociales Vicente Lombardo Toledano” —en la calle del mismo nombre— y en realidad su biblioteca particular abandonada hace unos dos años por falta de presupuesto. En la novela se dice que Toledano era el contacto de Stalin en México y que Rivera estaba celoso por la infidelidad de Frida Kahlo. El señor Toledano, sin embargo, era marxista, pero nunca formó parte del Partido Comunista Mexicano. Cuando murió Trotsky, lideraba la CTM (que después quedó en manos de Fidel Velázquez por más de 50 años, pues los sindicatos fueron la verdadera fuente de poder popular de todas esas décadas) y más adelante fundó el Partido Popular Socialista. La Universidad Obrera se fundó en 1936, es decir, justo cuando entraba Lázaro Cárdenas al final de El Maximato (periodo caracterizado por una cadena de presidentes interinos fugaces y a la sombra del poder de Calles: Portes Gil de 1928-30, Ortiz Rubio de 1930-32 y Abelardo Rodríguez de 1932-34).

El tercer y último presidente interino, Abelardo Rodríguez, fundó un mercado que visitamos al terminarnos la cerveza. Dejamos pues la Plaza Loreto, con su conjunción de fes, que alberga al mismo tiempo un templo masónico, una iglesia y la primera sinagoga de México, fundada por judíos asquenazi en 1941. El mercado “Presidente Abelardo L. Rodríguez” está a una cuadra, y es famoso por sus murales. Desde la puerta exhibe una mezcla Art Deco con Art Nouveau, obra de Antonio Muñoz (1934), y el afrancesamiento sigue en el interior gracias a una estructura de hierro al estilo Gare du Nord que le da una amplitud impresionante. Era el nuevo modelo de mercado, no sólo en arquitectura y tamaño sino en servicios comunales y orientados a las mujeres. Tiene auditorio, biblioteca y guardería… eran otros tiempos.

“Nombrar a algunos muralistas es nombrar sus obras, y aunque este comentario no incluye imágenes, basten los títulos de los murales para ilustrar los temas que a través suyo imaginamos, temas en los que seguimos pensando décadas después y que bien podrían ser cada uno un ensayo en sí mismo en esta revista también plural y densa”.

Los murales fueron encargados a Diego Rivera —hoy mejor conocido como el marido de Frida Kahlo—, que nos trae de regreso al tema obrero, pero también trae a colación la parte alimentaria que tanto nos interesa. El muralista “andaba en llamas”, por lo que terminaron contribuyendo casi una docena de pintores. Nombrar a algunos muralistas es nombrar sus obras, y aunque este comentario no incluye imágenes, basten los títulos de los murales para ilustrar los temas que a través suyo imaginamos, temas en los que seguimos pensando décadas después y que bien podrían ser cada uno un ensayo en sí mismo en esta revista también plural y densa. Están las que abordan el tema alimentario y nutricional, como Los Mercados, de Miguel Tzab, y Las Vitaminas, de Ángel Bracho, una de las vistas restauradas con mayor éxito. También La plaga del maíz y La vida de un maguey, de Antonio Pujol. La preocupación por la mecanización ya se veía en Los alimentos y Los problemas del obrero de Pedro Rendón, o La industrialización del campo y Los alimentos y su distribución sobre el canal de la Viga, de Marion Greenwood y Proceso de la producción de alimentos, su vínculo con el intermediarismo y los monopolios, de Pablo O’Higgins. Para corroborar autorías y más, visitar la página del Palacio de Bellas Artes.

La parte multicultural se acentúa con las hermanas Greenwood, además de Isamu Noguchi. La sublevación de la clase trabajadora, el abasto del antiguo mercado de Tlatelolco y el antifascismo dominan la temática. A mí me llamó la atención una serpiente fascista encima de una escalera en una pequeña fonda de esquina. La comida está presente en los murales y también en los puestos, aunque no vi nada sobresaliente. Hay muchas ensaladas de encurtidos, revueltas con crema y mayonesa, además de flautas, jugos y cocteles, y las carnitas de lo que debe de haber sido Onésimo (los letreros están desgastados). Es una pena, pero los cambios de temperatura y el cochambre de estas cocinas son lo que más daña a los murales. Luego está la invasión de baratijas importadas: discos, ropa y electrónicos.

Saliendo de ahí pasamos al Bar España, una cantina colorida, como las hay muchas en el centro. Caminamos de vuelta por de San Ildefonso, donde en algún momento se encontraba el llamado Cardenal de los pobres —hoy cerrado— y se podía comer gaoneras a muy buen precio. Cómo extraño esas comidas y las cervezas tibias de la cantina El nivel, ahora también desaparecida. Cuando llegamos a la Hostería de Santo Domingo, también cerrada, nos dimos por vencidos. Mejor tomamos un taxi a un restaurante coreano en la Zona Rosa, de nuevo un brinco multicultural, pero esa es otra historia. EP

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